domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo II Episodio 7



El lunes, amaneció  esplendoroso, el sol lucía radiante desde primeras horas. El cielo, sin nubes y el viento brillaba por su ausencia. Antonio esperaba junto a la puerta del almacén con los nervios a flor de piel y , mientras, que desde la Plaza Mayor, llegaba el profundo y sonoro toque de campana que, tras ser golpeada por el Abuelo Mayorga, uno tras otro retumbaban por toda la calle del Sol,  se entretuvo en ir contándolos para sí mismo, uno a uno hasta llegar a nueve, y frotándose las manos:
 «Bueno…, aún falta media hora pa empezá a trabajá» —pensó, al tiempo que sintió recorrer por todo su cuerpo un escalofrío.
   —Hola buenos días, ¿esperas a alguien? —preguntó Jacinto, al llegar junto al muchacho.
   —Sí, señó. Estoy esperando a que llegue don Julián y me abra la puerta.
   —Pues…, me temo que, eso no va a ser así.
   —¡Ah! ¿No? ¿Y eso quién lo dice?
   —Te lo dice Jacinto Hernández Solís, el mismo que viste y calza,  el mismo que lleva abriendo estas puertas nada más y nada menos  que 45 años…, ¿te lo crees ahora?
   —¡Sí, claro! Sí usté lo dice, asin será… Me llamo Antonio Hinojal Sánchez… y hoy empiezo a trabajá aquí.
   —Entonces..., siendo así, acompáñame —indicó el veterano mozo mientras caminaba sin preocupación alguna entre las arqueadas estanterías, las mismas que, por su deteriorado aspecto, amenazaban con caerse en cualquier momento.
   Antonio siguió tras los pasos de aquel diminuto y escurridizo ser que entre ellas se movía con tanta soltura como el ratón que huye de un gato.
   —Vamos muchacho, no tengas miedo, que asín están desde el día en que llegué y aún está por caer la primera.
   —No se precupe señó Jacinto…, que no es miedo, sino precaución.
   —Perdona hijo, pero por la cara que has puesto desde que entramos en el almacén, así lo he creído.
   El colonial se encontraba en una de las principales arterias de la ciudad, a escasos metros de la Plaza Mayor. Esta, desde tiempos inmemoriales, se había convertido en el centro neurálgico del municipio, dónde, los días de mercado, bajo los soportales se daban toda clase de intercambios y transacciones. Allí se daban cita tanto los de alta alcurnia como los menos pudientes, unos para conversar y los otros para hacer tratos, sobre todo, los martes. Este, era el día que aprovechaban los lugareños para acudir  desde diversos pueblos de la comarca y poder ofrecer sus productos  a todo aquel que acudiese hasta la céntrica plaza. La oferta era muy variada y allí se podía mercadear con frutas, verduras, textil, tierras, ganado… En fin, todo aquello que se pueda comprar, vender o intercambiar en los días de mercado, como en cualquier ciudad del mundo. Y cómo consecuencia de todo ello, los lunes, aumentaba considerablemente el ajetreo y el trasiego en el colonial de don Julián y más aún para el encargado de repartir la infinidad de pedidos: ya que ese  día, además de distribuir los pedidos por un gran número de bares y fondas, los mismos que desbordados atendían las demandadas raciones de viandas y bebidas que solicitaban tanto forasteros como los del lugar, en los días de mercado, también se repartían los encargos realizados por las familias pudientes que albergaban en las inmediaciones del monumental e histórico casco viejo.
   Nada importaba que fuese su primer día en la empresa, así lo había decidido y ordenado Julián: el encargado de distribuir las demandas aquel día no era otro que el ilusionado Antonio, acompañado por el viejo mozo.
   El eufórico aprendiz, ansiaba comenzar el reparto desde el mismo instante en que vio el carro-bici que utilizaría para el reparto, uno de esos de tres ruedas que son impulsados desde la parte posterior a base de darle a los pedales.
  Al terminar la jornada, a eso de las nueve y media, llegó a casa tan exhausto que no abrió la boca más que para cenar y soltar algún que otro bostezo. Manuela, José y Azucena optaron por guardar silencio al observar el semblante y la actitud de este: sus ojos y la largura de su rostro evidenciaban el cansancio acumulado.
