domingo, 2 de noviembre de 2014

Sinopsis


A pesar de ser ficción y estar narrada de manera sencilla y natural, en Vidas Truncadas se habla de acontecimientos y realidades tal cual se viven o vivieron en la época que se representa, abarcando la misma un extenso y variable periodo comprendido entre los años 50 hasta la actualidad…

   Esta novela está escrita y pensada, además de para el disfrute del lector, para el de los cinco sentidos y, durante su lectura, habrá momentos en que, como en la vida real, sentirás sensaciones que te harán sentir frío, hambre, ternura, tristeza… y, otros que te recordaran lugares o situaciones vividos tan de cerca que, sin duda, te crearán la necesidad de pensar, reír, llorar o incluso cantar…

   En esta novela, como en la vida misma, nada acontece así porque sí y todo tiene su porqué. Pero no queda ahí la historia, además de que lo importante de esta novela se encuentra en los mensajes implícitos que alberga su interlineado, si tras su leyenda, algún lector encuentra motivos o argumentos para hacerme quedar como un embustero por atreverme a afirmar lo narrado en los párrafos anteriores: os aseguro que cejaré  mi empeño de aprender a  escribir  y compartir, a través de la escritura, aquello que vivo, pienso y siento.

   Antonio Hinojal Sánchez, es  un niño carismático, aventurero y soñador, qué dejándose llevar por los acontecimientos de la vida se irá transformando a un ritmo vertiginoso. Antonio es el hijo menor de José y Manuela. La unidad familiar está formada por nueve miembros que viven bajo el mismo techo en una pequeña vivienda de protección oficial que se halla ubicada en un Barrio Obrero surgido a  finales de la década de los 50, a las afueras de la ciudad. La historia transcurre en una época dónde España y el pueblo se ven sometidos a infinidad de cambios. Cambios que no solo afectan a las personas, sino al propio espacio vital: con las consecuencias que todo ello pueda conllevar a un país que está en vías de desarrollo... Apenas alcanza la preadolescencia, Antonio comienza a lidiar sus primeras batallas en temas como el amor, el trabajo... y a través de estos se verá envuelto en aventuras y adversidades que, a pesar de ser como es, jamás hubiese imaginado...

   Con el paso de las hojas, a través de las vivencias que goza y sufre el protagonista, se irán desvelando los cambios de todo cuanto ocurre a su alrededor.

Biografía







Francisco Izquierdo Herrero. Nació el día 21 de noviembre de 1963 en Plasencia (Cáceres).
Albañil que consiguió el equivalente a Graduado Escolar de Estudios Primarios en un Centro para Adultos en el año 2010 en Miranda de Ebro (Burgos) ciudad donde reside desde el año 1994. Y fue a partir de ahí cuando se interesó por aprender a escribir siguiendo las normas gramaticales con el fin de escribir sobre todo aquello que le preocupa y siente necesidad. El la actualidad  está desempleado por causas ajenas a él  desde  septiembre de 2011.
Es amante de la naturaleza, le gusta practicar la pesca sin muerte, pasear por las riberas y los montes, observar el comportamiento de animales y personas… Piensa que para ello no hay nada mejor que ir solo y dejarse llevar por los pensamientos hasta donde estos le quieran llevar.
Esta es la primera de sus obras que cree pueda estar dentro del género Novela Realista, subgénero Retrato Social, pero narrado desde su particular forma de escribir: sin profundizar en los temas, pero dejando constancia.



©®Francisco izquierdo herrero, 2014
Los derechos de esta obra pertenecen a su autor y han sido debidamente registrados. La reproducción total o parcial de esta obra, sin la debida autorización del autor, constituye un delito contra la propiedad intelectual (Arts. 270 y siguientes del Código penal).






«En el fondo son las relaciones con las personas lo que da sentido a la vida».
                                                                                         Karl Wilhelm Von Humboldt




Dedicado:
A todos los que por cualquier causa o razón fallecen sin alcanzar la ancianidad.






                                          

