domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo II Episodio 6


Allá por el mes de marzo, a través de una tercero, el director del colegio, envió una misiva a los padres de Antonio:

Plasencia, 18 de marzo de 1974
Muy señores míos:
Ruego tengan a bien, la amabilidad de ponerse en contacto con esta dirección. Así mismo, les recuerdo que estaré a su entera disposición, en horario escolar, en el despacho de dirección.

 Atte. el director
   Gregorio Fernández Alonso.


Gregorio Fernández Alonso era un hombre de baja estatura, poco pelo y cara redonda; sus pequeños, redondos y vivarachos ojos se ocultaban tras unos graciosos y esféricos lentes de fina moldura dorada, que a su vez descansaban sobre una prominente y generosa  nariz. Su trato, para con los demás, era exquisito y concienzudo, le gustaba hablar con serenidad, aunque tenía por costumbre  ir al grano sin más dilación. Esa era una de las virtudes, que más les gustaba a quienes trataban con él. Durante la conversación, si tenía que llamar a las cosas por su nombre lo hacía, aunque eso sí, siempre desde el mayor de los respetos y con delicadeza. Vestía un corriente pero inmaculado traje de paño grisáceo, camisa blanca y una cuidada y ancha corbata encarnada. Sus pies calzaban unos botines de negra, pulida y brillante piel; sobre el perchero, colgaba un amplio paraguas, un confortable y bien cortado abrigo, una bufanda y un amplio sombrero de fieltro, todo ello tan negro como el betún.
   Al salir del colegio, como siempre, con más hambre que una cigarra en invierno, corrió hacia casa; pero a diferencia de otros días, en vez de ser acogido con los brazos abiertos y cumplir con el protocolo familiar:
   —¡Antonio! —chilló Manuela, poniendo serio semblante—. ¡Ven aquí ahora mismo!
   —¿Qué quiere, mama? —respondió extrañado por el inusual talante que mostraba su progenitora.
   —¿Qué t'ha pasao en la escuela?
   —Na… ¡Que yo sepa no m'ha pasao na!... ¿Por qué lo dice usté, mama?
   —¡Por esto! —respondió a la vez que le mostraba la citación.
   —No sé, mama…, igual s'han confundio… ¡Qué yo sepa no he hecho na malo!
   El miércoles día 20…, a eso de las once horas, Manuela se presentó en el colegio y, tras adentrarse en uno de los tres módulos en que estaba dividido el Centro Escolar, decidió golpear con los nudillos, sobre la primera puerta que se encontró:
   —¿Sí? —dijo una voz al otro lado.
   —¿Da usté su permiso? —demandó con tono suave Manuela, al tiempo que entreabría la puerta.
   —¡Sí, adelante! —respondió con voz fuerte y clara, Inocencio, el profesor de primero de EGB.
   —Hola, güenos días tenga usté, ¿podría decirme ande está el directó?
   —Sí... ¡Faltaría más, por Dios!... Tiene usted que subir a la segunda planta y, al fondo, a la derecha, antes de llegar a los urinarios hay una pequeña puerta de color crema en la que hay un letrero que… A ver, Luisito, acompaña a esta señora —ordenó, al considerar que tal vez  no supiese leer.
   —Muchas gracias, señó… y perdone usté por las molestias.
   —No hay de que, señora. Que tenga usted un buen día.
   —Lo mismo pa usté… y que Dios guarde y le dé salú por muchos años.
   Manuela siguió tras los pasos del alumno hacia las amplias e inclinadas escaleras, no eran muchas, pero si las suficientes para que llegase jadeante y sin apenas aliento al último de los peldaños. Se detuvo un momento para tomar aire mientras echaba un vistazo en rededor. Las paredes vestían de un suave tono amarillo pálido; el pasamanos, era de madera de pino y, aunque estaba barnizado en satinado, brillaba por el desgaste y el incesante uso. Los escalones y el terrazo del suelo estaban conjuntados un tono más oscuro que las paredes. Al ver el estado nervioso en que se encontraba el chiquillo reanudó la marcha aún sin haberse recuperado del todo.  Al llegar junto a este:
   —Aquí es señora —indicó señalando hacia el negro y lacado letrero.