   A la mañana siguiente, se levantó tan fresco como una lechuga, después de haber dormido durante diez horas de un tirón y, tras saludar efusivamente a sus padres y hermana, entró en baño para liberarse de la presión abdominal y asearse. Al salir, tomó asiento frente a un tazón de Cola Cao y una veintena de galletas que esperaban ser deglutidos tan sosegadamente como el que sale a pasear por el bosque en otoño y una hora después, se hallaba junto a la puerta del colmado con ilusión y ganas de comenzar la jornada laboral:
   —Buenos días, señó Jacinto, ¿dónde hay que repartí hoy? —expresó a la par que se frotaba las manos con energía.
   —Buenos días. Hoy no habrá bicicleta.
   —Pos, entonces, ¿qué hay que hacé?
   —¿Ves aquel montón que está al fondo? —dijo a la par que señalaba hacia una multitud de talludas patatas.
   —Sí, lo veo…, ¿qué hay que hacé?
   —En verdad que es poca cosa, pero hay que hacerlo hoy sin falta.
   —¿El qué… señó Jacinto?
   —Hay que quitarle todos los retoños que están brotando —informó con desgano.
   Antonio abordó la tarea con exaltación, pero al cabo de un par de horas, comprendió el desánimo que esta causaba en su compañero. En ese instante, Jacinto se percató de que alguien les vigilaba desde una pequeña puerta que Antonio había olvidado cerrar al incorporarse al trabajo aquella mañana:
   —Ya están ahí esos sinvergüenzas —susurró, mientras se ponía en pie—: ¿Quién anda ahí? —gritó—.  ¡Me caguen...!
   —Señó Jacinto, ¿Quién son? —dijo, mientras se dirigían apresuradamente hacia la entreabierta portezuela.
   Una vez en el exterior, vieron como se daban a la fuga cinco mozalbetes. Jacinto se paró en mitad de la calle gritando a viva voz: «¡No huyáis granujas! Cómo os vuelva a por aquí... os voy a dar un palizón, que no os va conocer ni la p… que os parió. ¡Cabrones!, no corráis», reiteraba una y otra vez mientras blandía enérgicamente su puño derecho.
   —¡¿Usté sabe quién son?! —consultó, sin salir de su asombro al ver fuera de sí, al plácido y gentil compañero.
   —Sí, hijo. Por desgracia para mí…, sé quiénes son esos cinco malnacidos.
   —No se ponga usté asín, señó jacinto, ¿l'han hecho alguna trastá?
   —Sí, así es. Hace tiempo que los conozco. No son más que unos desgraciados. Los dos más pequeños viven en la calle Cartas; los otros tres, en la de Maldonado. Se pasan todo el día entrando y saliendo en las trastiendas, llevándose todo lo que encuentran a su alcance los muy cabrones. Se puede decir que son unos muertos de hambre... más de una vez, cuando me disponía a repartir los pedidos por los bares, durante mi ausencia, se apoderaban del género que  había en el carro. Son gentes de malvivir, al igual que la mayoría de sus padres y de seguí así, darán muy pronto con los huesos en la cárcel. ¡Qué Señor me perdone por lo que voy a decir!  ¡Para traer hijos al mundo así, es mejor que sus madres les pariesen en sangre!... Bueno..., sigamos a lo nuestro que por hoy ya hemos tenido más que suficiente —indicó estando un poco más calmado, y, tras retornar al almacén, prosiguieron con la tediosa tarea en silencio, absortos en sus propios pensamientos, sin ser concientes del discurrir del tiempo.
   —¿Qué? —chilló al tiempo que su índice golpeaba reiteradamente sobre la esfera de su reloj de pulsera, uno de los empleados—. ¿Aún no son horas?
   —¡Rediós! —exclamó Jacinto, a la par que de un salto se puso en pie—. ¡Sí que se ha pasado rápida la mañana!
   —Es verdá… no me dao ni cuenta —corroboró Antonio, con una grácil y ligera sonrisa.
  De lunes a sábado, los ufanos empleados atendían a todo aquel que se adentraba en el amplio, surtido y variado colonial. Eso daba pie a que Julián sintiese admiración por sus operarios, ya que el trato con los clientes y su profesionalidad revertían directamente en  beneficio de la empresa y, para ellos, el tiempo transcurría vertiginosamente. En cambio, en la trastienda a Antonio las horas se hacían eternas, unas veces por la falta de quehaceres, otras por las monótonas y tediosas tareas y el resto por el hecho de estar pensando en que llegase el único día que paradójicamente para él transitaba rápido y felizmente, el lunes.