Prefacio


Con las primeras luces del alba del 13 de junio de 1957 nacía, en casa, en el seno de una humilde familia oriunda de Extremadura, el séptimo hijo de la pareja formada por José Hinojal y Manuela Sánchez, peón de albañil él y «sus labores» —Denominación Oficial asignada a quienes se encargaban de velar casa y familia—, ella.
   Tras la llegada del benjamín, la unidad familiar quedaría constituida por José, de 41 años, Manuela, 37, Carmen, 18, Manuel, 16, Joselito, 14, Dolores, 12, Juana, 10, Azucena, 8 y, el último en llegar, Antonio. El matrimonio y su extensa prole habitaban en una reducida vivienda de protección oficial ubicada a las afueras de la ciudad, en un creciente Barrio Obrero que con el tiempo se extendería a lo largo y ancho de La Data, una extensa finca dedicada a la explotación agrícola y ganadera.
   José trabajaba principalmente en la construcción de viviendas, pero como el salario no alcanzaba para cubrir las necesidades demandadas por tan extensa familia, además de tener que recurrir al arte de pescar con redes como oficio complementario, en otoño e invierno, se dedicaba a hacer y vender picón. —El picón era el método más utilizado para proporcionar el calor en los hogares y mitigar, por tanto, la crudeza del duro invierno extremeño—. José era descendiente de una extensa y prolífica saga que durante generaciones había abastecido a la ciudad con todo tipo de pescado fluvial.
   Manuela, en cambio, provenía de una reducida estirpe de jornaleros agrícolas y esta,  además de encargarse del cuidado de los hijos, preparar la comida, limpiar la casa…, tenía que salir a vender el género por el barrio y, en los días de mercado, los vendía  junto a la escalinata de la plaza de abastos. También era quehacer de ella, en colaboración de sus hijas, reparar y fabricar las redes y de José el rematarlas, colocando los flotadores de corcho natural en la parte superior y el plomeado en la zona inferior:  todo ello, debía de estar bien equilibrado para que estas cubriesen desde el lecho del río hasta la superficie.
   Los padres de Antonio eran personas sencillas, con buenos principios y sentimientos, los mismos valores que trataban de inculcar a sus descendientes siguiendo los pasos que en su día hicieran con ellos sus ascendentes. José, además de ser un hombre extrovertido, le placía gastar bromas y hacer reír a los demás y, a pesar de que tenía  el hábito a exagerar cualquier situación que narrase, quién le conocía lo tenía por una bella persona. Manuela, en cambio, era más comedida, sensata y reservada. Motivo por el cual recayó en ella la tarea de dirigir la casa, y a todos los que en ella convivían. Ambos, como la mayoría de las personas de aquella época, carecían de estudios y apenas sabían leer y escribir; pero en cambio, contaban con unos valores y principios que hacían cumplir, a sus descendientes, a rajatabla.
   Manuela, por aquel entonces, era una mujer grande, afable y entregada a los demás. Sobre su cabeza sobresalía una esplendorosa y ondulada mata de pelo castaño; sobre su expresiva y redonda cara se hallaban unos alegres y esféricos ojos marrones; junto a su fina y recta nariz, unos  delgados y lívidos labios y, rematando el conjunto, un corto y grueso cuello. Manuela era una encantadora mujer robusta, de brazos y piernas gruesas y pesadas. Su caminar era tan sosegado y relajado como ella misma; era una mujer de mente lúcida y resuelta que le gustaba vestir con sencillez, con amplias y estampadas batas abotonadas y para sus martirizados y sufridos pies, cuando acudía a la zapatería: «Búsqueme un 36 pa pies delicaos» —solicitaba al dependiente, después de saludarlo.
   En casa de los Hinojal-Sánchez, la relación filial-paterna estaba basada en el cariño y el respeto mutuo. No era necesario el castigo para que estos acatasen las órdenes ni para cumplir con las obligaciones que cada miembro tenía asignadas, en el caso de los hermanos mayores, tendrían que jugar y estar al cuidado de los más pequeños.
   Por aquel entonces, muchas fueron las jóvenes parejas que se instalaron en el barrio y, como consecuencia de la prolífica generación, este se fue transformando en un paraje lleno de color, griterío y llantos que evidenciaban que el entorno rebosaba de vida. Las jóvenes mamás, cuando el tiempo y el clima lo permitían, se reunían para conversar mientras los chiquillos correteaban y jugaban a escasos metros de sus faldas. Aquella costumbre, dio lugar a que entablasen conversación y surgiesen así los primeros lazos de unión entre ellas. Por aquella época, la necesidad era algo que afectaba a la mayoría de las familias españolas, pero gracias a la solidaridad y el desinterés entre unos y otros: aquellos vecinos, con el paso del tiempo, lograron convertirse en una gran familia, donde se compartían alimentos, cariño y comprensión para poder salir adelante en aquellos años, tan difíciles en cuestiones económicas; pero, sin embargo, tan llenos de humanidad y sentimientos. Cada uno cooperaba de acuerdo a sus posibilidades y si era necesario se implicaban hasta el punto de que la familia más necesitada pudiese lograr remontarse.
    En la década de los 60's aún eran evidentes en España los vestigios de su origen rural, y, aunque había comenzado el cambio hacia la industrialización. En algunas zonas del norte de Extremadura, el cambio llegó sosegadamente y, el mundo agrario al que  había pertenecido durante siglos, subsistió hasta bien entrada la década de los años 90'. Sin ir más lejos, el barrio de La Data en los 70's no solo estaba sin pavimentar, sino que además carecía de alumbrado público.
   A  seis metros escasos de donde terminaba el conjunto de viviendas, discurría paralelo y en perpendicular un pequeño arroyo, que en invierno, con reiteración se desbordaba e inundaba la parte baja de la barriada por completo. En la plazuela se formaba una balsa de agua que podía demorar meses en desecarse. Este lugar era muy frecuentado por los zagales del vecindario, y, tras las inundaciones, estos se divertían con infinidad de juegos como las carreras de barquitos a la deriva, cruzar el charco con las bicicletas, e incluso los más atrevidos, ponerse a nadar en mitad de el charco.
   El barrio había sido creado en paralelo a una de las múltiples vías pecuarias, que desde la Edad Media se han venido utilizando casi hasta la actualidad para el trasiego de ganado de unas provincias a otras, es decir, la trashumancia. Por esta vía en concreto, entre las primeras y últimas décadas del siglo  XX, acostumbraban pasar, en los últimos días de mayo, los ganaderos que trashumaban, rumbo a las Sierras de Gredos principalmente, con grandes rebaños de cabras, ovejas y ganado  morucho, este último pasaba por la noche para evitar cualquier percance desagradable en la ciudad. Los trashumantes aprovechaban los descansaderos que existían en las inmediaciones del barrio para abrevar en las fuentes circundantes y reponer fuerzas tanto los animales como las  personas que intervenían en el traslado de los rebaños. Era habitual también que, tras su paso, acampasen en la cañada un gran número de familias de etnia gitana. Estos  acudían en caravanas que, al más puro estilo del oeste, eran arrastradas por las caballerías. Los gitanos solían llegar al barrio una vez concluido el paso del ganado hacia las sierras, o sea se, a primeros de junio: coincidiendo con las ferias y fiestas de la ciudad, con el fin de dedicarse a la compra-venta de caballos, mulas, asnos… Año tras año, los gitanos aprovechaban el lugar para pasar allí el verano ya que,  además de que los animales podían deambular libremente por la cañada, los cuadrúpedos obtenían el sustento necesario para sobrevivir. La infinidad de fuentes que existían en la periferia no solo servían de abrevadero para el ganado, sino que estas eran utilizadas incluso para el uso personal.
   Entre los gitanos y los residentes del barrio siempre hubo respeto… A sí mismo, era normal que los chiquillos se entremezclasen para compartir juegos y, cuando los adultos festejaban una boda siguiendo el rito gitano, les gustaba que asistiesen a ellas los payos adultos y que participasen de la fiesta. «Aquella época fue la propulsora de ir haciendo  cambiar las formas de relacionarse unos con otros y de hacer posible el mundo en que vivimos actualmente. Fueron muy duros y difíciles los comienzos para todos e incluso, a día de hoy, por ambas partes, hay quienes aún no lo han logrado superar».
   El tiempo fue transcurriendo como siempre: sin prisas pero sin pausas... Los hermanos mayores de Antonio se fueron casando, con un intervalo más o menos de un año. Por aquel entonces, las parejas recién casadas, rápidamente traían hijos al mundo y, en poco tiempo, la familia se llenó de criaturas. Carmen, la hermana mayor, en cuestión de tres años parió dos niños y una niña; la mujer de Manuel, dos niñas en un intervalo de veintidós meses; la mujer de José, dos niños y una niña en cuatro años… Y cuando estos visitaban la casa de los abuelos, recaía sobre Antonio la tarea de estar al cuidado de los más pequeños. A la edad de doce años, este se había convertido en un chaval de cuerpo atlético, bastante alto, delgado y de tez blanca, pero tostada por el sol. Su cabeza estaba revestida por una tupida cabellera de  negro pelambre, bajo la cual se perfilaba un rostro donde brillaban unos preciosos y rasgados ojos color avellana; que  a su vez, eran circundados por unas largas y rizadas pestañas. Todo el conjunto quedaba rematado por unas orejas bien proporcionadas. Antonio era un chico extrovertido, sociable, tierno, perspicaz, divertido y que, además de ser observador y creativo, disponía de una imaginación fantástica y un don de gentes que le permitía cautivar con facilidad a los demás chiquillos del barrio, entre otras cosas, por sus muchas y alocadas ocurrencias. Antonio se convirtió en el dirigente de la chavalería, sin tan siquiera proponérselo, ya que estos le veían como un ejemplo a seguir. El sentirse querido y arropado por todos aquellos que se acercaban hasta su entorno, le proporcionaba seguridad en sí mismo; aunque era consciente de que su imperio y grandezas estaban allí, junto a las faldas de su madre y al cuidado de los sobrinos. Cuando era llamado por su progenitora para que recogiese las meriendas y se las diese a los pequeños, este acudía raudo y veloz como un rayo y al llegar junto a ella siempre la abrazaba y le daba un par de besos:
   —Pero qué hijo más obediente y cariñoso tengo, además con lo guapo que es…, cuando sea mayó, se las va a llevá a toas de calle, ¡El mu granuja! —balbució alzando la voz Manuela, mientras dirigía la mirada hacía el resto de mujeres que la acompañaban…, y estas, al escuchar lo que Manuela le decía a su hijo, asentían con la cabeza y él, al ser consciente de la escena, sonreía y regresaba junto a los demás chavales caminando, erguido y con el pecho hinchado; como si fuese un palomo buchón tratando de cortejar a una hermosa paloma.
   Por aquel entonces, las vecinas tenían por costumbre estar reunidas y sentadas a la puerta de casa, bien tomando el sol, o bien haciendo punto, o simplemente conversando entre ellas mientras vigilaban de cerca los juegos de sus hijos o nietos más pequeños.
   Al amanecer, con los primeros rayos de sol, desde lo más alto del cerro se vislumbraba y, podía escucharse, con dirección al poniente, el tañer de las campanas de un encalado, grande y vetusto convento que anunciaba con que era la hora de comenzar a laborar. Un poco más abajo, sobre su ladera, entre canchales, retamas, carrascas y alguna que otra encina, discurrían  paralelas y a distinta altura, tres filas de encalados edificios, los cuales, a su vez, estaban unidos entre ellos en grupos de a dos. Estos, desde la distancia, se asemejaban a las melíferas colmenas.
    El toque de las escandalosas campanas servía, entre otras cosas, para despertar a todo el vecindario y con el estridente y metálico sonido comenzaba el trasiego de las personas. En primer lugar, unos en bicicletas y otros en ciclomotores, se dirigirán al trabajo los hombres; y en segundo, un par de horas después, la mayoría de las mujeres acompañaban a sus hijos pequeños hasta el colegio. Luego, al regresar, solían hacer la compra en cualquiera de los dos ultramarinos que existían en el barrio y, una vez en casa, continuaban con las labores del hogar, hasta que, a eso del mediodía regresaban, por un lado los hijos y por otro los maridos, para dar buena cuenta de los suculentos, apetitosos y frecuentes cocidos de garbanzos… Todo ese ajetreo, visto desde lo alto del cerro, hacía recordar a las laboriosas y dulces abejas queriendo entrar a sus colmenas. También y paralela a las viviendas transcurría una antiquísima y transitada vía pecuaria. A la izquierda de esta, el terreno se perdía entre lomas, vaguadas, olivares y huertas, hasta llegar a las orillas del río Jerte.
   Por aquellas fechas, 70's, los que vivían a las afueras de la ciudad tenían por costumbre disponer de su propia barraca. Lugar donde la mayoría de las familias solían tener y criar pollos, gallinas y conejos; con el fin de autoabastecerse, y tratar de dilatar al máximo los escasos recursos económicos con los que contaban. Una de esas familias numerosas —diez hijos—, siendo consciente que en  Plasencia no lograrían salir adelante, tomó la decisión de trasladarse a vivir con toda su prole a otra provincia; renunciando así, a la vivienda de protección oficial que años atrás les había sido adjudicada mediante sorteo. Damián, el padre de tan extensa descendencia, además de la vivienda, poseía en las inmediaciones de esta una de las más grandes y mejor construidas barracas de la zona, él mismo la había construido al abrigo de un titánico  canchal de granito, al cual, por la parte de arriba, se podía acceder hasta su cumbre a través de una pequeña e inclinada rampa, de unos dos metros de longitud; en cambio, por el frente distaban desde la cima hasta el suelo unos siete metros de caída libre, en vertical… La barraca había sido construida en su totalidad con sus propias manos y con restos de materiales y maderas procedentes de las obras de la periferia.

