Una
gélida y oscura noche de noviembre, rondando la medianoche:
—Bueno, muchachos, aquí os quedáis —dijo,
tras levantarse con la intención de irse a dormir—: y acordaros de apagá el brasero cuando sos
marchéis —indicó estando ya en el exterior de la barraca.
—¡¿Qué pasa, tío?! —pronunció Chuchi, con los ojos a medio cerrar,
mientras trataba de evitar que se le escapase la bocanada inhalada segundos
antes de pasar el humeante y oloroso porro a uno de sus hermanos—. ¿De qué
vas…, colega?, no te precupes tanto coño, que no estamos tontos y sabemos lo
que hacemos.
—Ya lo sé, solo sos estoy avisando ¡Jodé!
—Venga, tronco, nos vemos, —dijo dando por solventado el asunto, Chuchi.
Tras pasar la noche, justo fue poner el pie
en el rellano de las angostas escaleras y comenzó a percibir una impetuosa e
inaguantable pestilencia. Levantó su recta y ventilada nariz, tal y como lo haría cualquier perdiguero en día de
caza, tratando de ventear y descubrir la procedencia de aquella hediondez:
«¡Jodé…, como güele a chamusquina!» —pensó. Y, a continuación, dirigido por un
sexto sentido, comenzó a correr con desesperanza hasta llegar a la esquina de
la última calle y desde allí, inmóvil e incapaz de mover un solo músculo,
observó con desánimo que lo único que quedaba en el lugar no eran más que unas
malolientes y humeantes cenizas. Sus mejillas se inundaron al rememorar los
infinitos y felices momentos proveídos en su día por la desaparecida y mal
finada barraca:
—No te lamentes por algo que, tarde o
temprano, se veía venir —dijo una distorsionada voz, oculta tras la persiana de
una de las ventanas.
—¡Cállese!… usté qué sabrá –arguyó fuera de
sí.
—Quien mal anda, mal acaba —expresó alzando
el tono la anónima voz—. Desde que los
trajiste al barrio, esos pájaros, no han hecho cosa buena. Fue poner el pie
ellos aquí y comenzaron a desaparecer: gallinas, perros, gatos, bicicletas, la
gasolina y los espejos de las motos... ni siquiera han respetado la ropa de los
tendederos, los hijos de...
—¡Sí, ya!, seguro que han sio ellos… ¡No se
lo cree ni usté!
—A ver si, con un poco de suerte,
desaparecen del barrio y no volvemos a saber nada más de ninguno de ellos.
Sin más que objetar por su parte, condujo
sus pasos hasta la acacia que estaba frente a su portal y, tras liberarla de la
opresora cadena, como tenía por costumbre: de un salto se subió a ella y
comenzó a pedalear..., rumbo al centro de trabajo.
—¿Qué te pasa? ¿Te ha ocurrido algo por el
camino? —consultó Jacinto, al percatarse de la inusual actitud y languidecido
semblante que presentaba.
—No, no me ha pasao na —respondió secamente.
—¿No has dormido bien?
—Ya, l'he dicho que no m'ha pasao na, ¡Jodé!
¡Qué pesao que es!
—Pues cualquiera lo diría, hijo. Tu cara
indica que has estado llorando.
—Qué cotilla es usté..., ¿no será por el
frío que hace al vení en la bici?
—Está bien. Si no me quieres contar nada, tú
sabrás.
La jornada aconteció taciturna, Antonio optó
por no hablar y Jacinto, por respetar a su estimado compañero.
Por la tarde, al escuchar las siete
campanadas «Por fin, llegó la p... hora de salí de trabajá» —se dijo para sí
mismo, Antonio y, tras cambiarse de ropa y abandonar el colonial, como cada
día, fue al encuentro de los que estaban
sentados en la escalinata de San Pedro:
—¿Ande vas con ese careto, tío? —dijo a modo
de saludo, Chuchi.
—¡Qué cara crees que tengo que traé, después
de lo de anoche! —exclamó con indignación.
—Tranqui, tío. No te embales, y dispara de
una p… vé lo que tengas que escupí.
—Mira que os lo dije y...
—¿El qué? .
—¡Qué tuvieseis cuidao con el brasero!
—¡Qué dices, tío! Nos fuimos enseguía, justo
después de que tú te fueras. Manué, ¿verdá que tú sacastes el p… brasero?
