domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo II Episodio 16

Se acercaba el día 1 de noviembre, Antonio convenció  a Marisa para pasarlo juntos.   —Desde varios siglos atrás se viene celebrando en la ciudad la Calbotá, un ritual que consiste en la reunión de amigos, vecinos y familiares que acuden al campo para asar castañas y compartirlas. Es así mismo una tradición de origen medieval y cristiano celebrando con ello el día de Todos los Santos—. A partir de aquel día, por los besos, arrumacos y carantoñas que estos se propinaban sin esconderse de los demás, en el barrio daban por hecho que entre ambos había algo más que amistad. Para Antonio, en cambio, no suponía más que el hecho de que lo pasaban bien juntos y que mantenían relaciones sexuales. Marisa era consciente de ello y no le daba mayor importancia.
   El tiempo, como siempre; sin esperar por nada ni por nadie, siguió transcurriendo y, cómo aquel que no quiere la cosa, llegó Semana Santa y, una semana después, la pareja se encontraban en Valcorchero, en las inmediaciones del Cancho de las tres cruces, celebrando el día de La Canchalera.La Virgen del Puerto es la patrona de la ciudad de Plasencia y esta es venerada por casi al cien por ciento de los vecinos de la ciudad—. El día, a pesar de lo que se celebraba, no salió muy católico, amaneció grisáceo y frío; pero como es habitual en primavera, este fue desprendiéndose de los oscuros nubarrones, y, a eso del mediodía, la temperatura se acercaba más a la estación siguiente. Después de haber comido y bebido cuanto quisieron, Marisa comenzó a sentir cómo el sudor se manifestaba no solo en su interior, sino que este de hizo notorio en las axilas y en la frente, motivo por el cual esta se desprendió de la ropa de abrigo, dejando al descubierto por unos instantes su vientre:
    —Vaya panza que se te ha puesto tía —dijo con tono jocoso, Antonio.
   —¡Ojalá que solo fuera de comer y beber! —respondió con serio semblante, ella.
   —¿Pos, a vé de qué va a sé, si no?
   —¡Ah! ¿Es que tú no lo sabes?
   —¿Lo qué?
   —Pues, que estoy embarazada.
   —¡No me jodas! ¡Vaya, lo que te faltaba ahora! —contestó como si con él no fuese la causa.
   —¿Cómo que lo que me faltaba? —inquirió, enarcando las cejas—, ¿eso es todo lo que se te ocurre?
   —¿Y, qué quieres que haga?
   —Pues, nos tendremos que casar, ¿no crees?
   —Bien…, tengamos la fiesta en paz, a vé si ahora que ha salio el sol me vas a aguá la fiesta… Ya hablaremos de eso otro día… Y, si es verdá eso de que estás preñá ¡deja de bebé y de fumá! —exigió con tono inquisidor.
   Tras la discusión continuaron visitando a los amigos y familiares que se hallaban por las inmediaciones del santuario.
   —¡Venga, vámos pa'bajo! que ya va siendo hora —dijo tras asistir a la subasta por  ver quién sacaría  en procesión a la Virgen.
   Marisa frunció el ceño y, en silencio, siguió tras los pasos de él, a un par de metros de distancia.
   —¿Entonces qué piensas hacer? —dijo media hora después.
   —¿Qué pienso de qué?
   —Conmigo y con nuestro hijo.
   —¡¿Nuestro?!... No me toques los cojones…, ¿ya sabes que yo soy el padre?
   —¡A ver, de quien va a ser!... Del cura y del señor Obispo desde luego que no.
   —Sería mucha casualida que después de haberte acostao con toda la tropa, el niño sea solo mío.
   Rompiendo a llorar e invadida por la impotencia:
   —¡Cómo te atreves a decirme eso, estúpido! —exclamó fuera de sí—: Sabes mejor que nadie que desde que estoy contigo no me he vuelto a acostar con ningún otro  —manifestó sollozando.
   —Bueno… bueno, eso es lo que tú dices... pero por el cuartel, se oye otra cosa bastante diferente.
   —¡Ah, sí!    ¿Y, qué dicen?
   —Que t'han visto del brazo del sargento López y que os estabais dando el lote en el bar La Cabaña, el domingo pasao.
   —¡Qué hijos de p…! —exclamó alzando su voz—. Pero ¿cómo se pueden inventar semejante disparate?
   —No lo sé... pero el caso es que eso, anda de boca en boca, por tó el cuartel.
   —Bien…, pues como tú quieras… no pretenderás que te lo tenga que suplicar, ¿verdad?
   —Ni tú, que yo tenga que cargá con el mochuelo.
   Ella se apartó del camino romano y se sentó sobre un canchal, él se giró: «¡ Pero, bueno!..., ¿y ahora que hoctia te ocurre?»
   —Déjame en paz —gritó—. A mí no me pasa nada ¡Vete! Que no quiero saber nada más de ti… ¡Maldita sea la hora en que te conocí!
   Él, se acercó tratando de hacerla entrar en razones; pero al cabo de media hora, desistió y lo dejó todo por imposible.
   Unos días más tarde, se cruzó con ella cuando esta iba a recoger el rancho familiar.
   —Hola mi niña, ¿te s'ha quitao ya el cabreo? —dijo, tratando de suavizar la desagradable situación en que ambos se encontraban.
  Marisa, acelerando el paso, continuó caminando, con la cabeza bien alta y contoneándose, cómo si no le hubiese visto.
  —Pos, ahora sí que te van a dá porculo… Ya sí que no quiero sabé na del niño.
   Una mañana, paseando por el barrio, Antonio escuchó a los ancianos que estaban sentados en la acera, al cobijo del abrigo de las propias viviendas:
   —Vaya cara que tié el gachó —dijo el que estaba  más  encogido.
   —Ya se veía vení… Este zangandumbo ha cambiao mucho ende que se fue su madre pal patatal —añadió el más anciano.
   —Ahora a vé quien va a cargá con la criatura —indicó un tercero apenas sin fuelle.
   Haciendo oídos sordos, cómo si con él no fuese la historia, al llegar a su altura, les dio las buenas tardes.
   El capitán Guerra, al verse humillado y ser objeto de burlas y murmuraciones entre los demás oficiales, solicitó el traslado inmediato, y, un par de meses después, su familia y él se fueron a vivir a Cáceres.



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