domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo II Episodio 17

   El tiempo siguió transcurriendo, como siempre...
   —¡Jodé! Hay que vé lo rápido que se pasan los días y los meses —dijo Antonio.
   —¿Por qué lo dices, tío? —indagó el cabo furriel.
   —Ya ha pasao más de un año desde que llegué aquí.
   —La verdad es que sí, hay veces que el tiempo corre muy a prisa, sobre todo cuando no esperas nada —respondió Valerio, el cuartelero.
   —¿Sabéis de qué tengo ganas? —dijo, mirando a los dos—. Estoy deseando que llegue la semana que viene, ¿vosotros no?
   —No te creas que muchas, pero si hay que ir…, se va y ya está...; aunque a decir verdad, prefiero dormir en una litera antes que en la tienda de campaña sobre el duro suelo —razonó Valerio.
   —¡A mí me da igual!—exclamó el cabo furriel.
   —¡Atenta la compañía! —gritó Valerio, interrumpiendo la conversación—. Sin novedad en la compañía mi teniente —informó con voz clara y altiva al tiempo que se cuadraba, cumpliendo con el protocolo militar.
   El resto de los soldados, de un salto se pusieron en pie junto a las camas, en posición de firmes.
   —Está bien…, está bien, pueden continuar —respondió con voz grave, sin más el oficial ,iemtras se adentraba en el despacho.
   Llegó el día tan ansiado por Antonio, eran sus primeras maniobras y estaba ilusionado  a la par que nervioso: ya que la monotonía del cuartel, le hacía sentir que los días se dilataban y se convertían en tediosos.  Para él, lo mejor del evento, además de que ni siquiera tendrían que salir de las inmediaciones de Plasencia para llevar a cabo las maniobras militares, era que compartirían el campamento con un grupo de elite, las COES.
   En el recinto militar estaban todos preparados, desde las diez de la mañana, esperando la orden para partir rumbo al destino. Un cuarto de hora después:
   —¡Soldados, a formar! —gritó un cabo primero y, acto seguido, miró al sargento y este a su vez al teniente y este al capitán, y este al comandante y este al coronel… buscando con la mirada el permiso solicitado por el de menor graduación, y, al asentir  el de las tres estrellas de ocho puntas:
   —Firmes  ¡arrr! —gritó de nuevo el cabo—: Soldados… —dijo alzando la voz tanto como sus cuerdas vocales le permitieron—, al romper filas, cada uno que recoja su equipo y se suba al camión preasignado… Rompan filas ¡arrr!
   En poco más de diez minutos, el convoy salía por la puerta que daba a la N-630. En cabeza circulaban tres Continentales, seguidos por dos Reos; un Pegaso, como aljibe, cuatro Avia y, cerrando el séquito, un par de ambulancias Land Rover, ligero.
   Al volante de uno de los Avia, sonriente a la par que nervioso iba, tan feliz como una codorniz en primavera, el hijo de José, el pescador.
   Quince minutos después, tras pasar por encima del cauce seco del Arroyo Grande, se detuvieron en el camino pecuario y, siguiendo las órdenes de los oficiales, giraron los vehículos hacía la margen izquierda y comenzaron a surcar campo a través hasta llegar al lugar previsto para maniobrar durante un mes en la finca de La Data. —Lugar elegido por la infinidad de recovecos que se hallaban entre las encinas, carrascas, espinos, retamas, escobas y canchales—. Allí, en mitad de la campiña, se encontraban más de un centenar de militares, limitando al Valle de las cigüeñas por el norte; al Arroyo del Molinillo, por el este; a unos ochocientos metros de el Cerro de la Data, por el oeste; y flanqueados, por la Cañada Real y Los Maizales, que estaban junto a esta, por el sur.
   Las fuertes temperaturas eran los principales inconvenientes. Motivo por el cual los ejercicios y actividades de combate comenzaban al caer el sol, y, la mayoría de los días, estos se prolongaban hasta el amanecer.
   Bajo la sombra de una encina, Antonio recordaba que tiempo atrás todas esas aventuras eran capitaneadas por él mismo. La única diferencia era que los que le acompañaban, en vez de ser sus amigos de siempre, eran personas adultas y que todos vestían el mismo uniforme. Tampoco eso le supuso ningún trauma, ya que de algún modo él se sentía el líder, por el hecho de que los oficiales acudían a él para preguntarle por la situación exacta de las fuentes más cercanas con el fin de abastecerse de agua potable para el campamento.
   Después de realizar las actividades nocturnas, excepto los que estaban de guardia, solían aprovechar las mañanas para dormitar en las tiendas de campaña, o bien bajo cualquier arbusto con el fin de mitigar el asfixiante y pegajoso calor que en verano habita en las dehesas extremeñas.  A mediodía, después de tocar a fajina y terminar de comer, los que estaban exentos de servicio, y, siempre con la aprobación del oficial de guardia, disponían de unas horas libres para hacer lo que les apeteciese hasta el atardecer. Y cómo consecuencia era frecuente el tránsito de soldados que iban y  venían por el improvisado y polvoriento camino que  nacía en el asentamiento militar y que conducía hasta las inmediaciones de El Molino de la pared bien hecha. Una vez allí, la tropa se desprendía de sus vestiduras y, en calzoncillos,  se lanzaban y zambullían en las templadas y sosegadas aguas del río Jerte, cómo si se tratase de una manada de jóvenes e intrépidos patitos adentrándose por primera vez en la mayor fuente de vida, justo a la altura de  la Playina  de los Ángeles.
   El tiempo, como siempre...
   —¡Jodé! Qué pena que solo nos queden dos días para levantá el campamento —se lamentó Antonio.
   —¿Tú no te cansas, tío? —indagó su amigo y compañero, Abelardo.
   —¡¿Cómo me voy aburrí?!, si esto es cómo si ya lo hubiese vivió antes.
   —No, si yo lo digo más que nada por el calor que hace durante el día. Lo que hacemos por las noches, a mí también me apasiona.
   —Para mí esto es un juego que m'ha hecho regresá y revivir mi infancia, a mis amigos de antes
   —¿Quieres decir con eso qué ya no lo son?
   —Bueno…, no es asín del tó...; pero ya no es como antes…, ahora cada uno va por su lao y con quien quiere —aclaró sin poder evitar el pasajero estado de melancolía que le produjo el tener que responder aquella pregunta.
   —Ya, te comprendo. Es lo que tiene esto de hacerse grandes —razonó Abelardo—, uno tiene que ir haciéndose a la idea de que hay que ir dejando cosas  atrás, para que más adelante podamos ir conociendo otras: es ley de vida y de naturaleza.
   —Sí, entiendo lo que quieres decirme…, pero los amigos y los familiares no son cosas que haya que ir dejándolas olvidadas. Y, eso es lo que más me duele —recalcó, sin poder evitar que sus ojos y mejillas se inundasen en cuestión de un par de segundos.
   —Bien, dejemos ya el tema y disfrutemos de estos dos días que aún nos quedan  —sugirió Abelardo.
   —Sí, tienes razón… Vamos a darnos otro chapuzón, que enseguia, nos tenemos que  pirá p'al campamento.
   Y, como todo lo que tiene un principio ha de tener un final, llegó el día de licenciarse, allá por el mes de enero: quedando así, libre, compuesto y sin novia.



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