domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo I Episodio 3


Amaneció un fastuoso y radiante día y, tras constatar que la banda al completo estaba presente en la plazuela: «Cómo ya sabéis…, hoy toca día de caza; pero antes..., os tengo que  decí que no se puede dispará a ningún animal que tenga dueño..., ni a ninguna persona, y que tenemos que  tené mucho cuidao de no clavarnos ninguna flecha ¡Y el que no quiera cumplí las órdenes, le echo de la banda! ¿Está claro?».
   —¿Y qué vamos a cazá entonces? —preguntó, poniendo cara de desagrado, Leandro.
   —Solo cazaremos pájaros, conejos y bichos que no sean de nadie —respondió, con tono seco y malhumorado.
   —¿Y aónde vamos a ir? —irrumpió de nuevo Leandro.
   —Vamos a ir a la fuente que está junto al portillo de Valcorchero, a los vivales que hay endentro de los zarzales.
   Después de informar a la tropa condujo sus pasos hasta las casetas de los perros y, tras agacharse, liberó al macho alfa para que este les acompañase en su primer día de caza y, a continuación, se encaminaron en tropel hacia las coordenadas indicadas. Faltaban aún más de quinientos metros para llegar cuando alzando la mano ordenó detener la marcha:
   —¡Shsss! ¡callarse coño! —decretó con un liviano tono de voz—. A partí de ahora hay que ir en silencio pa que los conejos no se escondan en sus cuevas.
  Un momento después, reanudaron el paso con tanto sigilo como el felino que espera sorprender a su presa. Apenas faltaban cien metros para llegar al manantial cuando se quedaron estupefactos al observar la presencia de un nutrido y diversificado grupo de conejos que, ajenos a lo que se les venía encima, estaban dedicados en cuerpo y alma a satisfacer las necesidades más básicas: unos roían y degustaban afanosamente las tiernas y frescas briznas de hierba que brotaban junto a la fontana; otros, en cambio, saciaban la sed en el chorro de agua que fluía por el rebosadero junto a las zarzas, mientras que  una treintena de gazapillos y medios-conejos jugaban despreocupados entre las retamas y las coloridas y perfumadas matas de cantueso. Unos y otros actuaban así confiando en la experiencia de un macho adulto que  oteaba el horizonte, erguido sobre sus patas traseras, desde lo alto de un montón de piedras. De súbito,  el macho alfa emprendió la cacería por su cuenta y riesgo. El escamado roedor olisqueó  la presencia de los intrusos y, dando un salto, comenzó a chillar para dar la voz de alarma a la par que velozmente emprendía la huida hacia la madriguera. El tropel organizado tanto por los que huían como por el que les perseguía se  podía oír a varios cientos de metros. Entre el caos, destacaba el incesante, eufórico y agudo ladrido que ponía de manifiesto la ansiedad y el entusiasmo que embargaban al astuto y adiestrado perro. Al cabo de un poco, este comprendió que el factor sorpresa no sería suficiente para salirse con la suya. Por un lado, al ser tan elevado el número de conejos y correr estos en todas direcciones; por el otro, él estaba acostumbrado a cazar en grupo y, como consecuencia, al admitir su fracasado intento: desistió de seguir gastando la menguada energía, dirigió una opaca mirada hacia el arquero mayor y comenzó a jadear con excesiva sonoridad como si estuviese reclamando algún premio. Antonio se dirigió hacia  él y, poniendo una rodilla en tierra: «Te estás haciendo viejo, mi niño; pero no te precupes: tú siempre serás el jefe de la manada» —le dijo al oído, mientras le pasaba la mano por el lomo y, tras achucharle contra su pecho, se reincorporó, se tocó la barbilla con la mano, indicó a los demás—: «Tenemos que escondernos y no hacé ni un solo ruido pa que los conejos salgan otra vez». Unos minutos después, la calma se fue adueñando del lugar; pero aún así, de nada sirvió el permanecer en silencio y estáticos, como suelen hacer las estatuas de bronce que por doquier adornan plazas y jardines en pueblos y grandes urbes, por espacio de dos horas y, tras darse por vencido, al comprobar que los roedores no hacían mención alguna para dar señales de vida, además de que, por la señales que le enviaba el estómago, presentía que iba siendo la hora de ir a comer.
