Allá
por el mes de marzo, a través de una tercero, el director del colegio, envió
una misiva a los padres de Antonio:
Plasencia, 18 de marzo de 1974
Muy señores míos:
Ruego tengan a bien, la amabilidad de
ponerse en contacto con esta dirección. Así mismo, les recuerdo que estaré a su
entera disposición, en horario escolar, en el despacho de dirección.
Atte. el director
Gregorio Fernández Alonso.
Gregorio
Fernández Alonso era un hombre de baja estatura, poco pelo y cara redonda; sus
pequeños, redondos y vivarachos ojos se ocultaban tras unos graciosos y
esféricos lentes de fina moldura dorada, que a su vez descansaban sobre una
prominente y generosa nariz. Su trato,
para con los demás, era exquisito y concienzudo, le gustaba hablar con
serenidad, aunque tenía por costumbre ir
al grano sin más dilación. Esa era una de las virtudes, que más les gustaba a
quienes trataban con él. Durante la conversación, si tenía que llamar a las
cosas por su nombre lo hacía, aunque eso sí, siempre desde el mayor de los
respetos y con delicadeza. Vestía un corriente pero inmaculado traje de paño
grisáceo, camisa blanca y una cuidada y ancha corbata encarnada. Sus pies
calzaban unos botines de negra, pulida y brillante piel; sobre el perchero,
colgaba un amplio paraguas, un confortable y bien cortado abrigo, una bufanda y
un amplio sombrero de fieltro, todo ello tan negro como el betún.
Al salir del colegio, como siempre, con más
hambre que una cigarra en invierno, corrió hacia casa; pero a diferencia de
otros días, en vez de ser acogido con los brazos abiertos y cumplir con el
protocolo familiar:
—¡Antonio! —chilló Manuela, poniendo serio
semblante—. ¡Ven aquí ahora mismo!
—¿Qué quiere, mama? —respondió extrañado por
el inusual talante que mostraba su progenitora.
—¿Qué t'ha pasao en la escuela?
—Na… ¡Que yo sepa no m'ha pasao na!... ¿Por
qué lo dice usté, mama?
—¡Por esto! —respondió a la vez que le
mostraba la citación.
—No sé, mama…, igual s'han confundio… ¡Qué
yo sepa no he hecho na malo!
El miércoles día 20…, a eso de las once
horas, Manuela se presentó en el colegio y, tras adentrarse en uno de los tres
módulos en que estaba dividido el Centro Escolar, decidió golpear con los
nudillos, sobre la primera puerta que se encontró:
—¿Sí? —dijo una voz al otro lado.
—¿Da usté su permiso? —demandó con tono
suave Manuela, al tiempo que entreabría la puerta.
—¡Sí, adelante! —respondió con voz fuerte y
clara, Inocencio, el profesor de primero de EGB.
—Hola, güenos días tenga usté, ¿podría
decirme ande está el directó?
—Sí... ¡Faltaría más, por Dios!... Tiene
usted que subir a la segunda planta y, al fondo, a la derecha, antes de llegar
a los urinarios hay una pequeña puerta de color crema en la que hay un letrero
que… A ver, Luisito, acompaña a esta señora —ordenó, al considerar que tal
vez no supiese leer.
—Muchas gracias, señó… y perdone usté por
las molestias.
—No hay de que, señora. Que tenga usted un
buen día.
—Lo mismo pa usté… y que Dios guarde y le dé
salú por muchos años.
Manuela siguió tras los pasos del alumno
hacia las amplias e inclinadas escaleras, no eran muchas, pero si las
suficientes para que llegase jadeante y sin apenas aliento al último de los
peldaños. Se detuvo un momento para tomar aire mientras echaba un vistazo en
rededor. Las paredes vestían de un suave tono amarillo pálido; el pasamanos,
era de madera de pino y, aunque estaba barnizado en satinado, brillaba por el
desgaste y el incesante uso. Los escalones y el terrazo del suelo estaban
conjuntados un tono más oscuro que las paredes. Al ver el estado nervioso en
que se encontraba el chiquillo reanudó la marcha aún sin haberse recuperado del
todo. Al llegar junto a este:
—Aquí es señora —indicó señalando hacia el
negro y lacado letrero.