   Damián era un hombre más bien pequeño y escuálido, que aparentaba ser bastante más mayor de los 52 años que en realidad tenía, debido  al tono y aspecto de su piel llena de pliegues y ennegrecida por los efectos del sol. Sobre su cabeza, cubriendo su espeso y ceniciento pelaje, una raída y descolorida boina de negra lana y encasquetada hasta las enormes y pobladas cejas; sus  pequeños, tristes y oscuros ojos, tan negros como las endrinas, llamaban la atención sobre unas exorbitantes y sempiternas ojeras. Su  nariz era grande y quebrada, con los orificios bien amplios; sus labios rectos y delgados; sobre el superior, un estrecho, cuidado y ceniciento bigote; su disminuida boca, carcomida y ennegrecida. Todo en él hacía que pareciese un ser huraño y malicioso. Sin embargo, cuando conversabas con él se podía apreciar que era un ser generoso, afable y, con sentimientos profundos, además de unos claros y firmes principios. Su vestimenta tampoco decía nada a su favor: solía vestir con pantalón y camisa azul marino, aunque descoloridos por el uso; pero siempre en perfecto estado de revista.  «La pobreza y la suciedad no tienen por qué ser inherentes».
   Nada más abrir la puerta de acceso a la barraca esta se dividía en dos compartimentos que a su vez estaban  separados por una puerta intermedia. La primera instancia, estaba destinada a la reproducción de conejos y para ello, a mano derecha, se hallaban alineadas tres jaulas que habían sido realizadas artesanalmente por Damián. Estas estaban constituidas de madera y recubiertas con una malla metálica y, también, contaban con dos departamentos, uno que permitía salir a comer y hacer sus necesidades a las conejas y el otro, íntegramente realizado en madera, destinado a los partos, donde en su interior y a oscuras, permanecían los pequeños gazapos hasta que estos abrían los ojos y se cubrían de pelos.
   Una de aquellas  jaulas era exclusivamente para el macho; las otras dos, eran ocupadas cada una por su correspondiente hembra. También, entre estas, había un anexo en forma de corral, delimitado por una valla de un metro de altura, el cual era destinado al crecimiento y engorde de los gazapos una vez  que estos eran destetados y apartados de sus progenitores. A mano izquierda, sobre unas rudimentarias estanterías de madera, descansaban recipientes con pienso, bolsas de pan duro y un sinfín de herramientas que eran utilizadas para mantener en perfecto estado la edificación así como la limpieza del lugar.
   En uno de los rincones, del techo pendía un excelso haz de hierba fresca que cada mañana era sustituido por otro recién segado por Damián. A unos tres metros de la entrada, hacia el fondo, se hallaba otra puerta que permitía el acceso al departamento destinado a la producción de huevos y pollos, este contaba con un espacio de unos doce metros cuadrados; que a su vez, estaba fragmentado en otras tres estancias. En el fondo, se hallaba un ponedero que había sido construido en su totalidad con madera, cuya capacidad permitía albergar a seis gallinas a la vez y dónde estas depositaban los huevos sobre un lecho de mullida y confortable paja; a mano derecha, reclinada sobre la pared, descansaba una especie de escalera con tres peldaños de un metro y medio de longitud y separados entre ellos verticalmente por unos cincuenta centímetros, dónde cada atardecer se subían y preparaban para pasar la noche, junto a una docena de lustrosas gallinas, tres lindos y escándalos gallos; en el lado izquierdo, desde la pared hasta el fondo, delimitado por una estructura de madera y una malla de alambre, a modo de corraliza, se hallaba la zona dedicada a la cría y engorde de pollos: ya que con frecuencia, salía clueca alguna de las gallinas. Entre el espacio destinado a la puesta de huevos y el dormidero, existía un pequeño agujero que era abierto y cerrado desde el exterior cada alborada y anochecida por Damián.
   Al amanecer, las gallinas salían prestas para campar a sus anchas disfrutando entre las retamas, los carrascales y los floridos y perfumados cantuesos en la zona más agreste, o bien junto al regato, donde rebuscaban, escarbando y rastrillando con sus patas, en busca de las jugosas lombrices; o bien entre los juncales y el aromático poleo, dónde estas se hartaban de saltamontes y toda clase de insectos que eran atraídos por la frescura del arroyo. Del mismo modo, se desplazaban hasta el lugar infinidad de alegres y ruidosos  gorriones, que mezclaban su alboroto con el incesante cacarear de las gallinas, junto al sonido que el fluir del agua producía al zigzaguear entre los obstáculos y los distintos desniveles del accidentado lugar. Todo ello, unido a la fragancia que producía la mezcolanza floral, la luz y el calor del sol: hacía que las gallinas creyesen vivir en el Paraíso.
   Los alborotadores gallos, no hacían otra cosa que cantar desde lo más alto del gallinero y corretear detrás de las gallinas, con el único propósito de cumplir sus requiebros y demostrar así, su gallardía  frente a los demás gallos de la zona. También, a lo lejos, se oía el ladrido de varios perros que exaltados aullaban con desesperación; provocados por el incesante e irritante repique de campanas que provenía del cercano y prehistórico convento, el cual, era regentado por unas religiosas consagradas a la Orden de San José Obrero.