   —¡Vámonos pa casa, mañana será otro día! —indicó con rabia, Antonio.
   Durante el retorno, lo acontecido hizo surgir la conversación.
   —La culpa ha sio del Moro —soltó sin más Leandro.
   —No, no. Ha sio del cabrón del conejo que salió corriendo y chillando —alegó Moreno.
   —Callaros ya ¡coño!..., qué más da quien haiga tenío la culpa ¡Jodé! —reprendió Antonio.
   Al percibir el discrepante talante del «capitán», ni siquiera fue necesario decir que sería mejor guardar silencio: ya que los enfados de este se erradicaban con rapidez.
   Por la tarde, después de haber estado entretenidos jugando por las inmediaciones del «cuartel general», acercándose la hora de dar por finalizada la jornada:
   —Mañana me levantaré a las siete de la mañana pa ir otra vez a cazá —balbució y expuso mirando a  Pedro y Vicente—. Si queréis vení... ya sabéis la hora y el lugá de partida; pero mañana, iremos sin el perro: pa que no nos pase como hoy.
   —Estoy de acuerdo —respondió en primer lugar Pedro, el vecino de enfrente.
   —Yo, tengo que preguntárselo a mis padres y si me dejan voy  —advirtió Vicente.
   Tras pasar la noche, una vez reunidos, se pasaron a recoger los arcos y, a continuación, emprendieron la marcha ladera arriba, a buen ritmo, para llegar cuanto antes al lugar. En esta ocasión tomaron la precaución, no solo de ir sin hablar, sino también intentar hacer el menor ruido posible. Aun así, de poco les sirvió, ya que los astutos conejos, además de utilizar la vista y el oído para librarse de cualquier amenaza, contaban a su favor con un fino y preciso olfato. Algo con lo que no contaba Antonio. Haciéndole ver una vez más, que para cazar no bastaba solo con la intención. Después de permanecer durante una hora en silencio e inmóviles; tras darse por vencido, tomó la decisión de asumir el nuevo y fallido intento cómo una derrota más y, tras un leve y rápido movimiento de cabeza, sin necesidad de hablar, les indicó que había llegado la hora de abandonar el lugar.
   De regreso a casa, observó que tras una de las retamas se encontraba agazapado un hermoso conejo se detuvo en seco  y, extremando las precauciones, agachado comenzó a caminar como si se tratase de una  repetición de moviola futbolística, logró situarse a una decena de metros del animal y, con mucha discreción, se fue reincorporando al tiempo que iba colocando la flecha a la vez que posicionaba y tensaba el arco hacia el relajado y absorto animal y al soltar «¡Siussss!» —silbó, mientras cortaba el aire la vertiginosa saeta, durante una par de segundos y, al instante, se escucharon los estrepitosos y desesperados chillidos que emitió el desdichado conejo al haber sido alcanzado de lleno en la cabeza. Seguidamente, retumbó un enérgico «¡Bieennnnn!», tras el cual, Antonio partió hacia el conejo y, viendo que este había emprendido la huida desorientado y con muy poca energía, corrió tras él hasta darle alcance. Una vez en sus manos, al advertir que aún seguía con vida, le remató dándole un golpe detrás de las orejas, como él mismo había observado hacer  tiempo atrás a su padrino.
   —¡Jodel, que puntería tienes! —balbució con frenesí, Pedro—. Eres el mejó de toa la banda.
   —Por algo es el capitán —afirmó con vehemencia Vicente.
   —Bueno…, bueno. También ha sio un poquino de suerte —admitió Antonio.
   —Ya…, pero tú sabes más y por eso eres el jefe de la banda —zanjó Vicente.
