A
partir de la década de los 70 en Plasencia, al extenderse esta principalmente
por los barrios de la periferia, las nuevas edificaciones demandaron mano de obra cualificada para el
sector de la construcción, ese fue el motivo de que carpintería Martínez, en el
año 78, se incorporase al gremio de carpinteros y encofradores, formando un
grupo compuesto por media docena de operarios
capitaneados por Manuel: un par de oficiales de primera, dos peones
ordinarios, y su hermano pequeño como ayudante. Quedando al frente del
aserradero otros tantos para abastecer a las demandas internas así como a las
de terceros.
Con algo más de 22 años, Antonio, además de
haberse convertido en un joven bien parecido, poseía un atlético cuerpo y
gozaba de un fuerte y dinámico carácter, una mente en constante imaginación de
proyectos y, aunque, normalmente, se mostraba afable, ocurrente y divertido,
también se irritaba con facilidad y cuando alguien no comulgaba con sus
reglamentos, sus actitudes podían llegar incluso a ser despóticas o dictatoriales dado su carácter autoritario,
sin embargo, superaba sus enojos con rapidez. La simpleza de su indumentaria no
deslucía ni siquiera un átomo el porte innato que poseía. Por aquel entonces,
le gustaba vestir con camisas de cuadros, pantalón vaquero y calzar deportivos
en invierno y sandalias en verano.
En la primavera del 80, con permiso del
patrón, comenzó a transportar en su vehículo todo tipo de restos de tableros y
maderas, una vez que estos eran desencofrados en las obras, hasta el islote
dónde años atrás había sido tan feliz. Tras descargar el material, sacó una
motosierra del maletero, y, lo primero que hizo fue cortar un aliso que estaba
a un par de metros en paralelo con el que en tiempos le sirvió para acceder al
interior del islote. Una vez tumbado y desprovisto de su ramaje, lo aproximó como pudo junto al
otro y comenzó a construir una pasarela con la madera trasportada.
«¡Jodé!, cómo s'ha vuelto a poner esto» —se dijo a sí mismo, al contemplar cómo la
maleza había ido ganando terreno al lugar—: « Bueno…, será cuestión de ponerse
manos a la obra... Sí pude de niño, ahora me costará menos» —pensó y resopló,
mientras se llevaba la mano derecha hacia la cabeza y trataba de colocarse un
poco el cabello.
Su paso por el servicio militar y por las
obras le sirvieron a la hora de organizar el lugar de acampada. Un par de semanas después, tras pasar por la
rudimentaria pasarela, a mano izquierda había construido un apartado con cuatro
paredes, techo incluido, que haría las veces de cocina; en la zona del centro, una explanada destinada para la
instalación de la tienda de campaña; al fondo, a la derecha, una caseta con
puerta, predestinada a cumplir las funciones de cualquier letrina. Esta, además
contar con la taza de váter, disponía incluso de saneamiento. —Para ello se
había provisto de unos tubos de PVC y había construido un pozo ciego con el fin
de que este absorbiese las aguas fecales—. Mientras se fumaba un cigarrillo,
contemplaba con satisfacción el lugar. «Bueno…, ahora solo me falta encontrá
con quien compartirlo»,
Con veintitrés años, recién cumplidos, pisó
por primera vez una discoteca. Este no era un chico que pasara desapercibido
para las jovencitas ni para las de más edad. Además de su físico, contaba con
suficiente desparpajo y una seductora mirada que por sí misma era capaz de
persuadir a cualquier dama por muy puritana que esta fuese. Él era consciente
de sus encantos y se valía de ellos para conquistar a las féminas. A los
hombres, en cambio, les caía bien por lo sociable y parlanchín que se mostraba
ante cualquier desconocido: eso era algo que traía en los genes.
A partir de aquel día, comenzó a ser
habitual verle por allí todos los fines de semana, y, aunque, normalmente iba
solo, enseguida emprendía conversación con los asiduos del local. Una de
aquellas jornadas, al entrar, se fijó en una chica:
—Hola guapa, ¿tienes fuego?
—No, no fumo Antonio.
—¡Atiza! ¿Y tú cómo sabes mi nombre?
—Lo sé desde hace muchos años…, tú y yo,
íbamos al mismo colegio, aunque yo estaba dos cursos más abajo.
—Pos, la verdá es que no caigo.
—Por
aquel entonces tú andabas de novio con la Rocío.
—¡Buff! Pos, déjate desde que eso pasó…,
anda que no ha llovido desde entonces…,
¿y tú cómo te llamas?
—¿En serio que no te acuerdas de mí?
—Ya t'he dicho que no.
—Está bien, ¿tú te acuerdas de Juanito, el
lengua?
—Sí, cómo no me voy a acordá…: si él era uno
de mis mejores amigos.
—Pues, yo, soy su prima Puerto.
—¡¿Qué tú eres, quién?!
