Un viernes, a última hora de la tarde, en la
oficina.
—Señó Emiliano, ¿da su permiso?
—¡Adelante! Antonio.
—¿Me puedo cogé un día de vacaciones?
—Sí claro ¡Cómo no!
—Es que tengo que ir a Cáceres pa comprarme
algo y…
—¿Para cuándo quieres el día?
—¿Puede sé mañana?
—Bien, por esta vez de acuerdo; pero, de
aquí en adelante, cuando tengas previsto alguna otra cosa: me lo haces saber
con más tiempo.
—Muchas gracias, señó Emiliano.
—No hay de qué, Antonio.
A la mañana siguiente, a eso las siete, tras
accionar la puesta en marcha del vehículo, con las ideas claras y el rumbo
prefijado, se desplazó hasta la capital de provincia. Al llegar a Cáceres,
aparcó el automóvil prácticamente a las afueras de la ciudad y continúo a pie
deambulando por esta, hasta que, preguntando a los viandantes, logró situarse
frente a la puerta de un gran almacén donde se podía adquirir cualquier
artículo relacionado con la acampada y los deportes al aire libre y, una vez en
el interior, después de comparar precios y modelos, se decantó por una de
tamaño familiar, seis plazas además del porche y, tras realizar el pago,
echándosela sobre el hombro, regresó hacia el lugar donde había dejado
estacionado el vehículo.
Pasada la noche en vela, tras levantarse y
desayunar, cogió todos los bártulos y, echándolos al maletero del vehículo,
emprendió el camino hacia la Isla
del Pirata, como él la llamaba y, una vez allí, después de fumarse varios
cigarrillos y, tras un par de intentos frustrados, por fin, dos horas más tarde se jactaba al
contemplar realizada la idea que le había surgido tiempo atrás, estando de
maniobras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario