Un mes
después la migración de Damián, comenzaron las ferias y fiestas de la ciudad.
Antonio disfrutaba de lo lindo recorriendo el recinto ferial en compañía de sus
padres y hermanos, durante los cuatro días que estas duraban. Aquellas
atracciones, ejercían sobre él un enorme deseo y anhelaba subirse en todas,
aunque, al mismo tiempo, era consciente de que tendría que conformarse con
disfrutar solo de las que sus progenitores consideraban de menor riesgo y,
porque era sabedor de la exigua liquidez familiar, este lo aceptaba de buen
grado y trataba de disfrutarlas a través de su propia imaginación. Caminando
por el ferial, llegaron hasta la calle de las casetas que estaban destinadas a
la alimentación. En las que estaban situadas a mano izquierda, se podían
adquirir gran variedad de productos: patatas fritas, churros, gambas cocidas,
trozos de coco, chufas, encurtidos, escabeches e infinidad de frutos secos; las
situadas a la derecha del paseo, se dedicaban a vender, sobre todo, turrón de
cacahuetes, el cual, venía en unos bloques grandes y estos eran troceados a
golpe de hacha de cocina. Al final de la calle, se encontraban las casetas
dedicadas al tiro con escopetas, dardos y arcos, además de una caseta dedicada
a servir bebidas y comidas… Aprovechando que sus padres estaban tomando un
refrigerio, observaba con detenimiento la caseta del tiro con arco, abstraído
por completo e imaginando a su banda armada al estilo de Robin Hood para
defender el acuartelamiento e incluso para cazar, como él había visto en alguna
película de indios… Y, como colofón de las ferias y fiestas, justo al día
siguiente de terminar estas, en casa de los
Hinojal-Sánchez celebraban una pequeña fiesta por el cumpleaños de su
hijo menor y, una semana después de concluir las ferias, comenzaban las
vacaciones estivales en el colegio y, por tanto, se presentaba la ocasión de
pasar un divertido y entretenido verano para él y su pandilla. —Contaría con
tres meses por delante para llevar a cabo todas aquellas ideas que fluían en su
perspicaz y fantasiosa cabeza.
Primer día sin colegio, a primeras horas de
la mañana junto al «cuartel general»:
—¡Atención! Todos atentos… Hoy, vamos a ir a
cortar retameras…, y, aluego, más tarde, en busca de gamonitas —Planta erecta,
de tallos huecos que pueden alcanzar hasta un metro de altura—. ¿Queda claro?
—Antonio, ¿ y qué vamos hacé con eso?
—curioseó Leandro.
—¡Tú! —indicó, señalando a Moreno—, entra en
el chiscón y coge el hacha y el serrucho que están en el cajón grande…, y date
prisa…: que entoavía queda mucho por andar.
—A la orden mi capitán —respondió ágil y
enérgicamente con un pie dentro y el otro aún fuera de la barraca…, y, «en
menos de lo que canta un gallo», ya estoy aquí —notificó Moreno, al tiempo que le
mostraba las citadas herramientas, elevando una en cada mano.
Tras cerrar la puerta, echar el candado e
introducir la llave por el hueco que en su día utilizaban las gallinas cada vez
que a estas les apetecía entrar o salir, emprendieron el camino sin más demora
hasta llegar al lugar en que abundaban las retamas grandes, en las
inmediaciones de la encina Peo, y después de mandar cortar y desbrozar aquellas
que a él le parecieron idóneas:
—¡A vé! vosotros tres —dijo señalando a
Leandro, Miguel y Julio—. Llevá estos palos al Cuartel General y quedarsos allí
hasta que yo llegue.
—¡Jodél!, ¿y por qué, yo? —reprochó entre
dientes, Leandro.
—Porque yo lo digo ¿Te parece bien?
—recalcó.