  Al llegar al barrio, observó que la puerta de la piconera estaba entreabierta y, pensando que allí podría estar allí su padre, condujo sus pasos hasta el lugar y, a unos dos metros de la puerta, se detuvo un momento, tomó todo el aire que le cupo en los pulmones e hinchando el pecho prosiguió el camino levantando el conejo con su mano derecha y se puso frente a la puerta: «Mire, papa, lo que he cazao» —chilló con agitación y energía.
   —¡Mu bien, hijo mío! ¡Ole tus güevos! Estas hecho un güen cazaó… Déjalo aquí…: que ya lo llevo yo, aluego, pa casa.
   Antes de abandonar la piconera, refirió con todo lujo de detalles, valiéndose de su capacidad soñadora, la estrategia utilizada para capturarle.
   —Bueno, papa, si lo lleva usté a casa…, entonces ya me voy a jugá  —alegó, al tiempo que le daba un par de besos como despedida.
   A los pocos minutos, regresando de la tienda de ultramarinos, Manuela, al percatarse de que la portezuela continuaba abierta, decidió comprobar si había alguien en su interior.
   —¿Qué haces ahí, marido? —lanzó a modo de saludo.
   —Aquí, preparando las redes pa mañana. ¡Mira lo ca'traío el Pirata! —respondió, a la par que con el dedo índice señalaba la pieza abatida por su hijo.
   —¡Uy, la madre que le parió! ¿De ande habrá sacao ese hermoso conejo? —balbució contenta a la vez que extrañada.
   —Güeno, él cree que la cazao con el arco porque tiene mucha puntería; pero la verdá es bien distinta: el bicho tié la morrina. —Mixomatosis—. ¿No ves que tié la cabeza jinchá?                —respondió con tono irónico.
   —Sí, sí que lo veo. Y, si él es felí, ¿qué importa cómo lo haiga cazao?
   —La  verdá es que tiés toa la razón; pero la pena es que no mos lo poamos comé… ¡Qué rico habría estao el condenao guisao con unas patatas estofás!
   En el barrio, Antonio había contado con infinidad de detalles su fructífera cacería a todo ser viviente con el que este se había encontrado, e incluso lo estaba reviviendo en casa junto a sus hermanos: que atónitos no daban crédito a la aventura que este trataba de contarles, ya que eran conscientes de la imaginación y fantasías que gozaba.
   —Menos lobos caperucita —sugirió Azucena.
   —Ya verás cuando venga papa y veas el conejo…, a vé que dices aluego, lista, que tú te crees que eres mu lista y, aluego, no sabes na
   En esos instantes, al abrir y entrar en casa Manuela y José, irrumpían la conversación.
   —¡Venga! dejaros ya de tanta chachara…, y ir poniendo la mesa…, que vamos a comé enseguía —balbució e indicó Manuela..
   —Papa, papa…, enseñe el conejo, que estas no me quieren creé.
   —Ya no lo tengo, hijo.
   —¿Pos cómo asín?..., ¿a ónde está?
   —Tu madre hijo, que se la dao a una mujé que l'ha dicho que no tenían pa comé —mintió para no herir los sentimientos del arquero mayor, en realidad: lo había tirado él mismo antes de subir a casa.
   —Bueno, está bien, papa… Ya iré otro día a cazá… ¡Qué allí hay muchos!
   —Sí, hijo..., ya iras; pero tendrás que tené mucho cuidao, ya qué: si te ven los civiles con angún conejo en las manos, tendremos que pagá una güena murta.
   —No se precupe por eso, papa…, me llevaré la cartera, y asín creerán que vengo de la escuela.
   —Asín me gusta hijo mio, ¡Eres más listo que'l jambre!
   —Papa…, pa algo tiene que serví la escuela, ¿no?
   —Conque no te metas en líos, será suficiente hijo mío.
   —Ya quisieran muchos tené un hijo tan listo, tan cariñoso y tan obediente como el mi Antonio —manifestó desde la cocina Manuela—. Anda, hijo mío, vete a lavá las manos…, que, a sabé con lo que habrás andao hoy...
   —Y, a los demás muchachos tené unos padres tan buenos como los míos.
   El verano estaba dando los últimos coletazos y, por lo tanto, estaba a punto de comenzar el curso escolar. Antonio deseaba reencontrarse con sus compañeros para referenciar los avatares transcurridos durante esos tres meses; en realidad, lo que a él le gustaba no era más que la diversidad de juegos e historias que allí intercambiaban, además de la posibilidad de observar a los militares que ensayaban el desfile procesional acompañados por un gran carnero. El cual, lucia dos vueltas de retorcida cornamenta que era sustentada con gracia y orgullo por el experto animal mientras desfilaba. Antonio disfrutaba, además de viendo como cornudo animal devoraba los restos de bocadillos y todo aquello que le ofrecían los chiquillos o incluso alguna que otra colilla que se agenciaba el astado por cuenta propia, o bien contemplando las embestidas que el lanudo emprendía, como si fuese un toro bravo, entrando a matar haciendo caso a cualquier envite realizado por los soldados y, mientras el borrego derrochaba energía y bravura. Antonio se acercaba hasta una distancia prudencial para escuchar aquella música que le atraía de manera especial. Permanecía atento y en silencio, tratando de captar con precisión los tonos y poder diferenciar los distintos toques mientras  este se dejaba llevar por la imaginación… Y, del mismo modo, mediante el sonido, su ilusión era interrumpida al llegar hasta sus oídos el inconfundible toque de silbato que daba por finalizada la hora de ocio y descanso. Era percibir el descompasado estrépito y emprendía una fugaz carrera, ya que si llegaba con retraso recibiría el castigo que el maestro considerase apropiado: en función del tiempo de demora. —Por aquellas fechas, bajo el régimen del General Franco no solo en las escuelas, sino en toda España, la disciplina estaba al orden del día. En los colegios tenían por sistema, además de que los chavales estudiaban  separados por género, antes de entrar a clase tenían que formar filas, al estilo militar y, una vez en las aulas, les hacían cantar el «Cara al Sol»—. Tras el pitido y la rauda respuesta, una vez acomodado en el pupitre, con la mirada fija, y los ojos como platos, permanecía atento a lo que el docente trataba de exponer, y este al observar el brillo de los ojos del alumno, daba por hecho que se debía a lo que él estaba dibujando y explicando a pie del encerado, pero nada más lejos de la realidad: él continuaba ensimismado en sus fantásticas y divertidas aventuras internas: «Ah, ya sé. Esta tarde, cuando salga mi padre de trabajá le diré que si puedo cojé un par de latas de esas que usa pa apagá en picón».  A mediodía, al salir de clase, este se dirigió directamente hacia el «cuartel general» y, una vez allí, cogió el hacha para cortar unos trozos de retama, después se encaminó hacia casa, subió las escaleras de tres en tres, tiró del cordón para abrir la puerta, se adentró en la cocina para coger un cuchillo y comenzó a darles forma.
   A la mañana siguiente —sábado—, a eso de las nueve, apareció en la plazuela, portando una enorme lata en cada mano.
   —Antonio, ¡¿pa qué son esos calambucos?! —inquirió Susi, el hermano pequeño de Pedro.
   —Según tú, ¿pa qué crees pueden valé?
   —Pa i a buscá agua —manifestó el pequeño.
   —¿Y aparte de eso pa qué más?
   —Pos, pa hacel lumbre en dentro.
   —¿No, se te ocurre na mejó?
   —Pos, ¡No! —gruñó con tono seco y enojado.
   —Hay que aprendé a tocá el tambó como hacen los soldaos... y, cuando vayamos a los sitios, iremos en filas y tocando  como lo hacen ellos…
   —¡Ah! Vale.
   —Antonio, ¿ y aónde están los tambores? —insistió de nuevo.
   —¡Jodé!, que torpe eres…, ya t'he dicho, que las latas son los tambores.
   —¡Ah! Vale.
   «¡Jode!, menos mal que estoy yo pa pensá… ¡Qué si no!».
   Desde mediados de enero y hasta finales de febrero, lo pasaron entre risas, juegos y el estrepitoso, e incesante sonido de los rudimentarios instrumentos musicales. El tiempo, a su vez, fue avanzando con diversos cambios meteorológicos.




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