—Mª del Puerto Hernández Agudelo.
—¡Ah!, sí que es verdad. Ahora recuerdo...
Pero es que tú has cambiao mucho.
—¡Hombre! Es lo más normal, entonces yo
tenía doce años y os burlabais llamándome la Tabla —dijo, al tiempo que dirigía sus ojos hacia
el contorno de su pecho.
—¡Jodé! Cómo cambian las personas con el
paso de los años —puntualizó sin poder evitar que sus ojos se tornasen
lascivos—: ¿y de novios que tal andas?
—La verdad es que no se acercan a mí,
¿quizás les dé miedo? —respondió al tiempo que sonreía de manera picara.
—Pos, te digo que las mujeres a mí no me dan
ningún miedo y mucho menos las que conozco desde chico.
—Que tonto eres, si hace un rato ni siquiera
me recordabas.
—Bueno…, qué, ¿te apetece tomá algo, bailá…,
no sé, cualquié cosa? —indicó Antonio tratando de cambiar el rumbo de la
conversación.
—Sí, vayamos a bailar... Después, ya
veremos.
Mª del Puerto Hernández Agudelo, era hija de
Juan y María, estos vivían en un piso de
protección oficial con sus nueve hijos en el barrio del Pilar, junto a la plaza
de toros. Juan, además de ganarse el jornal como albañil, prestaba sus
servicios como camarero de salón en uno de los hoteles cuando en este se
celebraba algún banquete nupcial. Su mujer, aparte de atender su propio
domicilio, acudía todos los días a un par de casas para realizar las labores
del hogar por cuenta ajena. Mª del Puerto, ocupaba el sexto lugar con respecto
al nacimiento entre sus cinco hermanos varones y cuatro chicas. Esta era
bastante atractiva, y muy madura para la edad que contaba.
En aquel hogar, el dinero era un bien
escaso, ya que las retribuciones dependían únicamente del matrimonio y al ser
tantas las bocas que alimentar y muchas las prendas que comprar. De lo único
que andaban sus padres sobrados era de tener que trabajar tanto, ya que, por
aquel entonces, los salarios estaban por
los suelos.
Mª del Puerto, sin llegar a seguir la moda
de la época, disponía de un variado y surtido armario, que, aunque de ropa
sencilla, una vez puesta adquiría un toque de glamour. En aquella casa, al
igual que en muchas otras, el ropaje se iba heredando de unos hermanos a otros.
El tiempo siguió cursando según tenía
previsto. Antonio y Mª del Puerto, además de coincidir los fines de semana en
el baile, entre ellos surgió algo más que amistad. Y al cabo de un mes,
decidieron comunicárselo a sus respectivas familias y, un par de semanas
después: estas se reunieron para
celebrarlo en una de las terrazas existentes
en el Parque de la
Coronación. José y
Juan se conocían de haber coincidido en alguna que otra obra, aunque hacía
tiempo que estos no coincidían ni siquiera por la ciudad. Después de las
presentaciones, y de tomarse un par de consumiciones en plan familiar, llegó la
hora de irse cada uno por su lado, excepto la joven pareja que dirigieron sus
pasos hacia la zona centro, en busca de música y de un lugar donde disponer de
un poco de intimidad
Aquel verano, como tenía por costumbre la
familia de los pescadores, excepto en
un par de ocasiones tras la muerte de la
matriarca, decidieron ir a pasarlo en el río. Antonio le comentó la idea a Mª
del Puerto y la invitó a pasarlo juntos:
—No sé yo si mi padre me dejará —respondió
con tristeza.
—Bueno, tú se lo dices, y si no te deja, ya
hablaré yo con él.
—No te creas que será tan fácil…, mi padre
es muy bueno; pero, también, muy testarudo y cómo diga una vez que no, ya está
todo hablao.
—Yo, tamién soy mu cabezón..., a vé quien
puede más —dijo entre risas y, tras darse varios y apasionadamente besos,
apoyados sobre el quicio del portal, se despidieron hasta el siguiente fin de
semana.
El
sábado, a eso de las seis y cuarto de la tarde, se presentó en el rellano de la
casa de su amada y, tras llamar al timbre, esta fue quien le abrió la puerta de
su domicilio:
—Hola mi niña —dijo al tiempo que hizo un
gesto con la cabeza en señal de pregunta.
—Na…, no hay na que hacer —susurró—. Ya te
lo dije: él es quien manda y ordena en esta casa.
Ambos se dirigieron hacia el salón-comedor.
—Hola, buenas tardes —saludó el recién
llegado.
—Hola Antonio —respondieron a destiempo los
padres de ella.
—¿Te apetece comé algo, hijo? —preguntó
María.
—No, gracias. He merendao en casa antes de
vení.
—¡Anda niña!, sácanos un par de cervezas
—indicó Juan a su hija Rosita, la más pequeña—. ¿O tampoco te apetece?