—Sí, vale. Ya sabemos que es siempre lo que
tú digas…
—¡Seguirme! —indicó a los demás—, que sé un
sitio donde hay muchas gamonitas. —Y después de recoger, solo aquellas varas
que eran rectas y de la temporada anterior—: ¡Vámonos, ya!…, que con estas
tenemos de sobra
Al retornar al punto de partida, sin previo
aviso, salió corriendo hacia la piconera. —Pequeño almacén que tenía, José,
para guardar las redes y el picón—, y al observar que la puerta estaba abierta
de par en par, una vez allí, se tranquilizó al comprobar que su padre en el
interior:
—Hola, papa —dijo a la vez que le daba un
par de besos.
—¡De qué vendrás juyendo, Pirata! —exclamó
con tono afectivo y suave.
—Papa, ¿puedo cogé la alambre y el ovillo de
cuerda?
—¿Pa qué lo quieres?
—Pa hacé arcos y flechas.
—¿Y pa qué son esos achiperres, hijo?
—Pa jugá y cazá.
—La verdá hijo…, es que cada día me
sorprendes con tus ocurrencias —dijo con tono burlesco—. Pués llevátelo, pero
escucha bien lo que te voy a decí: no se te ocurra cazá gatos, perros, gallinas
ni ningún otro animal que tenga amo. Porque, si no es asín, te meto una zurra
que te cagas por las patas pa'bajo.
—No se precupe usté, papa, solo cazaremos
pájaros y conejos de campo.
—Y ten mucho cuidao de no jerí a naide.
¿T'has enterao bien?
—Sí, papa. No se precupe uesté.
Una vez recogido el material, y un par de
sacos de yute, se enfiló hacia el acuartelamiento emprendiendo una precipitada
y veloz carrera para continuar con los planes previstos.
—¡Moreno, coge la hoz y vente conmigo!
—ordenó enérgicamente, tras retornar.
—¿A ónde vamos a ir? —interpeló con voz
tranquila, Moreno.
—¡Venga!... Date prisa y no preguntes tanto
¡Jodé!
—Es que me tengo que ir a comé enseguía…,
que aluego, si llego tarde me riñe mí padre.
—Pero, mi niño, si no vamos a tardá na…, es
solo pa segá un poco de yerba…, pa llená estos sacos con ella.
—¡Vale!… iré contigo, pero en cuantito que
sea la hora de comé…: me voy pa mi casa.
Una vez conseguido el objetivo se marcharon
prestos a comer, con el fin de volver a reunirse después de la siesta, a eso de
las cinco.
La tarde estuvo animada y laboriosa, sobre
todo, para Antonio, ya que él se tuvo que encargar de construir los arcos y la
mayoría de las flechas. El suyo, además
lo adornó con unas plumas de gallina negra, dándole así el aspecto de ser el
arco de un Jefe Indio y después de realizar varios tiros y comprobar que las flechas no se dirigían en línea
recta: «¿Qué pasará si le pongo un poquino más alambre en la punta?» —pensó.
—Moreno, trai las estenazas que están en el
cajón de herramientas y traime también el royo de alambre que está en el tejao.
Antonio tomó una de las varas de gamonita y
sujetándola entre las dos rodillas; tras darle cinco o seis vueltas, cortó y
apretó el alambre con las tenazas:
—A vé…, si ahora hay más suerte —manifestó
Antonio, al tiempo que, de un salto, se puso en pie y ordenaba que le acercasen
su arco.
A continuación, tensó el arco con todas sus fuerzas y,
apuntando hacia un milano que sobrevolaba la zona, a la altura de los tejados,
efectuó el disparo e impacientemente recorrió con la mirada varias veces la
distancia entre el objetivo y la trayectoria de la vertiginosa saeta, mientras
que, con los ojos como platos, observaba abstraído cómo esta se abría paso en
línea recta hacia la oscura silueta, que en aquel instante surcaba los aires
justo por encima de donde él se encontraba. Unos segundos después, fue testigo
de cómo la flecha impactaba contra la rapaz y de cómo esta abandonaba a toda
prisa el lugar después de haber recibido el inesperado impacto, dejando tras de
sí una estela de plumas que se precipitaban suavemente en zigzag simulando el
vaporoso y pausado vuelo de las mariposas.