—Muchas gracias, guapo —dijo al tiempo que,
en agradecimiento, le entregaba una peseta.
Golpeó la puerta suavemente con los
nudillos.
—Da usté su permiso —dijo al entreabrir la puerta, asomando la
cabeza.
—Sí, adelante —respondió a media voz,
Gregorio, desde el interior.
—Hola, güenos días tenga usté.
—Lo mismo para usted señora… Bien, ¿usted
dirá?
—Pos,
mire usté —dijo extendiendo la citación.
—¡Ah!, es usted la madre de Antonio.
—Sí, asín es, señó directó... ¿Ha hecho
alguna fechuría mi hijo?
—No, no… ¡Por Dios!, nada más allá de la
realidad ¿Cómo puede usted pensar eso? Su hijo es un excelente muchacho y se
nota que en casa le están educando con fundamento y buenos principios… En
realidad se trata de otra cosa bien distinta y no hay nada de malo en ello. Les
envié la carta con el fin de hacerles saber que su hijo, aquí, está perdiendo el
tiempo… más que nada, por el hecho de que no le gusta estudiar. En cambio, creemos que está capacitado para
trabajar; pero eso sí, solo en aquello que le atraiga... Es algo que los
profesores y yo mismo intuimos.
—¿Me está diciendo usté que es mejó sacalo
de escuela y ponelo a trabajá?
—Sí, efectivamente, de eso se trata; pero al
mismo tiempo, ha de ser en algo que le guste a él: ya que de no ser así…, posiblemente se aburra y pierda también
el interés por el trabajo. Siento de veras el ser tan directo, pero estimo que
es mejor que ustedes sean conscientes de la realidad de su hijo, y eso es todo.
—Güeno…, si usté no tiene más que decirme,
le queo mu agraecia por tó, y por mi
parte. que tenga usté un güen día señó directó.
—Gracias a usted por su prontitud, y de
igual manera, tenga usted un buen día señora.
De regreso a casa, no paraba de darle
vueltas al asunto. Al llegar a la altura del ultramarinos se detuvo un instante
y, con la mirada hacia arriba, trató de recordar que le hacía falta y unos
segundos después, al entrar en el
establecimiento, percibió que, además del fuerte efluvio que desprendían los
arenques prensados y el bacalao en salazón, la esencia de las especias a granel
se mezclaba con el gustoso y exquisito aroma a café torrefacto El cubano,
procedente de Portugal. Con la mirada recorrió los diversificados estantes, en
la fila de arriba, ordenadas de mayor a menor, infinidad de latas de conservas
dulces y saladas; en la parte de abajo, unos enormes cajones con forma de cuña
se hallaban empotrados en un armario de oscura madera, daban cabida a todo tipo
de legumbres; a mano izquierda, sobre un rincón y colgando del techo, un
rastrel con ganchos de acero repletos de ristras de chorizos y morcillas
patateras procedentes de EL Torno y junto a estos cuatro jamones pimentonados
de El Piornal y bajo estos, varias cajas de vino blanco y tinto junto a las de
refrescos, zumos y gaseosas:
—Güenos días, señora Marciana.
—Hola,
hija, buenos días —respondió la tendera saliendo con una banasta de patatas
desde la trastienda—. ¿Te ocurre algo? —consultó al observar la palidez de su
rostro.
—No, no me pasa na... seña Marciana… Es que
vengo de la escuela, que m'ha llamao el directó pa decime algo sobre el mi
Antonio.
—¿Y qué es lo que le pasa a tu hijo?
—curioseo la anciana.
—Na…, qué m'ha dicho que, aunque es mu listo
no vale pa los estudios.
—¡Bah!, no te preocupes por eso hija. Mucho
peor sería que fuese un malandrín.