—La verdad,
seño Juan, es que no estoy acostumbrado a bebé alcohol. Solo me tomo un
par de cubatas cuando vamos al baile... pero, basta que usté me la ofrece, la
tomaré con mucho gusto.
Media hora más tarde, justo lo que tardó Mª
del Puerto en vestirse y ponerse un poco de colorete sobre las mejillas, un
matiz verdoso sobre los parpados y un toque
suave de carmín para resaltar los sensuales labios. —Ella era linda por
naturaleza, a la vez que coqueta, cómo cualquier mujer que se precie; pero sin
ser excesiva.
—Bueno…, Puerto. Si has terminado, ¿podemos
irnos ya? —sugirió, a la par que volvió la mirada hacia el padre de su amada—.
Seño Juan, ¿puedo pedirle algo?
Poniendo serio el semblante.
—Depende de lo que sea… Si es lo que estoy
pensando: no pierdas el tiempo.
—No sé
en qué puede pensá usted.
—Sí es lo de irse al río contigo: no tienes
na más que decí.
—Vale, vale. De acuerdo. Si usted lo dice no
se hable más.
—Venga, chavales, a pasarlo bien —se
despidió María, asomándose a través de la puerta de la cocina.
Tras salir de la vivienda la joven pareja.
—Hay que vé, Juan, lo raro que eres, con lo buen muchacho que…
Sin dejarla terminar la frase, irrumpió
alzando un tono la voz.
—No toda la gente piensa lo mismo de él.
—Son una buena familia. Tú mismo me lo has
dicho un montón de veces, no entiendo cómo le pones tantas trabas al asunto.
—A lo mejó, es porque se cosas de él que tú
no sabes.
—Pues cómo no me las digas, me temo que
seguiré igual —arguyó María, tratando de sonsacarle.
—Hace algo más de tres años, cuando estaba
en la mili, quedó embarazá a la hija del capitán no sé qué…, no recuerdo su
nombre. Eso fue mu sonao en to Plasencia.
—¡Ah!, asín que era eso... También se dijo
que: «la muchacha era un poco despendolá y que andaba con to quisqui».
—Fuera como fuese no vamos a discutir ahora
por eso —razonó Juan, tratando de apaciguar la hostilidad surgida entre él y su
querida esposa.
Una semana después, en la mañana del sábado,
bajo los soportales de la Plaza
Mayor.
—Hola,
buenos días consuegro —saludó con tono jocoso, José.
—Bueno, bueno… Eso está aún por ver
—respondió son serio semblante Juan.
—¡Hombre! Ya sé que llevan poco tiempo de
novios, pero dejemos que sea el tiempo, el que diga lo que tenga que decí, ¿no
lo crees?
—Sí, asín es… ¿Y qué te hace está tan seguro
de tu hijo?... Pues no hace tanto tiempo…, ya sabes…, lo que pasó en el
cuartel.
—¡Ah!, ahora lo entiendo tó... Pero he de
decite que esto es mu distinto. Tu hija
es mu formá y él bebe los vientos por ella, ¿te paece bien la respuesta, Juan?
—Bueno, al menos en lo de la mi muchacha
tienes razón, ¿te apetece tomar algo, José?
—Sí,
entrémos a tomá una cerveza, pago yo.
Se adentraron en uno de los concurridos
bares y, después de saludar y solicitar al camarero lo que les apetecía tomar,
tras darle un par de sorbos al rubio, amargo y refrigerado líquido, tras
relamerse los labios, continuaron conversando.
—Bueno, Juan, ¿entonces qué?
—¿Qué de qué, José?
—Pos, de que va a sé, hombre, ¿que si dejas
a la tú muchacha de venirse al río con nosotros?... No van a está solos, sino
con toa mi familia. Y, si queréis vosotros, también podéis vení cuando no
tengáis que trabajá.
Antes de responder, aprovechando que el
camarero regresaba con el cambio para José, haciendo un gesto con la mirada
hacia los envases vacíos, Juan, le indicó que los cambiase por otros dos
botellines y depositó el importe exacto sobre el mostrador.
—Está bien, sí es asín, no hay problema en
que vaya mi hija a pasar el verano con vosotros.
Anbos apuraron hasta la última gota del
ambarino caldo y, animados por los acontecimientos, demandaron otra
consumición, y unos minutos después.
—Cóbrese, por favor —solicitó, Juan, al
camarero.
—No se debe nada señores…, está todo
cubierto.
—¿Pos, quién lo ha pagao? —dijeron
coincidiendo casi a la par los dos amigos.
—Esta ronda va por cuenta de la casa
—respondió el sonriente tabernero, mientras pasaba ágilmente la bayeta sobre el
pulcro mostrador.
—Pos, muchas gracias por el detalle
—intervino José
—A ustedes por venir… ¡Qué tengan un buen
día señores!