—¡Vaya hoctia que las metio, tío! —gritó
eufóricamente Vicente, mientras que los demás aplaudían sin salir de su
asombro.
Tomó una vara de gamonita e introdujo la
punta con la cabeza hacia atrás y prosiguió dándole cuatro o cinco vueltas con
el alambre, y después de apretarlo cortó el sobrante con las tenazas.
—¡Vamos a vé si hay suerte ahora! —gritó al
tiempo que apuntó y disparó sobre uno de los sacos que haría las veces de
diana.
Le bastaron un par de segundos, para ser
consciente de que algo había salido mal; la flecha había rebotado en el saco y
yacía en el suelo junto a este sin más. Antonio corrió desesperadamente con la
intención de descubrir cuál era la causa de su fallido intento, mientras que
los demás se quedaron estáticos y en silencio, sin saber cómo reaccionaría este
después de su segundo fracaso. Pero, para sorpresa del grupo, este regresó
junto a ellos con una amplia sonrisa dibujada en su faz:
— ¡Ya sé lo tengo que hacé!... Un poquino
más de alambre…, y, ya está... Espérarme aquí
—ordenó—, que voy a la piconera y vengo enseguía…
Diez minutos después, regresó portando un
puñado de puntas de 17x70 mm.
—¿Pa qué son las púas, Antonio? —interrogó
Moreno.
—Me s'ha ocurrío una idea.
Los demás quedaron impávidos mientras
observaban cómo este introducía en la gamonita una punta, con la cabeza hacía
atrás y, calculando hasta donde llegaba la testa, cortó un trozo de alambre y
justo detrás hizo un torniquete, y poniéndose en pie de un salto, se dispuso a
comprobar si había merecido la pena tanto quebradero de cabeza. Pidió el arco
de nuevo, apuntó hacia el saco, giró la cabeza hacia la derecha, cerró los ojos
y efectuó el disparo, unos segundos después, el griterío y los aplausos de los
integrantes de la banda le hicieron comprender que esta vez sí lo había logrado
y regresó junto a estos caminando erguido, con los pulmones henchidos a rebosar
y mirando en todas direcciones: sin tratar de disimular la emoción que le
embargaba.
Aquella tarde, el tiempo transcurrió de
manera vertiginosa y, sin apenas darse cuenta, la oscuridad vespertina invadió
por completo el lugar. Después de recoger y colocar las armas en el interior
del acuartelamiento se despidieron y acordaron reunirse al día siguiente, como
de costumbre, en la plazuela.
El primero en aparecer en el lugar acordado
fue Antonio. Y lo hizo acompañado de un cuaderno, un lapicero y dos cartones
cuadrados; de unos cincuenta centímetros de lado, bajo el brazo, pegados al
cuerpo. —En ellos había dibujado unos círculos de distinto tamaño, además de
haberles pintado con diferentes colores—. Un par de minutos después, apareció
Moreno, y, a eso de las nueve y cuarto, el resto:
—Buenos, días Antonio, ya estamos todos
—saludó Leandro, siendo este el último en llegar.
—Hoy…, vamos a prepará un campo de tiro…, y
vamos a vé quien tiene más puntería
—comunicó sin más.
—¿A qué estamos esperando entonces?
—irrumpió Pedro, con voz de pito.
