domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo III Episodio 2

A finales  de noviembre de 1985, dado el éxito alcanzado por la sala de fiestas y la proximidad de los eventos que en esta se llevarían a cabo en el mes de diciembre. Huberto, el gerente del local, le ofreció la posibilidad de ascender de manera directa al cargo de jefe de sala.
    —No sabe usté cuanto se lo agradezco don Huberto —respondió Antonio, sin poder evitar que la emoción le embargase, mientras estrechaban sus manos.
   —Sabes lo que esto conlleva, ¿verdad?
   —Perdone usté, pero no sé qué me quiere decí con eso.
   —A partir de ahora formalizaremos el contrato a jornada completa.
   —Sigo sin sabé que me quiere usté decí, don Huberto.
   —Excepto lunes y martes, tendrás que venir a trabajar.
   —Pero no sé si podré cumplí bien, ya sabe usted que trabajo en las obras y necesito tiempo para descansá y…
   —Eres duro de mollera, pero aun así  y todo, reconozco que desempeñas muy bien este  trabajo. Por cierto, ¿cuánto ganas de encofrador?
   —Cuando estamos a jornal, faltan cien pejetas pa llegá a las cuarenta mil y cuando lo hacemos a destajo…, el doble más o menos.
   —Si te ofrezco cien mil y dos meses de vacaciones al año, ¿aceptarías mi oferta?
   —Sí, por supuesto que sí, pero necesito quince días pa  podé empezá.
   —¡¿Quince días para pensártelo, no te parecen muchos?!
   —No, no. No los necesito pa pensá don Huberto, es pa cumplí con las normas laborales.
   —Eso está bien, Antonio.  Ante todo, uno tiene que tener principios y no dejarse arrastrar solo por la ambición.
   —Mi padre m'ha enseñao que siempre hay que dejá las puertas abiertas en los trabajos…, nunca se sabe.
   —Sabias son las palabras de tu padre, y tú,  todo un caballero por  llevarlas adelante.
   A primeras horas del lunes, Antonio se dirigió hasta la oficina:
    —¿Aún no ha llegao el patrón? —dijo al asomar la cabeza después de haber llamado y entreabierto la puerta.
   —No, no —respondió Emiliano—. Ya sabes que los lunes hasta las doce o así, excepto yo, por aquí no aparece nadie, ¿querías algo?
   —No, no… Bueno, si…
   —Pues sí que empezamos bien.
   —Pa decirle que me voy.
   —¡¿Qué te vas?!, ¿adónde?
   —Don Huberto, el dueño de la discoteca, me ha ofrecido un contrato en toda regla.
   —¡Ah!, se trata de eso. ¿Y te lo has pensado bien?
   —No, no hace falta pensá mucho: se trabaja menos y las perras son más del doble.
   —La oferta parece interesante, pero la noche es muy traicionera.
   —También en las obras hay peligros, además creo que bastará con seguí como hasta ahora, sabiendo dónde pisa uno en cada momento.
   —Antonio, si eso es todo lo que tenías que hablar con el jefe…, no es necesario que esperes a decírselo a él, yo mismo te prepararé la cuenta; pero tendrás que esperarte al menos un par de semanas, ¿te parece bien?
   —Sí, claro. Sin problema: contaba con ello.
   No solo en el trabajo le advirtieron de los peligros de la noche. Su propia familia y en especial José, insistió varias veces en que no se trataba de ganar más o menos dinero, sino de estar a gusto en el trabajo y la vida: que la noche, a la larga no traía más que problemas y que el dinero que se ganaba fácilmente de la misma manera que surgía, desaparecía.
   Días después, tras visitar la sección de caballeros en Confecciones Daza y haberse probado media docena de trajes, se decantó por elegir dos en azul marino y un tercero en negro, así como tres camisas claras y un par de pajaritas a juego:
   —Te sientan de maravilla chaval, ni hechos a medida te quedarían mejor —dijo el encargado de atender la sección masculina.
   —Pos, la verdad, ¡qué quiere que le diga!, a mí, estas ropas no me gustan: dónde estén unos  vaqueros y una camisa de cuadros…; pero, en fin, todo sea por el trabajo.
   —Te aseguro que cuando te adaptes a verte así, notarás incluso que estás cómodo     —insistió afirmando el dependiente.
   —Puede que con la ropa tenga razón, pero lo de tené abrochao hasta el último botón de la camisa y encima el collá ese como un perro, ¡Jum!, no sé yo.
   —Un último detalle, por favor, ¿te lo llevas tú directamente o prefieres que te lo enviemos a casa? —preguntó con tono suave el vendedor.
   —¿El qué, perdón?
   —Las prendas adquiridas.
   —Mejó me lo llevan a casa. Ahora tengo que seguí comprando.
   Al salir de la galería, condujo sus pasos hasta la Plaza Mayor y, después de tomarse un par de cervezas sentado en una de las terrazas, se adentró en la calle del Sol con intención de elegir unos zapatos.
   —Buen día —saludó al poner el pie dentro del establecimiento.
   —Hola, buenos días —respondió con simpatía la joven empleada—.  Enseguida le atienden  —dijo al tiempo que le invitaba a sentarse,  señalando con la palma de la mano vuelta hacia uno de los pequeños  asientos recubiertos de  escay.
   —No, gracias. Prefiero esperá de pie.
   Un par de minutos después, apareció un joven que salía de la trastienda.
   —Hola, buenos días Antonio, ¿en qué puedo ayudarte?
   —¡Hombre! ¿Qué tal Susi? No sabía que currabas aquí.
   —Sí..., ya llevo casi dos años… Prácticamente desde que me fui del barrio.
   —¡Atiza!, ahora me entero que ya no vives allí, con razón hacía tiempo que no te veía en el barrio.
   —¿Y qué te trae por aquí? —preguntó el joven y conocido dependiente.
   —Venía buscando unos zapatos... pero la verdad es que…, no tengo ni p... idea.
   —No te preocupes, Antonio, que para eso estoy aquí…, lo primero dime el número que calzas y si los quieres para todo trote o si son para vestir.
   —El caso es que son pa trabajá. No sé si sabes, que ahora estoy de jefe de sala en la discoteca de don Huberto y tengo que ir bien trajeáo, ya me entiendes.
   —Entonces lo que tú necesitas es que sean cómodos, sobre todo.
   —Sí, sí asín es.  Mis pies están acostumbráos a las zapatillas.
   —Pues, si te esperas un momento, regreso enseguida.
   —Vale, vale tranquilo. Aquí te espero —respondió al tiempo que se sentaba sobre uno de los negros taburetes.
   Diez minutos habían transcurrido, cuando una docena de cajas sobrepuestas una encima de otra avanzaban hacia donde se encontraba quién no dudó en echarle una mano a su amigo, con el fin de evitar que la torre de zapatos se esparciese por todo el local. Ágilmente, Susi, comenzó a abrir las cajas y a mostrar los modelos por él elegidos. Antonio, ante la diversidad de modelos, se quedó bloqueado.
   —Pos, ahora sí que no tengo ni idea de cuál escogé.
   —Mira, en confianza, llévate estos: no son los más bonitos ni los más caros; pero sí, los más cómodos.
   —Está bien, m'haré caso de ti; pero tamién me llevaré los caros: que al fin y al cabo, los paga don Huberto.
   —Pues, nada, Antonio, para lo que necesites, ya sabes dónde estamos —indicó al tiempo que le tendía su mano.
    —Lo mismo te digo Susi… Cuándo te apetezca tomá unas copas…



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