   —Muchas gracias, guapo —dijo al tiempo que, en agradecimiento, le entregaba una peseta.
   Golpeó la puerta suavemente con los nudillos.
   —Da usté su permiso  —dijo al entreabrir la puerta, asomando la cabeza.
   —Sí, adelante —respondió a media voz, Gregorio, desde el interior.
   —Hola, güenos días tenga usté.
   —Lo mismo para usted señora… Bien, ¿usted dirá?
   —Pos, mire usté —dijo extendiendo la citación.
   —¡Ah!, es usted la madre de Antonio.
   —Sí, asín es, señó directó... ¿Ha hecho alguna fechuría mi hijo?
   —No, no… ¡Por Dios!, nada más allá de la realidad ¿Cómo puede usted pensar eso? Su hijo es un excelente muchacho y se nota que en casa le están educando con fundamento y buenos principios… En realidad se trata de otra cosa bien distinta y no hay nada de malo en ello. Les envié la carta con el fin de hacerles saber que su hijo, aquí, está perdiendo el tiempo… más que nada, por el hecho de que no le gusta estudiar.  En cambio, creemos que está capacitado para trabajar; pero eso sí, solo en aquello que le atraiga... Es algo que los profesores y yo mismo intuimos.
   —¿Me está diciendo usté que es mejó sacalo de escuela y ponelo a trabajá?
   —Sí, efectivamente, de eso se trata; pero al mismo tiempo, ha de ser en algo que le guste a él: ya que de no ser  así…, posiblemente se aburra y pierda también el interés por el trabajo. Siento de veras el ser tan directo, pero estimo que es mejor que ustedes sean conscientes de la realidad de su hijo, y eso es todo.
   —Güeno…, si usté no tiene más que decirme, le queo mu agraecia por tó,  y por mi parte. que tenga usté un güen día señó directó.
   —Gracias a usted por su prontitud, y de igual manera, tenga usted un buen día señora.
   De regreso a casa, no paraba de darle vueltas al asunto. Al llegar a la altura del ultramarinos se detuvo un instante y, con la mirada hacia arriba, trató de recordar que le hacía falta y unos segundos después,  al entrar en el establecimiento, percibió que, además del fuerte efluvio que desprendían los arenques prensados y el bacalao en salazón, la esencia de las especias a granel se mezclaba con el gustoso y exquisito aroma a café torrefacto El cubano, procedente de Portugal. Con la mirada recorrió los diversificados estantes, en la fila de arriba, ordenadas de mayor a menor, infinidad de latas de conservas dulces y saladas; en la parte de abajo, unos enormes cajones con forma de cuña se hallaban empotrados en un armario de oscura madera, daban cabida a todo tipo de legumbres; a mano izquierda, sobre un rincón y colgando del techo, un rastrel con ganchos de acero repletos de ristras de chorizos y morcillas patateras procedentes de EL Torno y junto a estos cuatro jamones pimentonados de El Piornal y bajo estos, varias cajas de vino blanco y tinto junto a las de refrescos, zumos y gaseosas:
   —Güenos días, señora Marciana.
—Hola, hija, buenos días —respondió la tendera saliendo con una banasta de patatas desde la trastienda—. ¿Te ocurre algo? —consultó al observar la palidez de su rostro.
   —No, no me pasa na... seña Marciana… Es que vengo de la escuela, que m'ha llamao el directó pa decime algo sobre el mi Antonio.
   —¿Y qué es lo que le pasa a tu hijo? —curioseo la anciana.
   —Na…, qué m'ha dicho que, aunque es mu listo no vale pa  los estudios.
   —¡Bah!, no te preocupes por eso hija. Mucho peor sería que fuese un malandrín.
