Apenas
rayaba en el cielo la primera luz del alba… cuando, para no despertar a los que
aún dormían; a unos doscientos metros, comenzó a rugir, como venía siendo
habitual, la vieja Derbi, al irse José a trabajar. Un rato después, a eso de
las diez y media, cuando aún está bajo el sol, y al proyectar su luz sobre los
objetos hace que estos aumenten considerablemente el tamaño de sus siluetas,
Antonio sintió al mismo tiempo, un inesperado dolor y una necesidad perentoria
de liberar su intestino grueso, por lo que este decidió alejarse con rapidez
hasta el lugar destinado para dichos menesteres: un altozano poblado de oscuras
y achaparradas carrascas. Ajeno a las circunstancias, por el camino transitaba
un estirado, ágil, escurridizo y grueso ofidio; entre marrón y verdoso, con una
oscura mancha dorsal detrás del cuello; su cabeza estrecha, hocico agudo y sus
ojos grandes y redondos… Que venteando iba en busca del sustento. Al coincidir,
frente a frente, a unos dos metros de distancia, Antonio y el hambriento
animal, creyendo este último que sería atacado, se irguió con avidez, al tiempo
que trataba de persuadir con unos enérgicos e intimidantes silbidos; seguidos
de rápidos y violentos lances dirigidos hacia quién consideraba su enemigo...
De su aguda boca, entre bufidos y
resoplidos, salía impulsada una y otra vez, una amenazante roja y bífida
lengua... Antonio, además de sentir que un escalofrío recorría todo su cuerpo,
que los vellos se le ponían de punta, notó que había desaparecido la necesidad
de evacuar su tripa y cómo por su pierna derecha discurría algo húmedo y
templado…
A penas diez segundos, habían transcurrido
desde el azaroso encuentro, para que ambos salieran corriendo en distintas
direcciones. El huidizo animal, reptando en silencio, raudo y veloz; tratando
de salvaguardar su vida, se introdujo en un enorme y poblado pedregal. Antonio,
tan pálido y frío como la nieve, corría despavorido gritando:
—¡Socorro!, ¡socorro!, ¡auxilio!
Manuela, alertada por los gritos, salió al
encuentro tan rápida como sus carnes y piernas le permitieron. Al llegar junto
a ella, el asustado y nervioso vástago fue acogido entre sus brazos:
—¿Qué t'ha pasao, hijo mio? —inquirió
frenética y angustiada al mismo tiempo y, mientras trataba de calmarle, dándole
infinidad de besos, con sus manos iba palpando todo su cuerpo. Él, en aquellos
momentos, era incapaz de articular palabra alguna. Manuela percibió casi a la
par; en su nariz, un insoportable y pestífero hedor; y en su mano, algo
pringoso y pegadizo. Enseguida comprendió a que se debía todo:
—¡Una serpiente!, ¡una serpiente!—gritó reiteradamente, Antonio
—¡Ja, ja, ja, ja! —Reía Manuela sin poder evitarlo–, ¡por Dios!
—Pos, no sé de qué se ríe tanto —protestó,
malhumorado sin terminar de comprender—, si a usté le dan miedo hasta de los
ratones de campo.
—No, no. Sí, no me río de ti, hijo mío, ni
tampoco de lo de la culebra.
—¿Entonces?… No sé de qué se puede usté reí
—dijo en tono malhumorado.
—Verás…, verás cuando se lo cuente a tu padre —exclamó, sin parar de
reír—. Anda y vete a quitá las carzonas…, y vete también a darte un baño… ¡Ja,
ja, ja!..., que si no: en vez de la culebra te van a comé las moscas.
Una vez superado el trance, Antonio se
introdujo en el río y, durante un par de horas, se entretuvo zambulléndose,
jugando y persiguiendo a los peces. —Tratando de capturar alguno de los que se
escondían entre las algas o debajo de cualquier piedra grande, con el fin de
conseguir algún mérito y ser elogiado por parte de su madre—. Tras desistir sin
haber logrado su objetivo, notó, en su estómago, una sensación bastante
habitual y decidió retornar junto a su progenitora.
—Mama, ¿qué hay pa comé? —voceó desde la
orilla.