—Sí, sí. Me quedé meando y lo apague del tó.
—No sé si es verdá o mentira lo que
decís... lo único que sé, es que el
chiscón ha desaparecío entre las llamas.
—¡No me jodas, tío! —protestó llevándose las
manos a la cabeza, Chuchi—, ¿en verdá
que s'ha quemao?
—Tú, ¿qué crees?..., ¿qué me lo estoy
inventando?
—¡Jodél, qué p…da! —prorrumpió de nuevo Chuchi—, tenía allí, una güena piedra de
chocolate y tres botellas de güisqui.
—¡¿Qué pena, verdá?! Pos, yo tenía allí
parte de mi vida —rugió con ira, sin dar crédito a la preocupación manifiesta.
—¡Jodél…, tío! Nusotros no tenemos la culpa,
No te pongas asín, hoctia.
—Bueno, me marcho pa casa —dijo apenas sin
fuelle.
—Pero semos colegas, ¿no? —consultó en
ademán de súplica.
Antonio, conmovido por la enternecedora
imagen, asintió un par de veces con la cabeza y, de manera sosegada, comenzó a
pedalear fijando el rumbo directamente a casa y, a partir del nefasto día, al
salir de trabajar, comenzó a formar parte de los asiduos ocupantes de los
azulados y pétreos bancos que por aquel entonces se hallaban diseminados por la
de la Plaza Mayor o, en compañía de «los cinco magníficos» por las
inmediaciones de esta.
El cambio de aires y costumbres propició que
este conociese nuevas amistades, sobre todo chicas que andaban por allí
buscándose la vida; pero a diferencia de sus camaradas, él se mantuvo al margen
del alcohol y las drogas, aunque no así con el hábito de fumar. «Si me ven
fumando, puede que las tías vengan a pedirme tabaco y, si no es asín, pos se lo
pido yo a ellas». Y, mientras que este se dedicaba a seducir a las chicas que
por allí pululaban, el quinteto se entretenía hurtando, robando o dando tirones
de bolsos. Al percatarse de esto «Si la poli me ve con ellos puedo tené
problemas... bueno, a lo mejó no me pasa
na porque m'han visto repartiendo y saben que yo estoy trabajando... además,
como m'ha dicho mi padre que enmientras que yo no haga na, ni la poli ni los guardas ni los
civiles me pueden hacé na... pero si me ve la gente con ellos pueden pensá que
soy igual que ellos...», tras estar cavilando durante más de una hora, se planteó
incluso terminar con su amistad, pero el hecho de haberles tomado tanto cariño
le hacía sentirse entre la espada y la pared. Por otro lado, se fue apartando de su infancia y de los amigos de siempre por el hecho de
acudir al barrio solo para comer o dormir. Durante un tiempo mantuvo el
contacto con sus adictivos, insensibles y pillastres colegas; pero eso sí,
manteniéndose al margen de las acciones punibles.
Una
tarde, sentados sobre una banasta de madera, frente a un montón de talludas
patatas:
—La
vida es una mierda…, es tan injusta a veces…—se lamentaba poniendo empaque
melancólico el viejo recadero.
—Señó Jacinto, ¿qué quiere decí usté con
eso? —consultó Antonio.
—...doce años contaba cuando pisé por
primera vez este maldito lugar.
—¡¿Maldito?!... ¿No entiendo?... Según mha
contao usté: esto era tó en su vida.
—Sí, así es, hijo; pero no por ello,
significa que me sienta feliz... El día qué comencé a trabajar en este lugar,
lo hice con mucha ilusión. Mi madre y yo llegamos a Plasencia tras la repentina
muerte de mi padre. Al quedarse viuda tan joven, sin nada que nos retuviese en
el pueblo, decidió que lo mejor para los dos sería venirnos a vivir a aquí con
la intención de labrase un futuro mejor para ella y para mi, su único hijo. Dejando
atrás mi infancia y el lugar donde nací hace más de 64 años. Recuerdo que nada
más llegar a la ciudad, por mediación de una conocida del pueblo, mi madre
comenzó a servir en casa de una familia muy célebre y acomodada. La de don
Anastasio Cepeda...
