Pasaron
un par de semanas hasta que —Tiempo que José estimó razonable para que Julián
pudiese contratar un sustituto—, a eso de media mañana, Antonio se presentó en
el polígono industrial y se paró frente a una grandiosa puerta metálica, toda
ella pintada de gris azulado y en su parte más alta, xerografiado con letras
rojas «Taller mecánico, chapa y pintura E. Martínez». A esa hora, los operarios
se encontraban comiendo el bocadillo en los vestuarios. «Aquí es» —se dijo a sí mismo, al bajarse de la Orbea. Acto seguido,
con paso firme, se dispuso a entrar en aquel espacioso y descuidado lugar, sin
presuponer en ningún momento que a su paso saliese un viejo, ruidoso y
enfurecido pastor alemán que trataba de persuadir al recién llegado con sus
gruñidos y mostrando sus fauces raídas y maltrechas. Ambos se pararon en seco,
frente a frente, y tras mirarse fijamente a los ojos, sin titubear ni un
instante: «¿Qué te pasa bonito?... Ven aquí ven, ven, ven bonito ven» —dijo,
sonriendo y golpeándose suavemente con su mano derecha sobre su propio muslo.
Al comprender el viejo guardián que el
desconocido no traía ninguna mala intención, bajó la cabeza y moviendo
tímidamente su cola se fue acercando hasta que notó que alguien le acariciaba
la cabeza y, en agradecimiento, este se enarboló de patas sobre Antonio y
comenzó a lamer su mano.
Al prestar atención, al arrojo y angustia
con la que el viejo Sultán había gruñido… Andrés emergió, masticando, con un
emparedado de jamón y queso entre las manos tras la puerta de un reducido y
desidioso despacho que se encontraba situado a la derecha del portón principal:
—¿Querías algo chaval?
—Sí señó. Buenos días, ¿sabe usté si está
por aquí el señó Andrés?
—Pues depende de a qué Andrés estés
buscando.
—Al encargao.
—Siendo así, estás de suerte amigo —dijo con
una leve sonrisa—. ¿Y para qué me buscabas?
—¡Ah!, pos, mire usté, que vengo de parte
del Toribio… que m'ha dicho que aquí necesitan un pinche.
—Sí, así es. ¿Sabes algo de mecánica, tú?
—N…no mucho —farfulló—. La verdá es que solo
me se da bien arregla las bicis y el amoto de mi padre, pero puedo aprendé.
Tras pasarse la mano por la barbilla y
pensárselo unos treinta segundos:
—¿Cómo te llamas? —interpeló Andrés.
—Antonio Hinojal Sánchez. Soy el hijo
pequeño de José el pescaó…, ¿conoce usté a mi padre?
—Vives en La Data, ¿verdad?
—Sí, señó.
—¿Cuántos años tienes?
—El mes pasao cumplí los diecisiete.
Pasándose la mano un par de veces por el
mentón:
—¿Es la primera vez que vas a trabajar?
—No señó, he estao catorce meses trabajando
en un almacén de la calle del Sol, en el de don Julián —especificó sin
titubear, Antonio.
—¡Ah! Sí, lo conozco… ¿Y por qué has dejado de trabajar allí?
—Pos, mire usté, le voy a decí la verdá,
allí m'aburría mucho. Hay que hacé todos los días la mismo.
—Bueno, chaval, pero eso es algo normal en
cualquier trabajo. ¿Y crees que aquí no te aburrirás?
—No, señó. Aquí, no.
—¿Y por qué supones que en este lugar será distinto?
—Mire usté, eso es mu fáci, porque me gusta
la mecánica.
—Bueno, chaval, me gusta lo sincero y lo
dispuesto que parece que estás. ¿Sabe tu padre que has venido aquí?
—Sí, señó.
—Bien…, pues, sí es así, dile que se pase
por la oficina, él tiene que firmar su autorización, y no te olvides de traer
la cartilla de la
Seguridad Social y tu DNI para poder darte de alta en la
empresa.
Dominado por la emoción, sin poder evitar la
irrigación de sus lúcidos y dilatados ojos:
—¿Eso quiere de…decí qu…que me han
co…cogío pa…para trabajá? —farfulló.
—Así es, chaval.
—Muchas gracias señó Andrés, y, ¿cuándo
puedo empezá?
—Ya te he dicho antes que tiene que venir tu
padre.
