Una
soleada y tranquila mañana de mayo de 1971, Damián fue en busca de José y,
desde la distancia, observó que este se hallaba sentado con las piernas
despatarradas, bajo la sombra de una verde y florida acacia junto al borde de
una de las recién creadas aceras y, estando un poco más cerca, se percató de
que entre estas emergían una veintena de largas y verdiamarillas varas de
mimbre, en cuyo extremo, en su parte más enaltecida, estaban atadas con un
trozo de cuerda. La torneada base del cesto estaba terminada y comenzaba a entretejer con sus
ágiles y trabajadas manos las más largas, finas y flexibles mimbres. A su
izquierda, a unos cincuenta centímetros de distancia, sobre las grisáceas y
rugosas baldosas se hallaba abierta una «cabritera» de ennegrecidas cachas,
hoja afilada y grandes dimensiones, que era utilizada con destreza por José,
para recortar las mimbres; junto a ella, descansaba un paquete de Celtas largos
con filtro y, sobre este, un plateado y metálico mechero de gasolina.
Uno pasos antes de llegar se detuvo un
instante para recolocarse la indumentaria:
—Hola,
güenos días, compare —balbució el recién llegado.
—Güenos están, sí que es verdá, ¿qué le trae
tan de mañana por aquí? —respondió al tiempo que giraba la mirada hacia atrás
quien, hasta entonces, se hallaba inmerso en la construcción de uno de los
muchos cestos que utilizaba para el transporte y la venta de pescado, el mismo
que abandonó la tarea cuando a sus espaldas escuchó y reconoció una voz que le
resultaba familiar, el mismo que bajo la blanca y revirada gorra de visera que
cubría su cabeza ocultaba, entre amarillenta y plateada, una tupida cabellera;
el mismo que sobre su torso desnudo aún se podía ver una abundante y
blanquecina pelambre; el mismo que, sobre su brazo derecho lucía tatuado el
rostro de una bella mujer y bajo este una leyenda que decía: «Amor de madre».
Y, más abajo, en el reverso del antebrazo, el rostro y el torso de una mujer
desnuda; el mismo que, tenía su pantalón, de un suave y fino tergal color
crema, remangado hasta la mitad de la pantorrilla; el mismo que, tenía sus
grandes pies enfundados, sin calcetines, en unas cómodas y gastadas sandalias
de cuero negro; el mismo qué, un rato antes había colgado su camisa de
pequeños, claros y oscuros cuadros de una de las puntas que se hallaban
clavadas en la parte alta del tronco de una de las acacias que habían sembrado
en una hilera en paralelo con las
viviendas. Entre ambos existía una gran amistad desde la infancia, y, con el
paso de los años, esta había ido a más; ya que tiempo atrás, Damián se había
ofrecido para ser el padrino de su hijo pequeño.
—Pos, la verdá, es que le traigo una noticia
güena y otra mala.
—¡Cómo asín!... ¿Ha ocurrio anguna
desgracia?
—No, no, compare…, tan solo se trata de que
habemos acordao la comare y yo de dirnos
a viví a Madrí... aquí es mu difícil salí p'alante con tantas bocas que
alimentá.
—Sí, sí que es cierto…, en mi casa, si no
fuera por el río y el picón…, lo que gano en las obras no mos llega pa jacé
frente a la vía… Y, ¿cuál es la mala? —consultó con manifiesto desánimo.
—Esa era la mala, compare... La güena, es
que quiero dejále a cargo del chiscón…, por si acaso tenemos que vorvé y asín
podé contá con él…, ¿si a usté le paéce bien, compare?
—Está bien, ¿y con el ganao que va a jacé,
usté?
—No se precupe, compare…Ya lo tengo vendio,
asín que tenga las llaves del candao y no permita que ningún extraño se adueñe.
—Tranquilo. No se precupe usté por ello…, y
si ha de regresá… ¡Cuente usté con su propiedá! —balbució—. Y, ¿cuándo tién pensao dirse, compare?
—Mañana, si Dios quiere.
Tras dar por terminada la conversación, se
despidieron con un fuerte abrazo, y alguna que otra lágrima deslizándose por
sus mejillas. José alzó los brazos y la mirada hacia el Cielo y sin importarle
que otros les pudiesen escuchar: «Te ruego Señó que en la capitá le vaya bien a mi compare y a toa
su familia» —imploró, suspiró y sacándose un pañuelo de tela del bolsillo se
enjugó las amargas lágrimas.
Un tiempo después, sentados en torno a la
mesa camilla, esperando para comer.
—Papa…, por qué no me da usté la llave y le cuido yo el chiscón a mi padrino.
Mirándole de soslayo a través del rabillo
del ojo, tras una espaciosa y sonora sonrisa.
—Güena idea, hijo mío, pero allí hay que
tené mucho cuidao de no rompé na: por si tié que vorvé el compare —balbució.
—No se precupe usté por eso, papa… que ya me
encargo yo de tó.