   —Tiene usté razón… Güeno…, vayamos a otra cosa. Deme tres panes, un kilo y medio de plátanos… y también me pone dos cachos de bacalao…, que mañana quiero pone un güen potaje.
   Mientras la abacera preparaba la demanda permanecieron en silencio.
   —¿Alguna cosa más, hija?» —consultó la anciana al terminar de envolver con papel de estraza los artículos solicitados.
   —No, no… Creo que con esto será suficiente... Me lo apunte usté en la libreta…, que la semana que viene, en cuando que cobre José, pagaré tó lo que haiga apuntao.
   —No te preocupes por nada, hija. Que tan buen pagador es el que  paga a plazos como el que lo hace al contado. Y mucho más con los tiempos que corren.
   —Gracias, seña Marciana... Hasta mañana, si Dios quiere —dijo volviendo la mirada hacia atrás, con un pie dentro y otro fuera del colmado.
   —Ve con Dios, hija... Y, no te disgustes por lo del muchacho…  No es ninguna deshonra el no valer para estudiar: trabajar para subsistir..., es algo que tenemos asignado la gente humilde desde nuestra nacencia y demos gracias a Dios para que  no nos falte el pan nuestro de cada día.
   Durante el trayecto hacia casa continuó rumiando lo acaecido aquella mañana, pero desde otra perspectiva. La conversación mantenida con la anciana abacera le sirvió para concienciarse de que en realidad eran muy pocos los que llegaban a doctorarse perteneciendo a ese escalafón social. «...además, el mi Antonio… es bien listo y bien despierto como dicen tós los que le conocen» —dijo para sí misma, al tiempo que se perfiló una revitalizadora sonrisa sobre su rostro. De repente, se detuvo en seco para mirar hacia atrás, la manera de rugir de aquel motor y los persistentes toques de claxon le resultaban excesivamente familiares:
   —¡Hombre!, marido que a tiempo llegas.
   José detuvo el ciclomotor, se bajó de él y, tras cumplir con el protocolo, cogió las bolsas de la compra, las depositó sobre el portamaletas y las sujetó a este con una cincha de goma negra que él mismo había fabricado valiéndose de unos ganchos de alambre, unas tijeras y una parcheada y vieja cámara de bicicleta.
   —¿Cómo asín que andas tan tardía?
   —Vengo de la escuela.
   —¿De la escuela?
   —Sí, vengo de hablá con el directó.
   —¿Cómo asín?
   —M'ha dicho que el muchacho ya no tiene na que hacé allí y, también, que es mejó que aprenda un oficio.
   —Bueno, mujé… eso es algo que tarde o temprano tenía que enllegá…, aunque es una pena:  solo tiene quince años.
   Dieron por terminada la conversación al llegar junto al portal y, tras dejar aparcado y encadenado el ciclomotor en el lugar de costumbre, José asió las bolsas y, con una en cada mano, comenzó a transitar por las angostas e inclinadas escaleras detrás de su esposa. Al llegar al rellano, esta tiró del cordón para abrir la puerta.  Sentados alrededor de la mesa camilla conversaban tranquilamente Antonio y Azucena.
   —Mama ¿Qué l'ha dicho el directó de mí? —inquirió con zozobra Antonio, tras cumplir con el protocolo failiar.
   —M'ha dicho que ya tienes edá de trabajá —contestó sin entrar en detalles.
   —¡Bien! —exclamó dando un salto—. La verdá, mama… es que ya estoy aburrio de estudiá… A mí, me gusta más trabajá.
   —Ahora, lo que hay que buscá es un trabajo —respondió José—, espero que no te jartes igual que de la escuela…
   —No se precupe, papa, hace tiempo que tengo ganas de dejá la escuela y empezá a trabajá.
   —Papa, donde yo estoy necesitan un mozo para el almacén.
   —Está bien, hija. Esta tarde, cuando vayas allí, le dices a don Julián que no busque más, que el sábado iré a jablá con él.