Capítulo I Episodio 1


Una soleada y tranquila mañana de mayo de 1971, Damián fue en busca de José y, desde la distancia, observó que este se hallaba sentado con las piernas despatarradas, bajo la sombra de una verde y florida acacia junto al borde de una de las recién creadas aceras y, estando un poco más cerca, se percató de que entre estas emergían una veintena de largas y verdiamarillas varas de mimbre, en cuyo extremo, en su parte más enaltecida, estaban atadas con un trozo de cuerda. La torneada base del cesto estaba  terminada y comenzaba a entretejer con sus ágiles y trabajadas manos las más largas, finas y flexibles mimbres. A su izquierda, a unos cincuenta centímetros de distancia, sobre las grisáceas y rugosas baldosas se hallaba abierta una «cabritera» de ennegrecidas cachas, hoja afilada y grandes dimensiones, que era utilizada con destreza por José, para recortar las mimbres; junto a ella, descansaba un paquete de Celtas largos con filtro y, sobre este, un plateado y metálico mechero de gasolina.
   Uno pasos antes de llegar se detuvo un instante para recolocarse la indumentaria:
   —Hola,  güenos días, compare —balbució el recién llegado.
   —Güenos están, sí que es verdá, ¿qué le trae tan de mañana por aquí? —respondió al tiempo que giraba la mirada hacia atrás quien, hasta entonces, se hallaba inmerso en la construcción de uno de los muchos cestos que utilizaba para el transporte y la venta de pescado, el mismo que abandonó la tarea cuando a sus espaldas escuchó y reconoció una voz que le resultaba familiar, el mismo que bajo la blanca y revirada gorra de visera que cubría su cabeza ocultaba, entre amarillenta y plateada, una tupida cabellera; el mismo que sobre su torso desnudo aún se podía ver una abundante y blanquecina pelambre; el mismo que, sobre su brazo derecho lucía tatuado el rostro de una bella mujer y bajo este una leyenda que decía: «Amor de madre». Y, más abajo, en el reverso del antebrazo, el rostro y el torso de una mujer desnuda; el mismo que, tenía su pantalón, de un suave y fino tergal color crema, remangado hasta la mitad de la pantorrilla; el mismo que, tenía sus grandes pies enfundados, sin calcetines, en unas cómodas y gastadas sandalias de cuero negro; el mismo qué, un rato antes había colgado su camisa de pequeños, claros y oscuros cuadros de una de las puntas que se hallaban clavadas en la parte alta del tronco de una de las acacias que habían sembrado en  una hilera en paralelo con las viviendas. Entre ambos existía una gran amistad desde la infancia, y, con el paso de los años, esta había ido a más; ya que tiempo atrás, Damián se había ofrecido para ser el padrino de su hijo pequeño.
   —Pos, la verdá, es que le traigo una noticia güena y otra mala.
   —¡Cómo asín!... ¿Ha ocurrio anguna desgracia?
   —No, no, compare…, tan solo se trata de que habemos acordao la comare y yo de dirnos  a viví a Madrí...  aquí es  mu difícil salí p'alante con tantas bocas que alimentá.
   —Sí, sí que es cierto…, en mi casa, si no fuera por el río y el picón…, lo que gano en las obras no mos llega pa jacé frente a la vía… Y, ¿cuál es la mala? —consultó con manifiesto desánimo.
   —Esa era la mala, compare... La güena, es que quiero dejále a cargo del chiscón…, por si acaso tenemos que vorvé y asín podé contá con él…, ¿si a usté le paéce bien, compare?
   —Está bien, ¿y con el ganao que va a jacé, usté?
   —No se precupe, compare…Ya lo tengo vendio, asín que tenga las llaves del candao y no permita que ningún extraño se adueñe.
   —Tranquilo. No se precupe usté por ello…, y si ha de regresá… ¡Cuente usté con su propiedá! —balbució—.  Y, ¿cuándo tién pensao  dirse, compare?
   —Mañana, si Dios quiere.
   Tras dar por terminada la conversación, se despidieron con un fuerte abrazo, y alguna que otra lágrima deslizándose por sus mejillas. José alzó los brazos y la mirada hacia el Cielo y sin importarle que otros les pudiesen escuchar: «Te ruego Señó que en  la capitá le vaya bien a mi compare y a toa su familia» —imploró, suspiró y sacándose un pañuelo de tela del bolsillo se enjugó las amargas  lágrimas.
   Un tiempo después, sentados en torno a la mesa camilla, esperando para comer.
   —Papa…, por qué no me da  usté la llave y le cuido yo el  chiscón a mi padrino.
   Mirándole de soslayo a través del rabillo del ojo, tras una espaciosa y sonora sonrisa.
   —Güena idea, hijo mío, pero allí hay que tené mucho cuidao de no rompé na: por si tié que vorvé el compare —balbució.
   —No se precupe usté por eso, papa… que ya me encargo yo de tó.
   Al día siguiente, reunidos en la plazuela del barrio, como siempre, junto al portal de Antonio:
   —¡A vé muchachos! Tengo una sorpresa —dijo elevando la voz, intentando acaparar su atención.
   —¿De qué se trata, Antonio? —preguntó Moreno.
   —Os tengo que decí…, que desde hoy…, tenemos un cuartel al que  debemos defendé cómo si fuera de nuestros padres... y, a cambio, podremos jugá y usarlo pa lo que queramos ¿Queda claro? —balbució y recalcó.
   —¿Y ónde está ese cuartel? —preguntó visiblemente emocionado, Leandro.
   —Seguirme —indicó Antonio, a la par que iniciaba una repentina y fugaz carrera.
   Una vez que atravesaron la última calle, estando frente a la barraca, les indicó que aquella sería el cuartel y, a continuación, la panda emprendió una súbita galopada para recorrer los escasos cincuenta metros que les separaban de aquel tentador lugar, al tiempo que gritaban exaltados: «¡Yupiii...yupiii! ¡Bien, Antonio, bieeeeennn!¡De chupilimanguiliiii!».
   Moreno, que era llamado cariñosamente así por ser este el apodo familiar, y no por el hecho de tener la piel o el pelo negro, era un chaval alegre y sociable. Antonio y él se conocían prácticamente de toda la vida y, a pesar de que Moreno contaba seis años menos, nunca fue ningún obstáculo para su amistad.
   Leandro, que acababa de cumplir los nueve, era otro de los chavales de la banda. Este lucía media melena de lacios y rubios cabellos y, además de mostrarse poco sociable, era introvertido y pendenciero.
   Al llegar a la puerta de la edificación, Antonio se puso en medio y, tras girarse sobre sus pasos: «Antes de entrá…, hay que hacé  un juramento y formá una banda…, y si alguien no quiere…, que lo diga ahora; pero que sepa…, que no volverá a  jugá con nosotros... Quién esté de acuerdo que levante la mano» —balbució, con voz atiplada. Y, tras comprobar que eran conformes, comenzó a nombrar los cargos que estos ocuparían, en función de su edad, en la recién instituida banda siguiendo para ello lo que este había visto en el recinto escolar.  —El patio del colegio era compartido con el cuartel militar que estaba ubicado en la ciudad, a escasos metros del colegio, donde cada día, Antonio, observaba ensimismado cómo la mayoría de los soldados desfilaban, mientras que los que pertenecían a la banda de música ensayaban, un poco más allá, junto a los servicios públicos, las marchas militares en el Parque de la Coronación—. Yo seré el capitán…; el Vicente, el teniente…; el Pedro, el sargento…; el Leandro, el médico y el Moreno su ayudante y todos los demás soldaos, ¿Queda claro? —balbució y, tras un breve silencio, se escuchó un largo, estridente y sonoro «¡ Sííí!», coincidiendo al unísono, una veintena de fieles y agitados mozalbetes.
   —¡Vale!, siendo asín…, ahora, tenéis que jurá por Dios y por vuestra madre…, que cuidaréis siempre del chiscón cómo si fuera de vuestros padres y que no romperéis nada ni dejaréis que otros lo hagan. ¿Estáis de acuerdo y lo juráis? —balbució.
   —¡Sí, lo juramos! —respondieron entusiasmados y enérgicamente.
   Acto seguido, abrió el candado y, al observar lo que había dentro, decidió desprenderse de todo aquello que no les sirviese y, sin pensárselo, se pusieron manos a la obra. Lo primero en sacar, fueron las conejeras; después, continuaron desmontando, con sumo cuidado, el resto de las instalaciones innecesarias, a la par que las iban depositando cuidadosamente sobre el tejado. —Con el fin de preservarlo en buen estado, por si acaso regresaba su padrino.
   Así fue como la barraca  se convirtió de la noche a la mañana en el Cuartel General de la recién creada y organizada banda, compuesta por una veintena de fieles, bravos y obedientes guerreros, cuya edad estaba comprendida entre los doce años del capitán o el teniente y los cuatro del más pequeño, este último sobrino del «capitán» Hinojal-Sánchez. En su tiempo libre, Antonio, además del cuidado de los sobrinos, se encargaba de ir a echar de comer y liberar durante un par de horas o tres al día a los seis perros que su cuñado utilizaba para la caza, los cuales permanecían atados a sus correspondientes casetas. —Un bidón de chapa, de los utilizados para el agua en las obras, tumbado en el suelo y con un agujero que les permitía la entrada para descansar sobre una mullida y cálida capa de borra. Estos, a su vez, estaban anclados al suelo con un cable acerado y, sobre la techumbre, varias piedras para evitar que el aire los desplazara, además de estar al resguardo junto a una pared de piedra que mediaba entre un prado y la plazuela.