—¡Adelante, seguirme! —gritó Antonio, al
tiempo que emprendía una apresurada carrera, los demás siguieron tras él, al
trote, exaltados y gritando enérgicamente: «¡Bien!, ¡Bien!, ¡Bravo!,
¡Vivaaaa!», y, al aproximarse al acuartelamiento: «¡Venga! sacá los arcos, los
sacos de yerba, el ovillo de cuerda y la hoz» —ordenó impetuosamente, y, una
vez cumplido el mandato, tomó la madeja y se dispuso a medir la circunferencia
de los sacos para asegurarse por dónde tendría que cortar la sirga y, a
continuación, perforó los cartones por las cuatro esquinas, a una distancia de
unos diez centímetros de los extremos hacia el interior. Posteriormente,
introdujo el cabo por los orificios, con el fin, de amarrarles por detrás y
lograr sujetar las dianas en los costales y, seguidamente, se dispuso a contar
treinta pasos para situar la línea de tiro, dando para ello las zancadas tan
grandes como le permitían sus largas y musculosas piernas, y, una vez concluido, se dispuso a comprobar
la eficacia del arco así como su propia destreza. Efectuados varios y fallidos
intentos…, al comprender que ni el arco ni él eran tan eficaces como había
presupuesto, determinó que sería mejor reducir la distancia, y la fue
disminuyendo, de cinco en cinco pasos, hasta que al fin, pudo fijar la línea de
tiro a unos quince pasos: a esa distancia, el arco era efectivo y dedujo que lo
de acertar en las dianas sería cuestión de práctica.
—¡A vé, escucharme bien! —chilló, tratando
de llamar la atención de los nerviosos e impacientes arqueros—. Iremos tirando
las flechas por edades y de dos en dos, primero los grandes…, y cuando tiremos
las diez flechas cada uno, tienen que ir a recogerlas los siguientes en tirar y
asín hasta el final… ¿Queda claro?... Y, en esta libreta, apuntaré todos los
puntos que consiga cada uno…, y el que gane…, puede decí a ónde vamos o, a qué
jugamos esta tarde..., ¿estáis de acuerdo? —balbució e informó.
—¡Sííí, jefe!, lo que mande el capitán
—contestaron la mayoría casi al unísono.
Aunque sin aciertos, la competición arrancó
bien: para sorpresa de los mayores. Los problemas, por decirlo de algún modo,
surgieron en el turno de los alevines: estos no disponían de suficiente fuerza
para tensar los arcos que habían sido elegidos para llevar a delante el evento.
Al percatarse del asunto, Antonio dictaminó que realizasen el tiro con sus
propios arcos, ya que estos habían sido construidos con ramas más delgadas y
flexibles; pero la cosa no quedó solo ahí, tras realizar el primer intento, se
dio cuenta que la eficacia de los arcos era también menor y trató de
solucionarlo: restando la distancia de la línea de tiro para los más pequeños.
Y, tras realizar varias pruebas y acortamientos, comprobó que tanto los arcos
como los arqueros eran aptos a ocho
pasos: así que decretó que la línea de tiro quedaba fijada en quince para los
mayores de once años, y, en ocho para el resto de participantes. Y, una vez
solventados los contratiempos, disfrutaron de lo lindo el resto de la mañana.
Sin importarles lo más mínimo que, aquel día, lo único que se anotó en el
cuadernillo fueron los nombres de los participantes: ya que no solo fueron
incapaces de acertar en las dianas, sino que ni siquiera lo hicieron en los
sacos.
Durante los quince días, la banda al
completo, se empleó a fondo en la práctica y el ejercicio del tiro con arco.
Los pasaron disfrutando, entre risas y decepciones y entre fallos y aciertos…,
hasta que su destreza y el número los aciertos adquirieron la deferencia de
aceptable. Fue, entonces y no antes, cuando: «Mañana iremos a cazá» —reveló
Antonio, y tras el efusivo revuelo que provocó la noticia…, un par de minutos
después—:«¡El que no esté en la prazuela!, a la hora acordada…, ¡se quedará en
tierra!... ¿Está claro?» —advirtió antes de disgregar la reunión.
—¿A qué hora, Antonio? —demandó alzando la
voz Moreno.
—¿Estás tonto, mi niño? A las nueve y media,
como siempre —gritó, volviendo la vista hacia atrás, antes de desaparecer por
las escaleras del portal.
—Era solo pa no llegá tarde —respondió con tono
triste y suave, mientras se despedía de él, agitando la mano.
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