Al salir del establecimiento, tras
despedirse, cada uno se dirigió hacia sus respectivos barrios, José en su
ciclomotor y Juan en el coche de San Fernando...
Aquella misma tarde, después de haber comido y echado una breve siesta,
padre e hijo cargaron todo lo necesario para construir el nuevo cobertizo.
Estaba casi anochecido cuando recogieron las
herramientas y las guardaron en el maletero, tras dar por finalizada la labor:
—Bueno, hijo. Ya va siendo hora de dirse pa
la casa… Mañana, con un poco de suerte y la ayua de tus hermanos, dejaremos
esto listo pa disfrutalo —dijo sin poder evitar que, al igual que las gotas de
rocío lo hacen al amanecer, sobre sus ojos y mejillas apareciesen unas
lágrimas, tras recordar por un instante a su querida y añorada Manuela.
Al regresar a la ciudad, sobre las diez y
media, llegó a casa de su amada. Allí le
estaban esperando los padres y hermanos pequeños de esta para cenar.
—Hola, buenas noches —dijo al entrar y se
dirigió al cuarto de baño sin más.
—¿Cómo vienes tan tarde, Antonio?
—interrogó el padre de Mª del Puerto.
—Ya me puede usted perdoná, señó Juan. Es
que hemos estao, yo y mi padre preparando las cosas para podé construí, mañana,
el chamizo en el río.
—Está bien…, pero podías haber avisao antes,
¿no?
—Es que yo…, ni siquiera lo sabía… Llegué a
casa después de trabajá y mi padre ya lo tenía todo pensado —argumentó,
tratando de justificar su tardanza.
—Bueno…, ya está bien —intervino con voz
suave María—. Cénemos, que ya va siendo hora.
Tras dar buena cuenta del menú, a eso de la
media noche, antes de despedirse.
—Señó Juan, ¿puedo veni a buscá a la Puerto por la mañana?
—¿Para qué, si es que se puede saber?
—Porque no voy a podé vení en tó el día y,
porque me gustaría que ella esté con mi familia.
—Está bien, espero que no me tenga que
lamentar con el paso del tiempo.
—Muchísimas gracias, señó Juan —pronunció
nervioso y emocionado—, es usted un hombre generoso y comprensivo.
Acto seguido, se levantó y, como si
estuviera en su propia casa, tras
cumplir con el protocolo de encuentros y despedidas familiares.
—Mi niña vendré a recogerte a las nueve...
Hasta mañana a todos.
«Bien, de p… madre» —se dijo para sí mismo,
mientras bajaba las escaleras, a la par que hacía el ademán de vistoria.
Faltando aún algo más de quince minutos para
que, El Abuelo Mayorga golpease la campana tantas veces como horas marcaban las
manecillas de antiquísimo reloj, y para que Antoinio apareciese en el barrio
del Pilar. Allí, junto al portal, apoyada sobre el quicio de la puerta,
esperaba desde las ocho y media, con el fin de no despertar a sus familiares,
Mª del Puerto. Junto a sus pies, un enorme capacho de esparto que contenía las
prendas y enseres que esta había estimado le servirían para pasar aquella
temporada junto a la orilla del río. Estaba ilusionada, nerviosa e impaciente
porque llegase la persona que tanto necesitaba y quería.
Al llegar junto al automóvil, tras mirar
hacia las ventanas y comprobar que no había moros en la costa, dejó caer el
capacho con sus pertenencias sobre el suelo, Antonio bajó del vehículo y se
lanzó a besarla con pasión sin que mediase palabra alguna. Después del
intercambio de fluidos, sentimientos y el apasionado recibimiento, él se
inclinó para recoger los enseres de su amada, abrió la puerta de atrás y lo
depositó con sumo cuidado sobre el asiento posterior y, a continuación, tras
acomodarse en los asientos, emprendieron el rumbo hacia donde tenían previsto:
—¡Dios, qué ganas tenía de que llegases!
—exclamó con una pícara sonrisa, mientras le miraba a los ojos y se mordía el
labio inferior.
—Y, yo, de que amaneciese, mi niña.
—Aunque, por otro lado, me da un poco de
vergüenza y…
—¿De qué, mi niña?... Ya los conoces a
todos.
—Sí, pero ahora es distinto.
—Pos, como no seas más clara… la verdad es
que no te entiendo, mi niña..., ¿distinto por qué?
—No es lo mismo está un rato de visita que irme a viví así tan de
repente... pero no te preocupes, intentaré que ellos no lo noten.
—Estáte tranquila, mi niña. De mi familia,
el peó soy, yo…, asín que te puedes hacé a la idea de lo que te puede esperá…
Además, parece que se te olvida que también estaré contigo.
—Sí, pero ¿y cuándo tú no estés?
—Bueno…, hemos llegao —advirtió, al tiempo
que terminaba de estacionar el vehículo bajo la sombra de uno de los enormes
alisos.
—¡Hola! buenos días, señor José —vociferó
asomando la cabeza a través de la ventanilla del coche.
—Hola hija mía..., sí que paece que están
güenos... Hoy va a jacé mucha caló. El Lorenzo ha salio esta mañana con ganas
de jacése notá... Pero no te precupes, que bajo la sombra de los árboles o en
el agua metios mos libraremos bien de
él… ¡Mira! Por allí viene el mi Manué con la Mari y los muchachos —señaló, al reconocer a lo
lejos el «cuatro latas».
Un par de minutos después, apenas había
aparcado Manuel el automóvil, salieron raudos los tres chiquillos.
—Agüelo, agüelo —gritaban emocionados los
mellizos y su pequeña hermana vestidos con el bañador y enfundados en los
flotadores.
—¡Quietos ahí, Piratas! —exclamó subiendo un
tono la voz, José—. Hay que esperá un poquino, que estáis suando y os podéis ajogá.
—Vamos, vamos al agua, agüelo —repetían una
y otra vez las bulliciosas criaturas. Cinco años contaban ellos y uno menos la
princesa.
—Bueno…, padre. Voy a buscá a la Carmen y a los
muchachos —indicó Manuel.
—¡Espera un poquino hermano! —chilló desde
el islote, Antonio.
—¿Qué quieres?
—Tráeme un paquete de tabaco —sugirió
alzando la voz, mientras se echaba mano al bolsillo del pantalón.
—Déjalo, ya me darás las perras cuando
regrese —dijo al tiempo que hacía un gesto con la mano desde el interior del
«cuatro latas» y, poniéndolo en marcha, emprendió el viaje hasta la ciudad.
A eso de las once y media, a lo lejos,
envueltos en una enorme nube de polvo, se distinguían un par de vehículos que
transitaban por el camino de El Molino de la pared bien hecha, tres o cuatro
minutos después, estos aparcaron bajo una grandiosa encina que estaba junto a
la vereda existente entre el chamizo y un plantío de maíces.
—Ya estamos tós aquí, padre —vociferó a modo
de saludo Carmen.
—Hola hija —respondió, al compás que
saludaba con la mano en alto.
Al acercarse esta a saludar, como era
costumbre entre ellos.
—¡Hombre! Pero si está aquí también la
chica más guapa de toa Plasencia.
—Bueno, bueno. No exageremos: que tampoco es
para tanto —respondió al tiempo que se levantaba y ruborizaba, Mª del Puerto.
Mientras tanto, los pequeños chapoteaban,
bajo la atenta mirada del complacido abuelo, en el río, los varones adultos fueron a buscar leña para
hacer fuego.
—Tendrás que ayudarnos a prepará la comía,
mi niña» —sugirió Carmen.
—Sí, claro —respondió esta con voz suave y
visiblemente emocionada.
A los pocos minutos, al percibir el trato y
la calidez que les dispensaron todos y cada uno, desaparecieron los nervios y
las dudas que albergaba en mente desde el momento en que supo que tendría que
convivir con el núcleo familiar. Antonio
estaba ausente desde que habían llegado, montando la tienda de campaña.
Después de comer, haber fregado y recogido
todos los enseres.
—Acompáñame, mi niña —susurró al oído, tras
darle un tímido beso en la mejilla y tomándola del brazo—:«Cierra los ojos, mi
niña» —sugirió al llegar junto a la espaciosa y acogedora tienda—:«Ya puedes
abrirlos, mi niña» —Extrañado por el silencio de su amada—: «¿No dices nada?».
—¡Qué quieres que te diga! Desde esta mañana
sé que estabas preparando la tienda…
—Pero no es eso lo que quiero que veas.
—Pues tú me dirás, cariño, para donde tengo
que mirar —respondió tratando de salir de su desconcierto.
—¡Al árbol hoctia!
—Cariño, tampoco te pongas asín porque no
sepa lo que tengo que hacer.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que, lo
que tenía que visualizar ella, estaba oculto bajo un sueter que pendía colgado
en una de las puntas que albergaba el polifacético árbol.
—¡Jodé! Qué tonto he sio. ¡Cómo hoctia lo vas a vé, si no he
quitao la p… camiseta! —exclamó al tiempo que retiraba la
prenda del clavo, dejando a la vista un corazón tallado.
—Ahora comprendo mi amor —dijo al tiempo que
pasó con suavidad sus dedos sobre aquellas iniciales que aún rezumaban la
sangre del sufrido árbol.
Tras permanecer abrazados durante unos
minutos, después de besarse reiteradas veces con pasión, regresaron junto al
resto de familiares.
Unas horas después, antes de que
anocheciese.
—¡Oye, Pirata! Ven un momento —dijo, al
tiempo que se retiraba un par de metros del nutrido grupo.