Al día siguiente, reunidos en la plazuela
del barrio, como siempre, junto al portal de Antonio:
—¡A vé muchachos! Tengo una sorpresa —dijo
elevando la voz, intentando acaparar su atención.
—¿De qué se trata, Antonio? —preguntó
Moreno.
—Os tengo que decí…, que desde hoy…, tenemos
un cuartel al que debemos defendé cómo
si fuera de nuestros padres... y, a cambio, podremos jugá y usarlo pa lo que
queramos ¿Queda claro? —balbució y recalcó.
—¿Y ónde está ese cuartel? —preguntó
visiblemente emocionado, Leandro.
—Seguirme —indicó Antonio, a la par que
iniciaba una repentina y fugaz carrera.
Una vez que atravesaron la última calle,
estando frente a la barraca, les indicó que aquella sería el cuartel y, a
continuación, la panda emprendió una súbita galopada para recorrer los escasos
cincuenta metros que les separaban de aquel tentador lugar, al tiempo que
gritaban exaltados: «¡Yupiii...yupiii! ¡Bien, Antonio, bieeeeennn!¡De
chupilimanguiliiii!».
Moreno, que era llamado cariñosamente así
por ser este el apodo familiar, y no por el hecho de tener la piel o el pelo
negro, era un chaval alegre y sociable. Antonio y él se conocían prácticamente
de toda la vida y, a pesar de que Moreno contaba seis años menos, nunca fue
ningún obstáculo para su amistad.
Leandro, que acababa de cumplir los nueve,
era otro de los chavales de la banda. Este lucía media melena de lacios y
rubios cabellos y, además de mostrarse poco sociable, era introvertido y
pendenciero.
Al llegar a la puerta de la edificación,
Antonio se puso en medio y, tras girarse sobre sus pasos: «Antes de entrá…, hay
que hacé un juramento y formá una
banda…, y si alguien no quiere…, que lo diga ahora; pero que sepa…, que no
volverá a jugá con nosotros... Quién
esté de acuerdo que levante la mano» —balbució, con voz atiplada. Y, tras
comprobar que eran conformes, comenzó a nombrar los cargos que estos ocuparían,
en función de su edad, en la recién instituida banda siguiendo para ello lo que
este había visto en el recinto escolar.
—El patio del colegio era compartido con el cuartel militar que estaba
ubicado en la ciudad, a escasos metros del colegio, donde cada día, Antonio,
observaba ensimismado cómo la mayoría de los soldados desfilaban, mientras que
los que pertenecían a la banda de música ensayaban, un poco más allá, junto a
los servicios públicos, las marchas militares en el Parque de la Coronación—.
Yo seré el capitán…; el Vicente, el teniente…; el Pedro, el sargento…; el
Leandro, el médico y el Moreno su ayudante y todos los demás soldaos, ¿Queda
claro? —balbució y, tras un breve silencio, se escuchó un largo, estridente y
sonoro «¡ Sííí!», coincidiendo al unísono, una veintena de fieles y agitados
mozalbetes.
—¡Vale!, siendo asín…, ahora, tenéis que
jurá por Dios y por vuestra madre…, que cuidaréis siempre del chiscón cómo si
fuera de vuestros padres y que no romperéis nada ni dejaréis que otros lo
hagan. ¿Estáis de acuerdo y lo juráis? —balbució.
—¡Sí, lo juramos! —respondieron
entusiasmados y enérgicamente.
Acto seguido, abrió el candado y, al
observar lo que había dentro, decidió desprenderse de todo aquello que no les
sirviese y, sin pensárselo, se pusieron manos a la obra. Lo primero en sacar,
fueron las conejeras; después, continuaron desmontando, con sumo cuidado, el
resto de las instalaciones innecesarias, a la par que las iban depositando
cuidadosamente sobre el tejado. —Con el fin de preservarlo en buen estado, por
si acaso regresaba su padrino.
Así fue como la barraca se convirtió de la noche a la mañana en el
Cuartel General de la recién creada y organizada banda, compuesta por una
veintena de fieles, bravos y obedientes guerreros, cuya edad estaba comprendida
entre los doce años del capitán o el teniente y los cuatro del más pequeño,
este último sobrino del «capitán» Hinojal-Sánchez. En su tiempo libre, Antonio,
además del cuidado de los sobrinos, se encargaba de ir a echar de comer y
liberar durante un par de horas o tres al día a los seis perros que su cuñado
utilizaba para la caza, los cuales permanecían atados a sus correspondientes
casetas. —Un bidón de chapa, de los utilizados para el agua en las obras,
tumbado en el suelo y con un agujero que les permitía la entrada para descansar
sobre una mullida y cálida capa de borra. Estos, a su vez, estaban anclados al
suelo con un cable acerado y, sobre la techumbre, varias piedras para evitar
que el aire los desplazara, además de estar al resguardo junto a una pared de
piedra que mediaba entre un prado y la plazuela.
Me gusta mucho que se escriban los diálogos tal y como hablan los personajes.
ResponderEliminarQue menos que expresarse tal cual son ellos, de no ser así no sería un Retrato Social.
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