Capítulo I Episodio 2


Un mes después la migración de Damián, comenzaron las ferias y fiestas de la ciudad. Antonio disfrutaba de lo lindo recorriendo el recinto ferial en compañía de sus padres y hermanos, durante los cuatro días que estas duraban. Aquellas atracciones, ejercían sobre él un enorme deseo y anhelaba subirse en todas, aunque, al mismo tiempo, era consciente de que tendría que conformarse con disfrutar solo de las que sus progenitores consideraban de menor riesgo y, porque era sabedor de la exigua liquidez familiar, este lo aceptaba de buen grado y trataba de disfrutarlas a través de su propia imaginación. Caminando por el ferial, llegaron hasta la calle de las casetas que estaban destinadas a la alimentación. En las que estaban situadas a mano izquierda, se podían adquirir gran variedad de productos: patatas fritas, churros, gambas cocidas, trozos de coco, chufas, encurtidos, escabeches e infinidad de frutos secos; las situadas a la derecha del paseo, se dedicaban a vender, sobre todo, turrón de cacahuetes, el cual, venía en unos bloques grandes y estos eran troceados a golpe de hacha de cocina. Al final de la calle, se encontraban las casetas dedicadas al tiro con escopetas, dardos y arcos, además de una caseta dedicada a servir bebidas y comidas… Aprovechando que sus padres estaban tomando un refrigerio, observaba con detenimiento la caseta del tiro con arco, abstraído por completo e imaginando a su banda armada al estilo de Robin Hood para defender el acuartelamiento e incluso para cazar, como él había visto en alguna película de indios… Y, como colofón de las ferias y fiestas, justo al día siguiente de terminar estas, en casa de los  Hinojal-Sánchez celebraban una pequeña fiesta por el cumpleaños de su hijo menor y, una semana después de concluir las ferias, comenzaban las vacaciones estivales en el colegio y, por tanto, se presentaba la ocasión de pasar un divertido y entretenido verano para él y su pandilla. —Contaría con tres meses por delante para llevar a cabo todas aquellas ideas que fluían en su perspicaz y fantasiosa cabeza.
   Primer día sin colegio, a primeras horas de la mañana junto al «cuartel general»:
   —¡Atención! Todos atentos… Hoy, vamos a ir a cortar retameras…, y, aluego, más tarde, en busca de gamonitas —Planta erecta, de tallos huecos que pueden alcanzar hasta un metro de altura—. ¿Queda claro?
   —Antonio, ¿ y qué vamos hacé con eso? —curioseó Leandro.
   —¡Tú! —indicó, señalando a Moreno—, entra en el chiscón y coge el hacha y el serrucho que están en el cajón grande…, y date prisa…: que entoavía queda mucho por andar.
   —A la orden mi capitán —respondió ágil y enérgicamente con un pie dentro y el otro aún fuera de la barraca…, y, «en menos de lo que canta un gallo», ya estoy aquí —notificó Moreno, al tiempo que le mostraba las citadas herramientas, elevando una en cada mano.
   Tras cerrar la puerta, echar el candado e introducir la llave por el hueco que en su día utilizaban las gallinas cada vez que a estas les apetecía entrar o salir, emprendieron el camino sin más demora hasta llegar al lugar en que abundaban las retamas grandes, en las inmediaciones de la encina Peo, y después de mandar cortar y desbrozar aquellas que a él le parecieron idóneas:
   —¡A vé! vosotros tres —dijo señalando a Leandro, Miguel y Julio—. Llevá estos palos al Cuartel General y quedarsos allí hasta que yo llegue.
   —¡Jodél!, ¿y por qué, yo? —reprochó entre dientes,  Leandro.
   —Porque yo lo digo ¿Te parece bien? —recalcó.
   —Sí, vale. Ya sabemos que es siempre lo que tú digas…
   —¡Seguirme! —indicó a los demás—, que sé un sitio donde hay muchas gamonitas. —Y después de recoger, solo aquellas varas que eran rectas y de la temporada anterior—: ¡Vámonos, ya!…, que con estas tenemos de sobra
   Al retornar al punto de partida, sin previo aviso, salió corriendo hacia la piconera. —Pequeño almacén que tenía, José, para guardar las redes y el picón—, y al observar que la puerta estaba abierta de par en par, una vez allí, se tranquilizó al comprobar que su padre en el interior:
   —Hola, papa —dijo a la vez que le daba un par de besos.
   —¡De qué vendrás juyendo, Pirata! —exclamó con tono afectivo y suave.
   —Papa, ¿puedo cogé la alambre y el ovillo de cuerda?
   —¿Pa qué lo quieres?
   —Pa hacé arcos y flechas.
   —¿Y pa qué son esos achiperres, hijo?
   —Pa jugá y cazá.
   —La verdá hijo…, es que cada día me sorprendes con tus ocurrencias      —dijo con tono burlesco—. Pués llevátelo, pero escucha bien lo que te voy a decí: no se te ocurra cazá gatos, perros, gallinas ni ningún otro animal que tenga amo. Porque, si no es asín, te meto una zurra que te cagas por las patas pa'bajo.
   —No se precupe usté, papa, solo cazaremos pájaros y conejos de campo.
   —Y ten mucho cuidao de no jerí a naide. ¿T'has enterao bien?
   —Sí, papa. No se  precupe uesté.
   Una vez recogido el material, y un par de sacos de yute, se enfiló hacia el acuartelamiento emprendiendo una precipitada y veloz carrera para continuar con los planes previstos.
   —¡Moreno, coge la hoz y vente conmigo! —ordenó enérgicamente, tras retornar.
   —¿A ónde vamos a ir? —interpeló con voz tranquila, Moreno.
   —¡Venga!... Date prisa y no preguntes tanto ¡Jodé!
   —Es que me tengo que ir a comé enseguía…, que aluego, si llego tarde me riñe mí padre.
   —Pero, mi niño, si no vamos a tardá na…, es solo pa segá un poco de yerba…, pa llená estos sacos con ella.
   —¡Vale!… iré contigo, pero en cuantito que sea la hora de comé…: me voy pa mi casa.
   Una vez conseguido el objetivo se marcharon prestos a comer, con el fin de volver a reunirse después de la siesta, a eso de las cinco.
   La tarde estuvo animada y laboriosa, sobre todo, para Antonio, ya que él se tuvo que encargar de construir los arcos y la mayoría de las flechas.  El suyo, además lo adornó con unas plumas de gallina negra, dándole así el aspecto de ser el arco de un Jefe Indio y después de realizar varios tiros y comprobar  que las flechas no se dirigían en línea recta: «¿Qué pasará si le pongo un poquino más alambre en la punta?» —pensó.
   —Moreno, trai las estenazas que están en el cajón de herramientas y traime también el royo de alambre que está en el tejao.
   Antonio tomó una de las varas de gamonita y sujetándola entre las dos rodillas; tras darle cinco o seis vueltas, cortó y apretó el alambre con las tenazas:
   —A vé…, si ahora hay más suerte —manifestó Antonio, al tiempo que, de un salto, se puso en pie y ordenaba que le acercasen su arco.
   A continuación,  tensó el arco con todas sus fuerzas y, apuntando hacia un milano que sobrevolaba la zona, a la altura de los tejados, efectuó el disparo e impacientemente recorrió con la mirada varias veces la distancia entre el objetivo y la trayectoria de la vertiginosa saeta, mientras que, con los ojos como platos, observaba abstraído cómo esta se abría paso en línea recta hacia la oscura silueta, que en aquel instante surcaba los aires justo por encima de donde él se encontraba. Unos segundos después, fue testigo de cómo la flecha impactaba contra la rapaz y de cómo esta abandonaba a toda prisa el lugar después de haber recibido el inesperado impacto, dejando tras de sí una estela de plumas que se precipitaban suavemente en zigzag simulando el vaporoso y pausado vuelo de las mariposas.