Y, tras despedirse, como siempre tomó
carrerilla y dando un salto se encaramó sobre su inseparable y servicial
bicicleta y comenzó a pedalear enérgicamente siguiendo el trazado que la N-630 marca a su paso por la
susodicha ciudad y, una vez superado el cuartel de La Constancia , giró hacia
la derecha con dirección hasta la rotonda de Los Alamitos, y una vez allí,
volvió a girar en el mismo sentido y, a través del acerado, bajo la fila de los
centenarios y colosales eucaliptos que terminaban frente a la Prisión del Partido, llegó
a La Data.
A la mañana siguiente, sábado, mientras
trataba de quitar la verdinegra y raída lona que ocultaba y daba cobijo, en las
frías y oscuras noches de otoño e invierno, a la decrépita Derbi, José alzó la
cabeza al escuchar el leve chirriar que la maltrecha puerta del portal hizo al
ser abierta y, al mirar hacia ella, vio aparecer a Antonio:
—Vamos Pirata, súbete al amoto, que mos
vamos p'al tallé, ¿tiés tos los papeles? —preguntó haciendo un gesto con el
mentón hacia arriba.
—No, papa, no los he cogio porque usté no
m'ha dicho na —arguyó—; pero no se precupe usté, que ahora mismo subo a por
ellos.
«Este muchacho, no sé a ónde tendrá la joía
mollera».
Después de varios y fallidos intentos,
quejándose con voz ronca y agarrotada, el arcaico ciclomotor trataba, no sin
pocas dificultades de ponerse en funcionamiento, entre amagos de ahogo e
ímpetus por conseguirlo, entre rugidos de sofocación y una irrespirable
humareda, entre un pestilente y fortísimo olor a gasolina mal quemada.
Tras unos minutos, bajó las angostas
escaleras, como tenía por costumbre, y tras salir del portal:
—Papa, ¿le pasa algo al amoto?
—No, hijo, no. Que está mu fría.
—¿Solo fría, papa?
—Bueno, también es verdá que tié sus años,
pero aún carrula bien…, anda, súbete que mos vamos —dijo después de que el
vetusto ciclomotor lograse ponerse en marcha, tras vencer los achaques que el
frío de la noche y los muchos años que sobre él pesaban.
Unos minutos después, al llegar a la altura
de la gasolinera de Los Álamos, aferrado con firmeza al talle de su progenitor
y con la testa reclinada sobre su espalda, tras escuchar un indescifrable
murmullo:
—¿Qué dice?... No l'he entendio na, papa
—dijo subiendo dos tonos su voz.
—¿Qué a ónde está el tallé? —gritó aún más
fuerte, José.
—Papa, está justo en frente de INPANSA,
¿m'ha oío usté? —gritó.
Asintió un par de veces, sin apartar la
vista de la transitada carretera. Al cabo de unos metros, aminorando la marcha,
indicó a los demás conductores, con su brazo izquierdo, la intención de girar
en ese mismo sentido y, un par de segundos después de realizar la maniobra, se
bajaron del vehículo frente a la puerta principal.
Sultán salió raudo a su encuentro, de manera
amigable, al reconocer a Antonio; aunque al mismo tiempo, trató de persuadir a
José mostrando su «ferocidad», y sus amarillentos y raídos dientes.
—Tranquilo, mi niño, que es mi padre —dijo,
al tiempo que se agachaba y lo estrechaba contra su pecho y el anciano y
obediente animal cerró sus fauces, dejó de gruñir y comenzó a trotar y dando
pequeños saltos evidenció que había comprendido el mensaje.
Padre, hijo y perro se dirigieron hacia un
reducido grupo de obreros que se encontraban abstraídos en plena faena, entre
un gran número de polvorientos y accidentados vehículos.
Al percatarse Andrés de la presencia de los
recién llegada se dirigió hacia estos tratando de limpiar sus pringosasy ennegrecidas
manos frotándolas en un deshilachado y colorido ramillete de algodón:
—Hola, buenos días señó Andrés —saludó
adelantándose sin poder reprimir su inquietud ni el estado de júbilo.
—Buenos días. Hola José, ¿qué tal, cómo
estás? —saludó al tiempo que le tendía la mano.
—La verdá es que no mos poemos quejá...
enmientras que no farte el trabajo.
—¡Oh!..., ¿es qué ya se conocían? —musitó
Antonio.
—Pues claro que sí… Plasencia no es más que
un «pueblo», y los que somos de aquí nos conocemos todos, ¿verdad que sí José?