   Por las tardes, después de salir de trabajar y durante los fines de semana, se reunía con sus amigos en el lugar de costumbre o en el «cuartel general», hasta que, a eso de las diez, regresaban a casa.
   Apenas una hora, de reloj, que el sol había despertado. No obstante, al levantarse observó desde su ventana la bravura con que este había inaugurado el nuevo día. Tomó aire hasta henchir los pulmones y, tras estirar los brazos y estremecer su cuerpo, con una amplia sonrisa dibujada en su rostro: «¡Por fin llegó el lunes! —pensó, mientras se dirigía al cuarto de baño y, una vez que desayunó, salió y comenzó a bajar las angostas escaleras como tenía por costumbre… Al salir del portal se acercó hasta la acacia dónde tenía encadenaba a su servicial Orbea y, tras liberarla de los grilletes, se montó de un salto en ésta y comenzó a pedalear con frenesí hasta situarse al lado derecho de quién, a eso de las nueve y cuarto, tan puntual como el Abuelo Mayorga cuando golpea con fuerza sobre la campana que anuncia el transcurso de las horas en la ciudad de Plasencia, como venía obrando, cada mañana, desde hacía más de 45 años.
   —Buenos días, señó Jacinto —saludó, a la par que de un salto se bajaba de la arcaica Orbea.
   Le llamó la atención, la velocidad y el entusiasmo con los que llegó, Antonio.
   —A dónde irás con esa locura…, algún día te vas a romper los dientes con la bicicleta, jodido —dijo mientras insertaba la enorme la llave de hierro en la trillada y envejecida cerradura.
      Como venía siendo habitual, en las mañanas de los lunes, el trabajo se incrementaba en el colonial, pero sobre todo, para el encargado de repartir los pedidos. Ese lunes, desde primeras horas, los dependientes apenas daban abasto para atender a los clientes, unos por teléfono y otros estando presentes, demandaban sin cesar infinidad y variedad artículos. Viendo lo que se les avecinaba:
   —Será mejó que usté se dedique a ir preparando las bolsas y yo solo, me encargaré de llevarlas… ¿le parece a usté buena idea?» —arguyó más que sugirió, Antonio.
   —Está bien…, me parece una excelente idea, pero tendrás que tener mucho cuidado con las alimañas.
   —¿Cómo dice, usté?
   —Que tengas mucho cuidado con los cabrones del otro día.
   —¡Ah!, era eso… no se precupe…, no creo que se atrevan.
   —Me alegro que estés tan seguro de ti mismo; pero aun así, ándate con ojo: que a pesar de su corta edad, estos granujas, ya son veteranos en el oficio. Los muy sinvergüenzas lo traen en la sangre. Dicho esto, después de revisar las encomiendas de un par de clientes en el carro y verificar que el pedido correspondía con la nota de encargo, comenzó a pedalear con rumbo a la calle del Sol y, a través de esta, se adentró en la Plaza Mayor. No hizo más que pisar el azulado y pétreo enlosado, cuando se percató que los supuestos adversarios correteaban por los soportales, tratando de no ser vistos ocultándose entre las mesas y sillas que ocupaban las terrazas de los susodichos establecimientos. Al llegar al destino, se bajó del vehículo sin quitarles la vista de encima:
   —Oye, tú —dijo elevando la voz con la mirada clavada en el que aparentaba más edad—, cómo me robéis algo, te las verás conmigo en cuanto que salga. ¿Te queda claro?
   —¡¿Qué dices, tío?! Nusotros no semos ladrones… ¿Tú, que t'has pensao, colega?
   —¡Ah!, ¿no?... Entonces, ¿por qué corríais el otro día tanto?
   —Fuimos allí, porque un primo mío me dijo que había un nuevo repartidor.
   —Ya…, ¿seguro que era por eso?
   —Si quieres… te cuidamos el carro… pero tienes que darme algo a cambio.
   —Está bien…, te lo daré cuando salga de trabajá.     
   Tras retornar del primer servicio.
   —¿Qué?..., ¿cómo ha ido todo?
   —Bien…, bien. No se precupe usté —respondió sin más.
   —¿No te han quitado nada? —insistió extrañado.
   —No, no se precupe…, hice un trato con ellos. 
   —Y, ¿en qué consiste el acuerdo?
   —Les he dicho que si no me roban, yo mismo les daré algo.