El joven recadero permanecía estático, en
silencio, con la boca entreabierta y sin pestañear: absorto en la historia que
el viejo iba rumiando, por ser esta difícil de digerir, según pensaba el que la
estaba narrando.
—...y, fue también, por mediación don
Anastasio, que intercedió por mí ante el padre de don Julián... El mismo que,
por aquél entonces, se encargaba de sacar adelante el negocio que él mismo
había fundado con unos dineros heredados tras el fallecimiento de sus padres en
un accidente ferroviario. Don Anselmo, se llamaba el padre de don Julián. ¡Qué
gran hombre era este señor! —dijo sin poder contener el llanto y, tras un largo
y sonoro suspiro, decidió hacer un alto en su historia.
El joven guardó silencio por espacio de diez
minutos, su rostro reflejaba admiración y, al observar que el viejo tenía la
mirada puesta en algún punto intermedio entre el suelo y el cristalino y que
este permanecía inmóvil y que no hacía ni decía nada.
—No sé por qué se lamenta usté… me parece mu
interesante su historia. ¿No quiere contarme na más?
—Sí, hijo sí, pero ahora, será mejor que
continuemos con la tarea.
El resto de la jornada se limitaron a
recolocar en las destartaladas estanterías todo el género que habían recibido
en los dos últimos días: chorizos, jamones y quesos de cabra de la comarca;
bacalao en salazón, latas de conservas y sardinas prensadas desde Cantabria y
un gran surtido de legumbres: garbanzos de Fuentesaúco, lentejas de Tierra de
Campos, alubias del Barco de Ávila y La Bañeza.
«El buen trato y la calidad de los productos
hacen próspero al comerciante» esa fue la premisa que se marcó al fundar la
sociedad mercantil ACACSA (Almancén de Coloniales Anselmo Cépeda S.A.), almacén
dedicado a la venta al por mayor y al detalle de productos locales, comarcales,
nacionales y de importación, de calidad extra y de primera.
Durante un tiempo, y siempre que los
quehaceres lo permitían...
—Julián y yo… perdón, don Julián y yo
—rectificó Jacinto—, crecimos y jugábamos juntos aquí como si fuésemos de la
misma familia. Él es mayor que yo dos años, ¿te lo he contado ya?
Negó con la cabeza Antonio.
—Bueno…, pues, cómo te iba contando. Entre
nosotros, surgió una gran amistad, y al ser hijos único los dos, creímos haber
encontrado al hermano que la vida nos había negado. Tal era así que, incluso
don Anselmo, de vez en cuando, nos daba dinero para que los domingos fuésemos
juntos al cine. Él y su esposa, doña Leonor, me trataban como si fuese un hijo
más... Aquí he dejado mis ilusiones e incluso mi propia vida… por un simple y
mísero salario. Ni siquiera casarme he podido… Toda mi vida aquí, aguantando
las negativas de quien, en su día creí más que amigo, «su excelencia don
Julián», el mismo que se ha negado a concederme un pequeño aumento de sueldo a
sabiendas de que era con el fin de crear mi propia familia y sacarlos adelante.
«Nadie te ha obligado a quedarte aquí toda tu vida, Jacinto… ni siquiera cuando
te quedaste huérfano y mis padres te acogieron como a un hijo más, ¿acaso te
sientes con derecho a su herencia?¿Sabes lo que te digo?... Si no estás a
gusto… ya sabes dónde está la puerta», esa es la respuesta que siempre me ha
dado «Su ilustrísimo Don Julián».
Se detuvo un instante para tomar aire y lo
expelió resoplando como un caballo.
—¡Sí, Don Anselmo levantase la cabeza!,
estoy convencido que del disgusto se volvía a morir otra vez
—exclamó, lamentándose una vez más.
Al ser consciente de que las lágrimas
afloraban y discurrían por sus envejecidas y surcadas mejillas: «Tranquilo,
señó Jacinto. No se ponga usté asín» —dijo al tiempo que le daba unas
palmaditas en la espalda.
El tiempo le demostró a Antonio, en poco más
de un año, que lo que en su día le pareció interesante, trabajo y
conversaciones con Jacinto, con el transcurso del tiempo, se había convertido
en algo rutinario y tedioso. Y no queriendo tener que lamentarse, como su viejo
compañero, en el futuro… «Quiero casarme, tené hijos y viví la vida felizmente»
—se repetía a sí mismo todos los días.
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