—Sí, asín es. Y, en nuestro caso de toa la
vía, además de que semos casi familia.
—Bien…, pues, vayamos al meollo de la
cuestión —dijo mientras se adentraba en el minúsculo y desidioso despacho—. A
ver Antonio, dame la cartilla de la Seguridad Social y el DNI.
Tras retirar con sumo cuidado la diminuta
goma, del símil negro y plastificado que hacía las veces de billetera, extrajo
los documentos y los depositó sobre la mesa. Andrés comenzó a teclear con
soltura en su prehistórica Olivetti, pluma 22, para rellenar los impresos
oficiales para dar de alta al nuevo empleado. Una vez concluido; tras marcar
con lapicero una pequeña x, los depositó y presentó a la firma sobre el
escritorio. En primer lugar sería Antonio y, mientras este garabateaba su
rubrica, Andrés extrajo una pequeña lata negra y cuadrada de uno de los
múltiples cajones que disponía el mesa. Después la abrió de par en par y miró
hacia José. Él asintió con un leve gesto.
—Ya sé que tengo que untá el deo y después
ponelo encima de la cruz y, ¿con esto vale, no?
—Sí, así es.
—¿Y, cuándo puedo empezá a trabajá?
—El lunes, a las nueve y media, que es
cuando abrimos.
—¿Tié que traé ropa de trabajo?
—No, no te preocupes por eso. Le daremos un «mono»,
aunque con lo grande que es, no sé si tendremos de su talla.
—¡Ah, güeno! Sí es asín, no hay más que
jablá.
—Venga, pues, hasta otro día José, y a ti,
Antonio, hasta el lunes.
—Adiós, adiós —dijeron uno detrás del otro.
En esta ocasión, el ciclomotor arrancó al
primer pedalazo y, tras encaramarse padre e hijo sobre este, dirigiendo una
última mirada hacia el taller, se despidieron de Andrés con un leve movimiento
de cabeza hacia arriba y este les respondió agitando la mano en alto al tiempo
que retornaba a sus quehaceres.
Quince minutos después, llegaron al barrio
y, tras dejar el vehículo bajo la acacia de de costumbre, José decidió
acercarse hasta la piconera, y Antonio, a deambular por la plazuela. De
repente, sin saber porqué, comenzaron a desfilar por su cabeza un sin fin de
lindos y placenteros recuerdos que le transportaron hasta su más tierna
infancia; pero de súbito, al concienciarse de que ya nada era igual, comenzó a
sentir, que su corazón latía al doble de lo normal, que sobre su frente
afloraba un frío sudor y que un escalofrío recorría su cuerpo de arriba abajo.
Temiendo que le pudiese estar dando un infarto comenzó a caminar hacia casa con
paso largo y firme, cabizbajo, consternado… hasta llegar al portal, el tiempo
se le hizo eterno, a pesar de que apenas eran cincuenta los metros que le
separaban de su objetivo: estar al amparo bajo el techo familiar.
Subió las angostas escaleras, como tenía por
costumbre, tiró del cordón y directamente se adentró en uno de los dormitorios.
Al observar Manuela hacia donde había dirigido su hijo los pasos, corrió a
preguntarle:
—¿T'ha pasao algo, hijo mío?» —interpeló al tiempo que lo abrazaba.
—No, mama, solo que estoy cansao —mintió
para no preocuparla.
—No sé por qué; pero presiento, que algo
malo t'ha debio ocurrí… te conozco mu bien, hijo… y esa cara que traís no es mu
normá en ti.
—Me voy a tumbá un ratino. Me duele un
poquino la cabeza.
Manuela puso la palma de su mano sobre la
frente de este.
—Pos, fiebre no tienes, hijo, pero si estas
cansao como dices, acuéstate un poquino y enseguia te se pasará —argumentó
tratando de alentarle.
Una
hora después, se asomó con sigilo al dormitorio y al observar que estaba
despierto:
—¿No estas mejó, hijo mío?
—Sí, mama. Ya estoy bien.
—Pos, venga, alevántate, que estamos tu
padre y yo esperándote pa comé.
Lo acontecido durante la mañana, determinó que decidiese quedarse toda la
tarde en casa junto a sus padres. Hasta que, a eso de las once y media, tras
despedirse, con un par de besos, como siempre, y un hasta mañana: se marchó a
dormir.
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