—Tiene usté razón… Güeno…, vayamos a otra
cosa. Deme tres panes, un kilo y medio de plátanos… y también me pone dos
cachos de bacalao…, que mañana quiero pone un güen potaje.
Mientras la abacera preparaba la demanda
permanecieron en silencio.
—¿Alguna cosa más, hija?» —consultó la
anciana al terminar de envolver con papel de estraza los artículos solicitados.
—No, no… Creo que con esto será
suficiente... Me lo apunte usté en la libreta…, que la semana que viene, en
cuando que cobre José, pagaré tó lo que haiga apuntao.
—No te preocupes por nada, hija. Que tan
buen pagador es el que paga a plazos
como el que lo hace al contado. Y mucho más con los tiempos que corren.
—Gracias, seña Marciana... Hasta mañana, si
Dios quiere —dijo volviendo la mirada hacia atrás, con un pie dentro y otro
fuera del colmado.
—Ve con Dios, hija... Y, no te disgustes por
lo del muchacho… No es ninguna deshonra
el no valer para estudiar: trabajar para subsistir..., es algo que tenemos
asignado la gente humilde desde nuestra nacencia y demos gracias a Dios para
que no nos falte el pan nuestro de cada
día.
Durante el trayecto hacia casa continuó
rumiando lo acaecido aquella mañana, pero desde otra perspectiva. La
conversación mantenida con la anciana abacera le sirvió para concienciarse de
que en realidad eran muy pocos los que llegaban a doctorarse perteneciendo a
ese escalafón social. «...además, el mi Antonio… es bien listo y bien despierto
como dicen tós los que le conocen» —dijo para sí misma, al tiempo que se
perfiló una revitalizadora sonrisa sobre su rostro. De repente, se detuvo en
seco para mirar hacia atrás, la manera de rugir de aquel motor y los
persistentes toques de claxon le resultaban excesivamente familiares:
—¡Hombre!, marido que a tiempo llegas.
José detuvo el ciclomotor, se bajó de él y,
tras cumplir con el protocolo, cogió las bolsas de la compra, las depositó
sobre el portamaletas y las sujetó a este con una cincha de goma negra que él
mismo había fabricado valiéndose de unos ganchos de alambre, unas tijeras y una
parcheada y vieja cámara de bicicleta.
—¿Cómo asín que andas tan tardía?
—Vengo de la escuela.
—¿De la escuela?
—Sí, vengo de hablá con el directó.
—¿Cómo asín?
—M'ha dicho que el muchacho ya no tiene na
que hacé allí y, también, que es mejó que aprenda un oficio.
—Bueno, mujé… eso es algo que tarde o temprano
tenía que enllegá…, aunque es una pena:
solo tiene quince años.
Dieron por terminada la conversación al
llegar junto al portal y, tras dejar aparcado y encadenado el ciclomotor en el
lugar de costumbre, José asió las bolsas y, con una en cada mano, comenzó a
transitar por las angostas e inclinadas escaleras detrás de su esposa. Al
llegar al rellano, esta tiró del cordón para abrir la puerta. Sentados alrededor de la mesa camilla
conversaban tranquilamente Antonio y Azucena.
—Mama ¿Qué l'ha dicho el directó de mí?
—inquirió con zozobra Antonio, tras cumplir con el protocolo failiar.
—M'ha dicho que ya tienes edá de trabajá
—contestó sin entrar en detalles.
—¡Bien! —exclamó dando un salto—. La verdá,
mama… es que ya estoy aburrio de estudiá… A mí, me gusta más trabajá.
—Ahora, lo que hay que buscá es un trabajo
—respondió José—, espero que no te jartes igual que de la escuela…
—No se precupe, papa, hace tiempo que tengo
ganas de dejá la escuela y empezá a trabajá.
—Papa, donde yo estoy necesitan un mozo para
el almacén.
—Está bien, hija. Esta tarde, cuando vayas
allí, le dices a don Julián que no busque más, que el sábado iré a jablá con
él.