   —¡Vaya hoctia que las metio, tío! —gritó eufóricamente Vicente, mientras que los demás aplaudían sin salir de su asombro.
   Tomó una vara de gamonita e introdujo la punta con la cabeza hacia atrás y prosiguió dándole cuatro o cinco vueltas con el alambre, y después de apretarlo cortó el sobrante con las tenazas.
   —¡Vamos a vé si hay suerte ahora! —gritó al tiempo que apuntó y disparó sobre uno de los sacos que haría las veces de diana.
   Le bastaron un par de segundos, para ser consciente de que algo había salido mal; la flecha había rebotado en el saco y yacía en el suelo junto a este sin más. Antonio corrió desesperadamente con la intención de descubrir cuál era la causa de su fallido intento, mientras que los demás se quedaron estáticos y en silencio, sin saber cómo reaccionaría este después de su segundo fracaso. Pero, para sorpresa del grupo, este regresó junto a ellos con una amplia sonrisa dibujada en su faz:
   — ¡Ya sé lo tengo que hacé!... Un poquino más de alambre…, y, ya está... Espérarme aquí   —ordenó—, que voy a la piconera y vengo enseguía…
   Diez minutos después, regresó portando un puñado de puntas de 17x70 mm.
   —¿Pa qué son las púas, Antonio? —interrogó Moreno.
   —Me s'ha ocurrío una idea.
   Los demás quedaron impávidos mientras observaban cómo este introducía en la gamonita una punta, con la cabeza hacía atrás y, calculando hasta donde llegaba la testa, cortó un trozo de alambre y justo detrás hizo un torniquete, y poniéndose en pie de un salto, se dispuso a comprobar si había merecido la pena tanto quebradero de cabeza. Pidió el arco de nuevo, apuntó hacia el saco, giró la cabeza hacia la derecha, cerró los ojos y efectuó el disparo, unos segundos después, el griterío y los aplausos de los integrantes de la banda le hicieron comprender que esta vez sí lo había logrado y regresó junto a estos caminando erguido, con los pulmones henchidos a rebosar y mirando en todas direcciones: sin tratar de disimular la emoción que le embargaba.
   Aquella tarde, el tiempo transcurrió de manera vertiginosa y, sin apenas darse cuenta, la oscuridad vespertina invadió por completo el lugar. Después de recoger y colocar las armas en el interior del acuartelamiento se despidieron y acordaron reunirse al día siguiente, como de costumbre, en la plazuela.
   El primero en aparecer en el lugar acordado fue Antonio. Y lo hizo acompañado de un cuaderno, un lapicero y dos cartones cuadrados; de unos cincuenta centímetros de lado, bajo el brazo, pegados al cuerpo. —En ellos había dibujado unos círculos de distinto tamaño, además de haberles pintado con diferentes colores—. Un par de minutos después, apareció Moreno, y, a eso de las nueve y cuarto, el resto:
   —Buenos, días Antonio, ya estamos todos —saludó Leandro, siendo este el último en llegar.
   —Hoy…, vamos a prepará un campo de tiro…, y vamos a vé quien tiene más puntería          —comunicó sin más.
   —¿A qué estamos esperando entonces? —irrumpió Pedro, con voz de pito.
   —¡Adelante, seguirme! —gritó Antonio, al tiempo que emprendía una apresurada carrera, los demás siguieron tras él, al trote, exaltados y gritando enérgicamente: «¡Bien!, ¡Bien!, ¡Bravo!, ¡Vivaaaa!», y, al aproximarse al acuartelamiento: «¡Venga! sacá los arcos, los sacos de yerba, el ovillo de cuerda y la hoz» —ordenó impetuosamente, y, una vez cumplido el mandato, tomó la madeja y se dispuso a medir la circunferencia de los sacos para asegurarse por dónde tendría que cortar la sirga y, a continuación, perforó los cartones por las cuatro esquinas, a una distancia de unos diez centímetros de los extremos hacia el interior. Posteriormente, introdujo el cabo por los orificios, con el fin, de amarrarles por detrás y lograr sujetar las dianas en los costales y, seguidamente, se dispuso a contar treinta pasos para situar la línea de tiro, dando para ello las zancadas tan grandes como le permitían sus largas y musculosas piernas,  y, una vez concluido, se dispuso a comprobar la eficacia del arco así como su propia destreza. Efectuados varios y fallidos intentos…, al comprender que ni el arco ni él eran tan eficaces como había presupuesto, determinó que sería mejor reducir la distancia, y la fue disminuyendo, de cinco en cinco pasos, hasta que al fin, pudo fijar la línea de tiro a unos quince pasos: a esa distancia, el arco era efectivo y dedujo que lo de acertar en las dianas sería cuestión de práctica.
   —¡A vé, escucharme bien! —chilló, tratando de llamar la atención de los nerviosos e impacientes arqueros—. Iremos tirando las flechas por edades y de dos en dos, primero los grandes…, y cuando tiremos las diez flechas cada uno, tienen que ir a recogerlas los siguientes en tirar y asín hasta el final… ¿Queda claro?... Y, en esta libreta, apuntaré todos los puntos que consiga cada uno…, y el que gane…, puede decí a ónde vamos o, a qué jugamos esta tarde..., ¿estáis de acuerdo? —balbució e informó.
   —¡Sííí, jefe!, lo que mande el capitán —contestaron la mayoría casi al unísono.
  Aunque sin aciertos, la competición arrancó bien: para sorpresa de los mayores. Los problemas, por decirlo de algún modo, surgieron en el turno de los alevines: estos no disponían de suficiente fuerza para tensar los arcos que habían sido elegidos para llevar a delante el evento. Al percatarse del asunto, Antonio dictaminó que realizasen el tiro con sus propios arcos, ya que estos habían sido construidos con ramas más delgadas y flexibles; pero la cosa no quedó solo ahí, tras realizar el primer intento, se dio cuenta que la eficacia de los arcos era también menor y trató de solucionarlo: restando la distancia de la línea de tiro para los más pequeños. Y, tras realizar varias pruebas y acortamientos, comprobó que tanto los arcos como los arqueros eran aptos a  ocho pasos: así que decretó que la línea de tiro quedaba fijada en quince para los mayores de once años, y, en ocho para el resto de participantes. Y, una vez solventados los contratiempos, disfrutaron de lo lindo el resto de la mañana. Sin importarles lo más mínimo que, aquel día, lo único que se anotó en el cuadernillo fueron los nombres de los participantes: ya que no solo fueron incapaces de acertar en las dianas, sino que ni siquiera lo hicieron en los sacos.
   Durante los quince días, la banda al completo, se empleó a fondo en la práctica y el ejercicio del tiro con arco. Los pasaron disfrutando, entre risas y decepciones y entre fallos y aciertos…, hasta que su destreza y el número los aciertos adquirieron la deferencia de aceptable. Fue, entonces y no antes, cuando: «Mañana iremos a cazá» —reveló Antonio, y tras el efusivo revuelo que provocó la noticia…, un par de minutos después—:«¡El que no esté en la prazuela!, a la hora acordada…, ¡se quedará en tierra!... ¿Está claro?» —advirtió antes de disgregar la reunión.
   —¿A qué hora, Antonio? —demandó alzando la voz Moreno.
   —¿Estás tonto, mi niño? A las nueve y media, como siempre —gritó, volviendo la vista hacia atrás, antes de desaparecer por las escaleras del portal.
   —Era solo pa no llegá tarde —respondió con tono triste y suave, mientras se despedía de él, agitando la mano.