—Dígame, papa, ¿qué quiere?
—Espero que si os acostáis juntos…, tengas
mucho cuidao: no quiero que ocurra como antaño con la hija del capitán, ¿te
quea claro? —recalcó con voz templada, poniendo serio el semblante.
—Sí, papa. No se precupe usted por eso. Le
doy mi palabra.
—La Puerto es
güena muchacha y la tiés que respetá.
—¿Eso es tó lo que me tenía que decí, papa?
—Sí, hijo. No hay más que jablá —respondió,
al tiempo que regresaba junto a los demás.
Una hora después.
—Habrá que ir pensando en ir a dormí ¡Qué
mañana es día de escuela!» —soltó Antonio y, tras despedirse, se perdieron en
la oscuridad de la noche, al otro lado de la pasarela.
Habían acaecido más de quince días, cuando
los padres y hermanos de Mª del Puerto decidieron ir a pasar un día de río, con
el fin de hacer una visita a su hija y
disfrutar de un día de campo junto al clan de los pescadores. Tras el cual,
quedaron maravillados con el trato recibido, así como satisfechos al observar
la perfecta adaptación de su hija a los familiares de Antonio y al medio.
Quedaron tan agradecidos que, a lo largo del verano, repitieron la experiencia
media docena de veces con el fin de convivir y compartir aquellos maravillosos momentos
junto a sus futuros parientes.
El verano y el otoño corrieron tanto como la
pólvora y, apenas sin darse cuenta, llegó diciembre. La noche del veinticuatro —Nochebuena—, la
pasó en compañía de los suyos como siempre, aunque en esta ocasión más bien lo
hizo por obligación, ya que su mayor anhelo era estar junto a Mª del Puerto
todo de tiempo posible.
Después de cenar y tomar una copa de
champán, a eso de la una, excepto los más pequeños, comenzaron a desfilar para
sus respectivas viviendas.
La noche del treinta y uno —Nochevieja—,
acudió a cenar al barrio del Pilar. Algo que deseaban tanto los padres como la
misma Mª del Puerto y, una vez que dieron buena cuenta del menú, tras tomar las
uvas y brindar con un par de copas la llegada del Año Nuevo. La joven pareja
abandonó el hogar con la intención de seguir celebrando, la llegada de 1981, por todo lo alto en una
de las discotecas.
Bien entrada la mañana, después de haberse
tomado un delicioso chocolate con churros, a eso de las once, llegaron a casa
de Mª del puerto:
—Ya está bien, ¿no? —reprendió Juan, a los recién llegados.
—Sí, usted perdone señó Juan. La culpa es mía
por habé venio tan tarde... la verdad es que cuando nos hemos querido dá
cuenta: el sol estaba afuera y, aluego, nos hemos encontrado con unos
amigos..., y nos invitaron a desayuná.
—¡No seas asín coño! —exclamó María,
asomando la cabeza a través de la puerta del cuarto de baño—. Pa una vez que
salen de fiesta los muchachos… Además…, estamos en Año Nuevo y, ya tienen edad
suficiente.
—Ya, ¿pero qué dirán los vecinos?
—Que digan y piensen lo que quieran…, ¿acaso
es delito está enamorados y regresá serenos y formales después de festejá el
fin de año?
—Tienes razón cariño.
—Bueno..., yo, me marcho a dormí un poquino,
que mi padre también estará precupao por mi tardanza.
—Antonio, ¿vendrás a comer? —indagó María.
—Si, que me gustaría, pero ya sabe que en mi
casa estamos mu enfamiliaos.
—Está bien, hijo, no te preocupes.
Tras despedirse de todos y cada uno, comenzó
a bajar las escaleras, pero esta vez, de una en una: ya que no contaba con
suficiente energía para hacerlo... como tenía por costumbre.
Las fiestas transcurrieron rápidamente y,
tras quince días de vacaciones, Antonio se incorporó al trabajo. Una semana
después, los operarios fueron concentrados en la oficina para informarles de
que a principios de febrero tendrían que desplazarse hasta la ciudad de Mérida.
La envergadura de la obra y el plazo de entrega estimado hizo que, además de
trabajar a destajo, se tuviesen que quedar de patrona y solo se desplazasen a
Plasencia una vez al mes y, como consecuencia de ello, Mª del puerto, cada día
llevaba peor eso de tener que estar tanto tiempo sin ver a la persona que más
quería.
Entre idas y venidas de una ciudad a otra,
acaecieron dieciocho meses desde el comienzo hasta el término de la obra. El
verano estaba a punto de comenzar, motivo por el cual, Antonio había solicitado
las vacaciones a partir del 15 de junio. Mª del Puerto estaba entusiasmada, ya
que tenían por delante un mes entero para compartir las veinticuatro horas del
día y dos meses más para disfrutar de la naturaleza, la sombra de los alisos y
el chapotear en las cristalinas aguas del Jerte.