—Macarrones con tomate —respondió en el
mismo tono—, pero tiés que ir en busca de agua a la fuente antes.
—¡Hmm…!, ¡hmm…! —dijo al tiempo que se
pasaba la lengua por la comisura de los labios—. ¡Qué ricos!... Mama, me ponga
un buen plato: que vengo enseguía.
Sobre el suelo, entre un corro de piedras,
ardía con alegría una hoguera, y sobre esta, se hallaba una trébedes que daba
asiento a un gran caldero de cobre en el que crujía feliz, caliente y contento
el aceite mientras sofreía unos dientes de ajo, y, a continuación, agregó un
buen puñado de jugosa cebolla y unos tiernos y deliciosos pimientos verdes,
todo ello, bien picado. Cada vez que, la ajetreada Manuela, añadía algún
ingrediente, el brío y el canto del aceite se hacían notar aumentando el
crepitar y, por último, añadió unos tomates pelados, troceados y bien maduros.
De repente, la zona se inundó de un apetecible y sabroso aroma como consecuencia
de la estela que emanaba desde el tórrido caldero. Al lado de la trébedes se hallaban: un oblongo puchero, con
un solo asa lateral; con las paredes abombadas, por dentro, de un inmaculado y
suave gris-perlado; y por fuera, de un rojo opaco y oscuro con su base tiznada
de negro. En su interior bullía con alegría el agua cubriendo una docena de
hermosos huevos camperos, y junto a él, un puchero ancho y alto con dos asas
dónde los borbotones del agua junto a dos hojas de laurel y un puñado de sal
anunciaban que era el momento de añadir la deliciosa y socorrida pasta.
El cariñoso y bien mandado, recogió dos
garrafones verdes de plástico rugoso y los introdujo dentro de la costera y se
alejó del lugar pedaleando con frenesí. Cinco minutos después, llegó sudoroso y jadeante a la fuente. Esta, se
encontraba junto a un enorme canchal. Desde el exterior, se asemejaba a una
casa pequeña, las paredes estaban construidas en su totalidad con piedras y
argamasa; el tejado, cubierto por dos enormes, finas y labradas losas de roca
ígnea plutónica, o sea de granito.
Para acceder a su interior era preciso
descorrer un cerrojo y abrir una pesada y deteriorada puerta de hierro. Esta,
impedía el libre acceso de los animales, tanto el de los domésticos como el de
las alimañas. Una vez dentro, lo primero que se notó fue la frescura del lugar;
después, se percató de que a un metro de la entrada, se hallaba un antepecho de
unos cincuenta centímetros de altura que ocupaba todo el ancho de la fuente.
Este había sido construido con ladrillos macizos y enlucido con argamasa. Al
lado derecho, a modo de rebosadero habían dejado un ladrillo por colocar y a
través de la hendidura fluía el agua sobrante a un pequeño canal que a su vez la reconducía
hasta media docena de pilas de granito que habían sido rebajadas y preparadas
por unos canteros años atrás, y que servían de abrevadero para el ganado;
situadas estas a unos quince metros del manantial. En el canal, en el interior
de la fuente, había un pequeño habitáculo que era utilizado para lavar y
enjuagar los recipientes antes de ser introducidos en el cristalino y
refrescante líquido que había detrás del antepecho. Continuó escudriñando cada
rincón y observó que en una de las paredes, en un recoveco, descansaba un
pequeño bote realizado en latón, a modo de taza, y asiéndole por su asa, tras
darle un aclarado, lo llenó un par de veces y, se bebió ambos de un solo trago.
Luego, después de cumplir con el ritual de enjuagar las garrafas, se arrodilló
y, apoyando su pecho sobre el murete de contención, introdujo el recipiente, y,
tras hundirlo con ambas manos, comenzó a escuchar el cambiante y melódico glub,
glub, glub, glubglubgluglub glub del trasiego del agua.
Mientras se llenaba la garrafa, miró hacia
arriba y se estremeció al comprobar la inmensa cantidad de diminutos, negros y
zanquilargos morgaños que pululaban a sus anchas por la rugosa, fresca y
deteriorada techumbre: «¡Jodé!, cuántos bichos hay aquí» —exclamó a viva voz y,
tras llenar los envases y depositarlos en el exterior, cerró la puerta, echó el
cerrojo y, de la misma manera que había llegado..., se marchó.