Capítulo I Episodio 3


Amaneció un fastuoso y radiante día y, tras constatar que la banda al completo estaba presente en la plazuela: «Cómo ya sabéis…, hoy toca día de caza; pero antes..., os tengo que  decí que no se puede dispará a ningún animal que tenga dueño..., ni a ninguna persona, y que tenemos que  tené mucho cuidao de no clavarnos ninguna flecha ¡Y el que no quiera cumplí las órdenes, le echo de la banda! ¿Está claro?».
   —¿Y qué vamos a cazá entonces? —preguntó, poniendo cara de desagrado, Leandro.
   —Solo cazaremos pájaros, conejos y bichos que no sean de nadie —respondió, con tono seco y malhumorado.
   —¿Y aónde vamos a ir? —irrumpió de nuevo Leandro.
   —Vamos a ir a la fuente que está junto al portillo de Valcorchero, a los vivales que hay endentro de los zarzales.
   Después de informar a la tropa condujo sus pasos hasta las casetas de los perros y, tras agacharse, liberó al macho alfa para que este les acompañase en su primer día de caza y, a continuación, se encaminaron en tropel hacia las coordenadas indicadas. Faltaban aún más de quinientos metros para llegar cuando alzando la mano ordenó detener la marcha:
   —¡Shsss! ¡callarse coño! —decretó con un liviano tono de voz—. A partí de ahora hay que ir en silencio pa que los conejos no se escondan en sus cuevas.
  Un momento después, reanudaron el paso con tanto sigilo como el felino que espera sorprender a su presa. Apenas faltaban cien metros para llegar al manantial cuando se quedaron estupefactos al observar la presencia de un nutrido y diversificado grupo de conejos que, ajenos a lo que se les venía encima, estaban dedicados en cuerpo y alma a satisfacer las necesidades más básicas: unos roían y degustaban afanosamente las tiernas y frescas briznas de hierba que brotaban junto a la fontana; otros, en cambio, saciaban la sed en el chorro de agua que fluía por el rebosadero junto a las zarzas, mientras que  una treintena de gazapillos y medios-conejos jugaban despreocupados entre las retamas y las coloridas y perfumadas matas de cantueso. Unos y otros actuaban así confiando en la experiencia de un macho adulto que  oteaba el horizonte, erguido sobre sus patas traseras, desde lo alto de un montón de piedras. De súbito,  el macho alfa emprendió la cacería por su cuenta y riesgo. El escamado roedor olisqueó  la presencia de los intrusos y, dando un salto, comenzó a chillar para dar la voz de alarma a la par que velozmente emprendía la huida hacia la madriguera. El tropel organizado tanto por los que huían como por el que les perseguía se  podía oír a varios cientos de metros. Entre el caos, destacaba el incesante, eufórico y agudo ladrido que ponía de manifiesto la ansiedad y el entusiasmo que embargaban al astuto y adiestrado perro. Al cabo de un poco, este comprendió que el factor sorpresa no sería suficiente para salirse con la suya. Por un lado, al ser tan elevado el número de conejos y correr estos en todas direcciones; por el otro, él estaba acostumbrado a cazar en grupo y, como consecuencia, al admitir su fracasado intento: desistió de seguir gastando la menguada energía, dirigió una opaca mirada hacia el arquero mayor y comenzó a jadear con excesiva sonoridad como si estuviese reclamando algún premio. Antonio se dirigió hacia  él y, poniendo una rodilla en tierra: «Te estás haciendo viejo, mi niño; pero no te precupes: tú siempre serás el jefe de la manada» —le dijo al oído, mientras le pasaba la mano por el lomo y, tras achucharle contra su pecho, se reincorporó, se tocó la barbilla con la mano, indicó a los demás—: «Tenemos que escondernos y no hacé ni un solo ruido pa que los conejos salgan otra vez». Unos minutos después, la calma se fue adueñando del lugar; pero aún así, de nada sirvió el permanecer en silencio y estáticos, como suelen hacer las estatuas de bronce que por doquier adornan plazas y jardines en pueblos y grandes urbes, por espacio de dos horas y, tras darse por vencido, al comprobar que los roedores no hacían mención alguna para dar señales de vida, además de que, por la señales que le enviaba el estómago, presentía que iba siendo la hora de ir a comer.
   —¡Vámonos pa casa, mañana será otro día! —indicó con rabia, Antonio.
   Durante el retorno, lo acontecido hizo surgir la conversación.
   —La culpa ha sio del Moro —soltó sin más Leandro.
   —No, no. Ha sio del cabrón del conejo que salió corriendo y chillando —alegó Moreno.
   —Callaros ya ¡coño!..., qué más da quien haiga tenío la culpa ¡Jodé! —reprendió Antonio.
   Al percibir el discrepante talante del «capitán», ni siquiera fue necesario decir que sería mejor guardar silencio: ya que los enfados de este se erradicaban con rapidez.
   Por la tarde, después de haber estado entretenidos jugando por las inmediaciones del «cuartel general», acercándose la hora de dar por finalizada la jornada:
   —Mañana me levantaré a las siete de la mañana pa ir otra vez a cazá —balbució y expuso mirando a  Pedro y Vicente—. Si queréis vení... ya sabéis la hora y el lugá de partida; pero mañana, iremos sin el perro: pa que no nos pase como hoy.
   —Estoy de acuerdo —respondió en primer lugar Pedro, el vecino de enfrente.
   —Yo, tengo que preguntárselo a mis padres y si me dejan voy  —advirtió Vicente.
   Tras pasar la noche, una vez reunidos, se pasaron a recoger los arcos y, a continuación, emprendieron la marcha ladera arriba, a buen ritmo, para llegar cuanto antes al lugar. En esta ocasión tomaron la precaución, no solo de ir sin hablar, sino también intentar hacer el menor ruido posible. Aun así, de poco les sirvió, ya que los astutos conejos, además de utilizar la vista y el oído para librarse de cualquier amenaza, contaban a su favor con un fino y preciso olfato. Algo con lo que no contaba Antonio. Haciéndole ver una vez más, que para cazar no bastaba solo con la intención. Después de permanecer durante una hora en silencio e inmóviles; tras darse por vencido, tomó la decisión de asumir el nuevo y fallido intento cómo una derrota más y, tras un leve y rápido movimiento de cabeza, sin necesidad de hablar, les indicó que había llegado la hora de abandonar el lugar.
   De regreso a casa, observó que tras una de las retamas se encontraba agazapado un hermoso conejo se detuvo en seco  y, extremando las precauciones, agachado comenzó a caminar como si se tratase de una  repetición de moviola futbolística, logró situarse a una decena de metros del animal y, con mucha discreción, se fue reincorporando al tiempo que iba colocando la flecha a la vez que posicionaba y tensaba el arco hacia el relajado y absorto animal y al soltar «¡Siussss!» —silbó, mientras cortaba el aire la vertiginosa saeta, durante una par de segundos y, al instante, se escucharon los estrepitosos y desesperados chillidos que emitió el desdichado conejo al haber sido alcanzado de lleno en la cabeza. Seguidamente, retumbó un enérgico «¡Bieennnnn!», tras el cual, Antonio partió hacia el conejo y, viendo que este había emprendido la huida desorientado y con muy poca energía, corrió tras él hasta darle alcance. Una vez en sus manos, al advertir que aún seguía con vida, le remató dándole un golpe detrás de las orejas, como él mismo había observado hacer  tiempo atrás a su padrino.
   —¡Jodel, que puntería tienes! —balbució con frenesí, Pedro—. Eres el mejó de toa la banda.
   —Por algo es el capitán —afirmó con vehemencia Vicente.
   —Bueno…, bueno. También ha sio un poquino de suerte —admitió Antonio.
   —Ya…, pero tú sabes más y por eso eres el jefe de la banda —zanjó Vicente.