   —¡Así, sin más!, espero que no sea peor el remedio que la enfermedad.
   —Pos, la verdá es que entoavía ni lo sé.
   —Bueno…, se me ha venido a la cabeza, una idea —anunció Jacinto—, aunque no sé yo, si será suficiente.
   —¿Sí?
   —¿Recuerdas que el otro día se cayeron varias cajas de galletas.
   —Sí, sí…, lo recuerdo.  También, se cayeron y abollaron, algunas latas de conservas.
   —A  ver si aceptan el trato y dejan de robarnos —razonó, aunque poco convencido.
   Entre diez y quince minutos habrían  transcurrido desde que el Abuelo Mayorga había golpeado por dos veces sobre la campana cuando apareció, Antonio portando una gran bolsa detrás del desajustado portalón. Unos metros más adelante, esperaban con impaciencia los cinco rufianes para ver si el joven recadero cumplía con su palabra.
   —¿Eso que traes ahí…, es pa nusotros? —abordó el cabecilla del grupo.
   —Sí…, asín es amigo y espero que, entre nosotros, no tengamos ningún problema                  —respondió con energía y convicción.
   —Está bien…, te respetaremos porque tienes palabra y pareces buena gente.
   —Pero, no sé si podré daros alguna cosa más —indicó sin bajar su tono de líder.
   —Sí semos amigos no pasa na ¿de qué barrio eres?
   —Soy de La Data, ¿sabéis dónde está? —aclaró e interpeló con tono afable.
   —Sí, claro que lo conozco. Tengo familia allí.
   —Pos, la verdá es que nunca te he visto por el barrio.
   —Ni nusotros a ti en la plaza…, hasta que te vimos con el viejo gruñón.
   —Pos, aunque no lo creáis…, el señó Jacinto, es buena gente.
   —Será contigo…, porque lo que es a nusotros…, el mu cabrón…, no nos pué ni vé.
   —Bueno…, amigos. Me tengo que ir a casa, ¿cómo os llamáis?
   —Yo, Jesús, pero, para mis amigos, Chuchi… Ángel Luis y Lorenzo son mis hermanos, y esos dos —dijo señalando a los más pequeños—, Migué y Juan Manué… ¿Y tú, colega?
   —Antonio Hinojal Sánchez —respondió al tiempo que alargaba su mano para estrecharla con los cinco—: Bueno, adiós.  Me marcho pa el barrio.
   —Si quieres te acompañamos —propuso Chuchi sin necesidad de consultar a los suyos.
   —Vale, como quieras —dijo al tiempo que comenzaba a pedalear con tanto frenesí que cualquiera que los viese podría pensar que le perseguían para darle su merecido.
   Al llegar al barrio, se vieron en la obligación de aminorar la marcha para tomar la zigzagueante y estrecha senda que discurría paralela al arroyo hasta llegar al «cuartel general». Los que usualmente se hallaban retozando por las inmediaciones sintieron la necesidad de saber quienes eran los acompañantes de su líder y fueron dejándose caer por allí como si tal cosa y, una vez concluido el protocolo de presentaciones, quitó el candado, abrió la puerta hasta atrás y, haciendo un gesto con la mano,  invitó a pasar a sus nuevos amigos, y, a partir de ahí, por las tardes, a eso de las siete, tras dejar apoyadas las bicicletas en el muro que bordeaba la iglesia de San Pedro, sita en las inmediaciones del colonial, Chuchi y los suyos le esperaban, con los nervios a flor de piel,  sentados sobre el graderío que daba acceso al antediluviano edificio. Y, como si de un ritual se tratase, bastaba con que apareciese Antonio con su Orbea por la estrecha calle para que el grupo se pusiera en pie de un salto y, tras montarse cada uno en su medio de transporte, iniciaban una competición para ver quién era el primero en llegar al acogedor y frecuentado barracón.
   Los cinco se adaptaron al grupo sin mayores consecuencias hasta que, pasados unos días, los de siempre observaron que, además de que las diferencias entre los dos bandos eran descomunales —Unos se dedicaban a jugar con la inocencia que se corresponde en esa etapa, mientras que los otros estaban habituados a tomar alcohol, fumar cigarrillos y hachís...—, se estaban apoderando de lo que consideraban su segunda casa y, como consecuencia de ello, poco a poco se fueron distanciando de Antonio, quien sin ser consciente de la realidad, gozaba de la compañía de sus noveles y activos aliados.




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