En Plasencia como en cualquier otra ciudad
de España, aquel verano no se hablaba de otra cosa que de las Elecciones
Generales que se llevarían a cabo en el mes de octubre. «Poniendo así el broche
final a la transición aquella que nos vendieron como el cambio hacia el futuro.
Dónde, según la
Constitución Española , estaríamos en un estado de derecho y
que todo español tiene el derecho a una vivienda digna así como el derecho al
trabajo...».
Allá por el mes de septiembre, se
encontraban Antonio, José y Manuel desmantelando el campamento veraniego:
—Papa, ¿ y por qué hay que votá a la
izquierda? —soltó de pronto Antonio.
—Mu fáci, hijo... porque la izquierda semos
la gente probe.
—¡Ah, claro!, ahora entiendo…, ¿pero Alianza
Populá son de derechas?
—Pos claro, hijo, esos son los mismos
perros, pero con distinto collá. Asín que hay que votá al PSOE... no hay cosa
más absurda y estúpida que un obrero votando a la derecha, hijo.
Por fin llegó el día tan anhelado por
millones de españoles, 28 de octubre de 1982, a primeras horas de aquel jueves, Mª del
Puerto y Antonio coincidieron, en el mismo colegio donde años atrás habían
estudiado, con el fin de hacer uso del derecho al voto, para ambos era la
primera vez que participaban.
Al día siguiente, los medios de divulgación
tanto en España como a nivel mundial los titulares daban a conocer que Felipe
González Márquez, se había convertido en el nuevo presidente del gobierno, por
mayoría absoluta. —España entera comenzó a cambiar el rumbo con la muerte del
General Franco, el 20 de noviembre de 1975, daba paso a la transición española,
dejando atrás la dictadura para dar comienzo la democracia. Este periodo se
prolongaría desde el mismo día en que feneció el dictador pasando por las
primeras elecciones democráticas desde la Guerra Civil
celebradas el día 15 de junio de 1977,
la aprobación de la
Constitución Española mediante referéndum el día 6 de
diciembre de 1978 y, tras la intentona golpista de los militares el 23-F, hasta que se celebraron las Elecciones
Generales, en octubre del 82. Con la democracia vendrían cosas buenas y otras
que no tanto… En 1986 con la adhesión a la CEE vinieron muchas ayudas para todos los
sectores, pero, sobre todo para el sector agrícola y ganadero. En principio
todo parecía indicar que con el cambio España iba a mejor, pero no todo fue
positivo ni tampoco para todos. La democracia, además de traer tantas reformas,
trajo consigo cosas nefastas como las drogas… Plasencia, por aquellas fechas,
se vio plagada de adictos a la heroína y de manera directa aquello influyó
negativamente sobre la ciudad. Las adictas se vieron obligadas a
prostituirse por las calles principales,
con el fin de conseguir dinero para las dosis que estas necesitaban; con ellas
aparecieron sus chulos o acompañantes y, entre unos y otros, convirtieron a
Plasencia en una ciudad sin ley, dónde se atracaba sin piedad a diestro y
siniestro; pero sobre todo, a los turistas que visitaban la archiconocida y
monumental localidad. Motivo por el cual, se notó que cada vez eran menos los
extranjeros en pisar el casco histórico de la noble y benefactora ciudad.
El entorno rural se vio afectado de manera
negativa por las normativas impuestas por la CEE , ya que comenzaron a desaparecer las pequeñas
explotaciones agrícolas y ganaderas que durante generaciones habían sido
viables y productivas para aquellos que vivían de los frutos obtenidos en ambos
sectores. Con la llegada de la democracia se les prohibió ganarse la vida honradamente
como venían haciendo desde tiempos inmemorables. Además de prohibir la venta de
productos artesanales como el queso de cabra, los embutidos y las chacinas,
dejaron de permitirse las matanzas tradicionales, incluso aquellas que eran
para el autoconsumo, so pretexto de motivos de salubridad. No tardaron en
desaparecer del barrio aquellas personas que durante años, casa por casa, iban
vendiendo la leche recién ordeñada, al igual que la señora que acudía cada
cierto tiempo desde Navalonguillas de arriba con su burra cargada de deliciosos
quesos de cabra, unos curados con pimentón y otros con aceite de oliva. Ese fue
el motivo, por el que incluso el paisaje se fue transformando. En los
alrededores de El Molino de la pared bien hecha dejaron de ser visibles las
vacas que cada atardecer, después de ser ordeñadas, acudían a saciar la sed
metiéndose incluso en las profundidades de La Playina de los Ángeles.
«En fin, como bien dice el refrán ‘no es oro todo lo que reluce’ y, con el
transcurso del tiempo, uno se da cuenta de que, cuánto más empeño ponen
terceros en convencernos de que algo nos interesa, sin duda alguna, mayor será
su propio beneficio, y, a las pruebas me remito: poniendo como ejemplo a
cualquier político en la actualidad».