Tras su regreso, se encontró puesto sobre la
mesa un rico, colorido y abundante plato de humeantes y sabrosos macarrones con
tomate, junto al cual, en otro más pequeño, de blanca porcelana, había un par
de huevos cocidos. Los cogió, los golpeó con el mango del cuchillo, los peló y,
después, los troceó dejando caer los trozos sobre la montaña de pasta, cogió el
tenedor para mezclarlo y comenzó a devorarlos como si llevase quince días sin
comer, sin importarle que por las comisuras de los labios se le escapase, de
vez en cuando, la deliciosa salsa
casera.
Después de saciar el apetito, lavarse las
manos y el bermejo hocico, se fue a descansar al islote, bajo la frescura de
los alisos, y recostado sobre una jarapa multicolor: se quedó profundamente
dormido hasta que, a eso de las cuatro y media, fue despertado por el
estrepitoso griterío que causaban una quincena de alborotadores e ilusionados
chiquillos que venían caminando, cargados como burros con las meriendas los
mayores, y, livianamente los más pequeños. Al presentir quiénes eran, sintió la
necesidad de salir a su encuentro para recibirles:
—¡Jodé! Lo que habéis tardao en vení.
—Menua caló que hace —justificó con voz
atiplada la mayor del grupo, Rocío.
—Ya, mi niña, ya… Pero asín y tó…; aunque
haga caló…: se puede vení corriendo, ¿no?
—Sí, sí, ¡ya! Sobre todo con estos
—especificó tratando de justificarse de nuevo, mientras señalaba con su dedo
índice a los más pequeños—, que andan más despacio que las tortugas…, y, por si
fuera poco…: se enrreán más que las zarzas.
Rocío era una chica agraciada de tez blanca
y curtida por el sol, de trece años. Sus largos y negros cabellos solía
llevarlos recogidos en dos cuidadas y voluminosas coletas; sobre su pequeña y
estrecha frente, destacaba el corte recto de un tupido flequillo; sus grandes,
verdes y vivaces ojos, estaban circundados por unas largas y rizadas pestañas;
sobre su pequeña, redondeada y recta nariz así como en sus pómulos, estaban
esparcidas unas diminutas y graciosas pecas. Tanto en sus encarnadas mejillas como
en las comisuras de los labios, era visible alguna que otra desagradable
espinilla. Rocío era bastante alta y delgada como una «tarma». Sobre sus
extenuados y largos brazos se podían observar restos de calcomanías, que habían
comenzado a degradarse por el efecto del transcurso del tiempo y las continuas
zambullidas acuáticas; sobre su muñeca derecha, portaba una colorida pulsera
cuadrada, que ella misma había confeccionado con unas finas, redondas y huecas
tiras de plástico. Rocío era también una chica risueña, amable y de buen trato,
aunque a veces se mostraba obstinada. El resto de la cuadrilla, además de verla
como una buena amiga, generosa y cariñosa, veían en ella los signos que
evidenciaban la transformación física por la que estaba atravesando.
Una vez que llegaron a la zona de baños,
después de poner las toallas tendidas al sol sobre la verde y fina hierba y
colgar de las ramas el sustento, salieron corriendo y gritando «¡Al agua
patooooooos!» todos, excepto Antonio, que se encaminó hasta el islote para
recoger su peculiar flotador, una negra y grande cámara de rueda trasera de
tractor. Esta, hacía las veces de barca para surcar e investigar todos los
remansos y recovecos por los que discurrían las tranquilas aguas cuando estaba
solo, y como lanzadera y lugar de juegos cuando la pandilla se juntaba por las
tardes. Desde ella, los mayores, se lanzaban al agua de cabeza y después de
nadar y chapotear unos metros, regresaban para continuar jugando. —Era entonces
cuando el río se llenaba de vida, personas, carreras, risas, llantos y gritos—.