  Al llegar al barrio, observó que la puerta de la piconera estaba entreabierta y, pensando que allí podría estar allí su padre, condujo sus pasos hasta el lugar y, a unos dos metros de la puerta, se detuvo un momento, tomó todo el aire que le cupo en los pulmones e hinchando el pecho prosiguió el camino levantando el conejo con su mano derecha y se puso frente a la puerta: «Mire, papa, lo que he cazao» —chilló con agitación y energía.
   —¡Mu bien, hijo mío! ¡Ole tus güevos! Estas hecho un güen cazaó… Déjalo aquí…: que ya lo llevo yo, aluego, pa casa.
   Antes de abandonar la piconera, refirió con todo lujo de detalles, valiéndose de su capacidad soñadora, la estrategia utilizada para capturarle.
   —Bueno, papa, si lo lleva usté a casa…, entonces ya me voy a jugá  —alegó, al tiempo que le daba un par de besos como despedida.
   A los pocos minutos, regresando de la tienda de ultramarinos, Manuela, al percatarse de que la portezuela continuaba abierta, decidió comprobar si había alguien en su interior.
   —¿Qué haces ahí, marido? —lanzó a modo de saludo.
   —Aquí, preparando las redes pa mañana. ¡Mira lo ca'traío el Pirata! —respondió, a la par que con el dedo índice señalaba la pieza abatida por su hijo.
   —¡Uy, la madre que le parió! ¿De ande habrá sacao ese hermoso conejo? —balbució contenta a la vez que extrañada.
   —Güeno, él cree que la cazao con el arco porque tiene mucha puntería; pero la verdá es bien distinta: el bicho tié la morrina. —Mixomatosis—. ¿No ves que tié la cabeza jinchá?                —respondió con tono irónico.
   —Sí, sí que lo veo. Y, si él es felí, ¿qué importa cómo lo haiga cazao?
   —La  verdá es que tiés toa la razón; pero la pena es que no mos lo poamos comé… ¡Qué rico habría estao el condenao guisao con unas patatas estofás!
   En el barrio, Antonio había contado con infinidad de detalles su fructífera cacería a todo ser viviente con el que este se había encontrado, e incluso lo estaba reviviendo en casa junto a sus hermanos: que atónitos no daban crédito a la aventura que este trataba de contarles, ya que eran conscientes de la imaginación y fantasías que gozaba.
   —Menos lobos caperucita —sugirió Azucena.
   —Ya verás cuando venga papa y veas el conejo…, a vé que dices aluego, lista, que tú te crees que eres mu lista y, aluego, no sabes na
   En esos instantes, al abrir y entrar en casa Manuela y José, irrumpían la conversación.
   —¡Venga! dejaros ya de tanta chachara…, y ir poniendo la mesa…, que vamos a comé enseguía —balbució e indicó Manuela..
   —Papa, papa…, enseñe el conejo, que estas no me quieren creé.
   —Ya no lo tengo, hijo.
   —¿Pos cómo asín?..., ¿a ónde está?
   —Tu madre hijo, que se la dao a una mujé que l'ha dicho que no tenían pa comé —mintió para no herir los sentimientos del arquero mayor, en realidad: lo había tirado él mismo antes de subir a casa.
   —Bueno, está bien, papa… Ya iré otro día a cazá… ¡Qué allí hay muchos!
   —Sí, hijo..., ya iras; pero tendrás que tené mucho cuidao, ya qué: si te ven los civiles con angún conejo en las manos, tendremos que pagá una güena murta.
   —No se precupe por eso, papa…, me llevaré la cartera, y asín creerán que vengo de la escuela.
   —Asín me gusta hijo mio, ¡Eres más listo que'l jambre!
   —Papa…, pa algo tiene que serví la escuela, ¿no?
   —Conque no te metas en líos, será suficiente hijo mío.
   —Ya quisieran muchos tené un hijo tan listo, tan cariñoso y tan obediente como el mi Antonio —manifestó desde la cocina Manuela—. Anda, hijo mío, vete a lavá las manos…, que, a sabé con lo que habrás andao hoy...
   —Y, a los demás muchachos tené unos padres tan buenos como los míos.
   El verano estaba dando los últimos coletazos y, por lo tanto, estaba a punto de comenzar el curso escolar. Antonio deseaba reencontrarse con sus compañeros para referenciar los avatares transcurridos durante esos tres meses; en realidad, lo que a él le gustaba no era más que la diversidad de juegos e historias que allí intercambiaban, además de la posibilidad de observar a los militares que ensayaban el desfile procesional acompañados por un gran carnero. El cual, lucia dos vueltas de retorcida cornamenta que era sustentada con gracia y orgullo por el experto animal mientras desfilaba. Antonio disfrutaba, además de viendo como cornudo animal devoraba los restos de bocadillos y todo aquello que le ofrecían los chiquillos o incluso alguna que otra colilla que se agenciaba el astado por cuenta propia, o bien contemplando las embestidas que el lanudo emprendía, como si fuese un toro bravo, entrando a matar haciendo caso a cualquier envite realizado por los soldados y, mientras el borrego derrochaba energía y bravura. Antonio se acercaba hasta una distancia prudencial para escuchar aquella música que le atraía de manera especial. Permanecía atento y en silencio, tratando de captar con precisión los tonos y poder diferenciar los distintos toques mientras  este se dejaba llevar por la imaginación… Y, del mismo modo, mediante el sonido, su ilusión era interrumpida al llegar hasta sus oídos el inconfundible toque de silbato que daba por finalizada la hora de ocio y descanso. Era percibir el descompasado estrépito y emprendía una fugaz carrera, ya que si llegaba con retraso recibiría el castigo que el maestro considerase apropiado: en función del tiempo de demora. —Por aquellas fechas, bajo el régimen del General Franco no solo en las escuelas, sino en toda España, la disciplina estaba al orden del día. En los colegios tenían por sistema, además de que los chavales estudiaban  separados por género, antes de entrar a clase tenían que formar filas, al estilo militar y, una vez en las aulas, les hacían cantar el «Cara al Sol»—. Tras el pitido y la rauda respuesta, una vez acomodado en el pupitre, con la mirada fija, y los ojos como platos, permanecía atento a lo que el docente trataba de exponer, y este al observar el brillo de los ojos del alumno, daba por hecho que se debía a lo que él estaba dibujando y explicando a pie del encerado, pero nada más lejos de la realidad: él continuaba ensimismado en sus fantásticas y divertidas aventuras internas: «Ah, ya sé. Esta tarde, cuando salga mi padre de trabajá le diré que si puedo cojé un par de latas de esas que usa pa apagá en picón».  A mediodía, al salir de clase, este se dirigió directamente hacia el «cuartel general» y, una vez allí, cogió el hacha para cortar unos trozos de retama, después se encaminó hacia casa, subió las escaleras de tres en tres, tiró del cordón para abrir la puerta, se adentró en la cocina para coger un cuchillo y comenzó a darles forma.
   A la mañana siguiente —sábado—, a eso de las nueve, apareció en la plazuela, portando una enorme lata en cada mano.
   —Antonio, ¡¿pa qué son esos calambucos?! —inquirió Susi, el hermano pequeño de Pedro.
   —Según tú, ¿pa qué crees pueden valé?
   —Pa i a buscá agua —manifestó el pequeño.
   —¿Y aparte de eso pa qué más?
   —Pos, pa hacel lumbre en dentro.
   —¿No, se te ocurre na mejó?
   —Pos, ¡No! —gruñó con tono seco y enojado.
   —Hay que aprendé a tocá el tambó como hacen los soldaos... y, cuando vayamos a los sitios, iremos en filas y tocando  como lo hacen ellos…
   —¡Ah! Vale.
   —Antonio, ¿ y aónde están los tambores? —insistió de nuevo.
   —¡Jodé!, que torpe eres…, ya t'he dicho, que las latas son los tambores.
   —¡Ah! Vale.
   «¡Jode!, menos mal que estoy yo pa pensá… ¡Qué si no!».
   Desde mediados de enero y hasta finales de febrero, lo pasaron entre risas, juegos y el estrepitoso, e incesante sonido de los rudimentarios instrumentos musicales. El tiempo, a su vez, fue avanzando con diversos cambios meteorológicos.