   La emotividad de Antonio era evidente en cada palabra, en cada gesto.
   —Espero, que en caso de que empieces en el armacén no me tengan que dá ninguna queja de ti.  Recuerda siempre que tiés que tratá al amo de usté y  no te se ocurra cogé ninguna cosa sin su permiso, porque si no es asín, tendré que echá mano del cinto y sacáte la piel a tiras. ¿T'ha queao claro?
   —Sí, papa. No se precupe, no será necesario.
   El sábado, a eso de las diez de la mañana, José se desplazó hasta el lugar dónde se encontraba el ultramarino de don Julián, un rico, afamado y generoso comerciante de la zona centro de Plasencia:
   —Hola, güenos días. ¿Está el amo?
   —Buenos días, señor... Sí, está en su despacho, espere un momento, por favor, que ahora mismo le informo de su llegada.
   —Da usted su permiso, don Julián? —solicitó una femenina y dulce voz, después de golpear suavemente con los nudillos sobre la puerta.
   —Sí ¡adelante!
   —Don Julián, en tienda hay un señor que pregunta por usted.
   —Hazle pasar Mª del Carmen.
   Retornando la educada e impasible joven hasta el recién llegado.
   —Por favor, señor, sígame usted si es tan amable.
   Al llegar junto a la puerta, se detuvo y, tras sacarse la gorra visera de la cabeza.
   —Gúenos días tenga usté don Julián, ¿da usté su permiso?
   —¡Hombre! José, cuánto tiempo sin verte. Pasa, hombre, pasa, no te quedes ahí.
   —M'ha dicho mi hija que usté necesita un mozo de armacén y, como el mi Antonio quié trabajá, vengo pa vé que le paece a usté, don Julián.
   —En realidad no es que necesite ningún ayudante —mintió—, pero tratándose de que es tu hijo, intentaré hacerle un hueco, aunque he de advertirte que es poco el salario que puedo ofrecerle y que, además tendrá que dar la talla para poder ocupar el puesto.
   —Lo del dinero lo he entendio, don Julián, pero lo demás, la verdá es que no mu bien.
   —Quiero decir, que el trabajo que tiene que desempeñar será duro y que tendrá que ser muy responsable, además de tratar a los clientes con respeto y buenos modales. ¿Lo entiendes ahora, José?
   —Sí, señó. Además, don Julián, si usté cree que merece anguna guantá puede darle las que crea usté menesté…; aunque, he de decile que es un güen muchacho y mu obediente.
   —Está bien, siendo así, el lunes puede comenzar.
   —Gracias don Julián, es usté una güena persona y que Dios lo guarde a usté y de salú muchos años.
   —Tú, también lo eres José. ¡Ah!, por último, los lunes se quedará a comer en el almacén      —dijo dando por terminada la entrevista.
   —Lo que usté diga don Julián, a mandar —dijo al abandonar el despacho y, tras recolocarse la gorra comenzó a caminar hacia la salida.
  Unos metros después, se detuvo en seco al sentir que alguien le golpeaba suavemente sobre el hombro derecho.
   —Buenos días papa, ¿qué le ha dicho don Julián?
   —Hola hija mía —respondíó con una amplia sonrisa dibujada sobre su faz—, m'ha dicho que la semana que viene comienza tu hermano a trabajá.
   —Me alegro por todo, papa, y espero que al Antonio le guste el lugar. Don Julián es muy estricto, pero a la vez, es buena persona, usté ya lo conoce.
   —Sí, asín es hija. Tendrás que procurá que se comporte bien y de que cumpla con su trabajo.
   —No se preocupe, papa. Seguro que con el tiempo se adaptará a la tienda y a los que aquí trabajamos.
   —Güeno, hija mía. Seguiré mi camino y, como bien dices, el tiempo y solo él, nos dirá que ha de pasá…
   —Adiós, papa —dijo al tiempo que le daba un par de besos.
   —Adiós, hija mía.



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