El juego consistía en que para volver a lanzarse, tenían que acceder buceando y
resurgir a través del hueco interior mientras que los demás permanecían
agarrados unos a otros esperando a que les tocase el turno. La animación estaba
asegurada, ya que no todas las veces lograban mantenerse en pie sobre la
improvisada isla flotante. Era entonces cuando competían por ver quien
conseguía subir el primero, poniendo así en juego su astucia y destreza.
Los pequeños, se divertían haciendo carreras
para ver quién llegaba antes a la orilla de la represa, embutidos en sus
flotadores con cuello y cabeza de patos unos, y con coloridos y fluorescentes
brazaletes los otros.
Después de un par de horas, de incesante y
agotador entretenimiento, a eso de las siete, llegó la hora de reponer fuerzas
con los grandes y deliciosos bocadillos de jamón y queso unos, y de sabrosa
tortilla de patatas otros, y el resto: de chorizo, mortadela con aceitunas,
chóped o jamón de York. Estos fueron engullidos, en un par de minutos, sin
miramiento alguno: provocado por el voraz apetito que causan y requieren, tras
el desgaste energético, los juegos acuáticos. Agotadas las viandas, después de
relajarse un poco y recoger todos los accesorios, retornaron a sus respectivas
casas, poco a poco, por el largo, polvoriento y frecuentado camino.
Como cada tarde, al regresar de la ciudad,
José cumplía con el protocolo cotidiano.
—¿Qué tal marido?... ¿Vienes mu cansao?
Aparentemente, sin poderlo evitar…, Manuela
soltó una amplia y enfática carcajada, cuando vio que a lo lejos se acercaba
corriendo el cazador cazado.
—¿Qué te jace tanta gracia? —consultó al
observar como se carcajeaba sin venir a cuento.
—No, na… ¡Ja, ja, ja! ya te lo contará tu hijo,
que por ahí viene.
—No. La verdá es que hoy hemos trabajao mu
poco —balbució, con una ligera sonrisa dibujada en sus labios—.
—Papa, papa… —chillaba excitado, tan rápido
como corría.
—¡Qué habrás liao hoy, Pirata! —exclamó con semblante alegre al
llegar junto a él.
—Papa…, papa. Esta mañana…, cuándo iba a
«tirá» el pantalón…, en el camino me salió una serpiente más grande que yo […].
¡Hasta pelos negros tenía el bicho en la cabeza, papa!—dijo para rematar la
detallada y extensa conversación.
—Hijo, ¿no sería una lumbrí? —insinuó en
tono jocoso.
—No, papa, no. Era tan grande o más como las
serpientes con las que se pelea el Tarzán, en las penículas.
—¡Caramba!
—exclamó, al tiempo que con la mano derecha se levantaba y llevaba la
gorra visera hacia atrás—. ¡Sí, sí que era grande la condená!... Habrá que
avisá a los guardias pa que la maten.
—Papa, ¿no me cree usted? —gruñó con voz
altiva.
—Sí, hijo, sí… ¿Cómo no te voy a creé?... Si
una vez estuve luchando bajo el agua más de siete horas contra un pez enorme…,
y, hasta que no le clavé el cuchillo deciseis o decisiete veces en los pulmones
no pude terminá con él.
—Papa, pero ¿Está usté seguro?... El maestro
ha dicho que los peces no tienen pulmones.
—Hijo, los maestros saben mucho de números y
de letras…; pero de la vida, y de los peces…: sabemos más los pescaores…, ¿no
me crees, hijo?
—Sí, papa… si lo dice usté…, será verda.
—¡Hay que vé! —dijo Manuela, aún entre
risotadas, las cosas que le pasan a este hijo, mío.
—No, mujé…, no te rías del muchacho. Lo
ca'visto esta mañana…, es un macho de culebra bastarda…, y esos puén crecé más
de dos metros.
—No, no, marido, si no me río de que le den
miedo las culebras, sino porque el joío: s'ha cagao por las patas pa'bajo.
Los tres rieron hasta hartarse por lo que
había acontecido, pero sobre todo, por el desagradable y maloliente final.
Tras mirar un par de veces, Manuela, su
pequeño y dorado reloj de pulsera:
—¡Venga! Vamos a cená…, que son las nueve…,
y, enseguía, s'hace de noche.
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