La emotividad de Antonio era evidente en
cada palabra, en cada gesto.
—Espero, que en caso de que empieces en el
armacén no me tengan que dá ninguna queja de ti. Recuerda siempre que tiés que tratá al amo de
usté y no te se ocurra cogé ninguna cosa
sin su permiso, porque si no es asín, tendré que echá mano del cinto y sacáte
la piel a tiras. ¿T'ha queao claro?
—Sí, papa. No se precupe, no será necesario.
El sábado, a eso de las diez de la mañana,
José se desplazó hasta el lugar dónde se encontraba el ultramarino de don
Julián, un rico, afamado y generoso comerciante de la zona centro de Plasencia:
—Hola, güenos días. ¿Está el amo?
—Buenos días, señor... Sí, está en su
despacho, espere un momento, por favor, que ahora mismo le informo de su
llegada.
—Da usted su permiso, don Julián? —solicitó
una femenina y dulce voz, después de golpear suavemente con los nudillos sobre
la puerta.
—Sí ¡adelante!
—Don Julián, en tienda hay un señor que
pregunta por usted.
—Hazle pasar Mª del Carmen.
Retornando la educada e impasible joven hasta
el recién llegado.
—Por favor, señor, sígame usted si es tan
amable.
Al llegar junto a la puerta, se detuvo y,
tras sacarse la gorra visera de la cabeza.
—Gúenos días tenga usté don Julián, ¿da usté
su permiso?
—¡Hombre! José, cuánto tiempo sin verte.
Pasa, hombre, pasa, no te quedes ahí.
—M'ha dicho mi hija que usté necesita un
mozo de armacén y, como el mi Antonio quié trabajá, vengo pa vé que le paece a
usté, don Julián.
—En realidad no es que necesite ningún
ayudante —mintió—, pero tratándose de que es tu hijo, intentaré hacerle un
hueco, aunque he de advertirte que es poco el salario que puedo ofrecerle y
que, además tendrá que dar la talla para poder ocupar el puesto.
—Lo del dinero lo he entendio, don Julián,
pero lo demás, la verdá es que no mu bien.
—Quiero decir, que el trabajo que tiene que
desempeñar será duro y que tendrá que ser muy responsable, además de tratar a
los clientes con respeto y buenos modales. ¿Lo entiendes ahora, José?
—Sí, señó. Además, don Julián, si usté cree
que merece anguna guantá puede darle las que crea usté menesté…; aunque, he de
decile que es un güen muchacho y mu obediente.
—Está bien, siendo así, el lunes puede
comenzar.
—Gracias don Julián, es usté una güena
persona y que Dios lo guarde a usté y de salú muchos años.
—Tú, también lo eres José. ¡Ah!, por último,
los lunes se quedará a comer en el almacén —dijo dando por terminada la entrevista.
—Lo que usté diga don Julián, a mandar —dijo
al abandonar el despacho y, tras recolocarse la gorra comenzó a caminar hacia
la salida.
Unos metros después, se detuvo en seco al
sentir que alguien le golpeaba suavemente sobre el hombro derecho.
—Buenos días papa, ¿qué le ha dicho don
Julián?
—Hola hija mía —respondíó con una amplia
sonrisa dibujada sobre su faz—, m'ha dicho que la semana que viene comienza tu
hermano a trabajá.
—Me alegro por todo, papa, y espero que al
Antonio le guste el lugar. Don Julián es muy estricto, pero a la vez, es buena
persona, usté ya lo conoce.
—Sí, asín es hija. Tendrás que procurá que
se comporte bien y de que cumpla con su trabajo.
—No se preocupe, papa. Seguro que con el
tiempo se adaptará a la tienda y a los que aquí trabajamos.
—Güeno, hija mía. Seguiré mi camino y, como
bien dices, el tiempo y solo él, nos dirá que ha de pasá…
—Adiós, papa —dijo al tiempo que le daba un
par de besos.
—Adiós, hija mía.
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