Seis meses después, tras haber pasado la Semana Santa y la
romería de la Virgen
del Puerto, se encontraban celebrando el cumpleaños de Juan, en el barrio del
Pilar:
—Bueno, ¿y qué, vosotros no os pensáis
casar? —soltó de repente Juan.
—Sí, claro que sí —respondieron casi al
unísono la joven pareja.
—¿Y para cuándo tenéis pensado?
—Entoavía somos jóvenes —razonó Antonio.
—Sí, así es... pero podríais ir ahorrando
algo, ¿no?
—Pos, con lo que gano yo de encofradó. Creo
que llegaré a viejo y...
—Tampoco es preciso tener que comprarla…,
las hay en alquiler y también de protección oficial. Además, mi hija puede
ponerse a trabajar.
—Tiene uste razón, mañana pediré permiso en
el trabajo y iremos yo y su hija hasta la Puerta de Talavera para abrí una cuenta en la Caja de Ahorros y Montes de
Piedad.
Un mes después, Mª del Puerto comenzó a
servir en una de las casas donde lo hacía su madre, el sueldo era escaso, pero
no estaban los tiempos como para rechazar ninguna oferta laboral.
Tras ir depositando ambos parte de su
salario en la sucursal, comprobaron que medio año después apenas contaban con
cien mil pesetas, motivo por el cual, Antonio aceptó una oferta por parte del
dueño de la discoteca dónde cada fin de semana estos acudían a bailar. En principio, la tarea a desempeñar
consistiría en que este evitase los altercados que surgieran en el local
durante los fines de semana. Los viernes y sábados comenzaría con la primera
sesión, de siete de la tarde hasta las diez y media y, tras hacer un alto para
descansar o cenar, a eso de la medianoche, comenzaba la segunda función, esta
se prolongaba aproximadamente hasta las cuatro.
Al principio, todo iba viento en popa, pero
no tardando mucho, Mª del Puerto se dio cuenta de que apenas pasa tiempo con él
y comenzó a observar cómo las féminas acudían a este con cualquier pretexto y
entre risas, besos, presentaciones y algún, que otro acercamiento, esta comenzó
a entender que al final ese dinero extra no le estaba trayendo más que
complicaciones.
—Antonio, ¿crees que merece la pena lo que
tengo que soportar? —soltó de repente, frunciendo el ceño, al salir ambos de la
discoteca.
—¡¿Qué
te pasa ahora?! —inquirió subiendo el tono de voz.
—No te hagas el tonto…, sabes muy bien de lo
que estoy hablando —susurró sin poder evitar que aflorasen unas lágrimas sobre
sus mejillas.
—Pero, mi niña, tú sabes que eso forma parte
de mi trabajo…
—No sabía que ligar con las tías estuviese
contemplado en el contrato.
—¿Ligar con ellas, dices? ¡No me hagas reí!
Pero que tonta que eres, sabes bien que solo te quiero a ti mi niña, ¿por qué
dices eso?
—No puedo aguantar como te ríes y abrazas a
esas ful…
—Mi niña, pero ya sabes que lo hago para
ganá algo más de dinero y…
—Te digo que no lo puedo evitar y estoy
sufriendo mucho, Tú no te das cuenta,
¿verdad? —soltó sin reprimir su
rabia.
—Bueno, siendo asín todo tiene solución, ¿no
crees?
—Gracias cariño, ¿dejarás el trabajo?
—susurró teñida de lágrimas.
—No, no, mi niña. El dinero nos hace falta,
ya lo sabes.
—¡¿Entonces?!
—A partí de ahora te llevaré pa casa cuando
termine la primera sesión.
—¡Ah! ¿Y tú crees que eso se soluciona todo?
—Asín es, mi niña, ojos que no ven, corazón
que no siente, y no se hable más del asunto, ¿vale?
—Está bien, pero no creo que esa sea la
solución más acertada.
La relación entre ellos fue enfriándose y
entre enfados y reconciliaciones aconteció más de un año: hasta que, un día, Mª
del Puerto no pudo más y sin darle explicaciones decidió poner fin a su relación
sentimental.
Los familiares de Antonio, aun sin estar de
acuerdo con la ruptura, aceptaron la decisión de quién consideraban una más de
la familia. Los padres y hermanos de Mª
del Puerto, desde la resignación trataban de apoyar a quien así había actuado.
—Más vale tarde que nunca —Fueron las
últimas palabras que profirió Juan con respecto al asunto. En el fondo, él
nunca había aprobado aquella relación. Es más, incluso se alegró de que fuese
el tiempo el que se encargase de quitarle la venda de los ojos a su querida
hija, aunque por respeto a esta no lo manifestó.
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