domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo III Episodio 3

Allá por el mes de enero. Siendo conscientes las asiduas al local de que Antonio estaba compuesto y sin novia, ante las oportunidades que estas le brindaban. Poniendo por escusa a su padre que en el barrio no se podía dormir de día, alquiló una casa en la calle del Sol; aunque continuó acudiendo al domicilio paterno, casi a diario, para comer y para mantener el contacto con los demás familiares. Su hermana, Azucena, se encargaba de hacerle la colada y plancharle la ropa.
   La pequeña, trasnochada y céntrica vivienda se convirtió en un transitado «picadero», donde raro era el día en que Antonio no tenía que cabalgar sobre alguna joven y desbocada «yegua».
   En febrero, tras muchos años de haber estado prohibido el carnaval en todo el territorio español, con la llegada de democracia fue una de las  primeras tradiciones que se recuperaron. Motivo por el cual, la sala ofertó una fiesta por todo lo alto el viernes de carnaval, además de los premios que obtendrían los que acudiesen disfrazados, el acceso al local y la primera consumición eran por cortesía de Huberto.
   La sala de fiestas estaba ubicada en los bajos de uno de los cines de la ciudad. Esta, era a su vez la discoteca que concentraba el mayor número de adolescentes y menores de edad en la primera sesión; pero a partir de la medianoche, en la segunda, acudían todo tipo de personas, edades y escalas sociales.
   Junto a la puerta de entrada, a un par de metros de distancia, a mano derecha, se encontraba la taquilla y el ropero. —Dónde previo pago, la mayoría de los clientes dejaban las prendas de abrigo—. Tras descender por unas amplias, descansadas y enmoquetadas escaleras se podía acceder al subsuelo del edificio. A mano derecha,  serpenteaba una gran barra donde eran atendidas por un par de camareros las consumiciones demandadas por los clientes que preferían estar acomodados y repartidos por los sofás y taburetes bajos, que rodeaban en grupo de a cuatro a cada mesita de oscuro cristal, en una acogedora estancia bajo la tenue luz sin ser  molestados directamente por los destellos que emergían de la planta inferior. Un balaustre de acero permitía el acceso a través de una doble y majestuosa escalera, bajo la cual se encontraba la barra que servía las consumiciones a los que se hallaban junto a la pista de baile.
   Antonio estaba tomando una copa cuando, a eso de las tres y media, apareció envuelta en un abrigo de visón una linda y llamativa mujer, junto a un señor que por su aspecto bien podría ser su padre. Tras el intercambio de miradas, ambos se estremecieron. Tanto el acompañante como ella eran conocidos en el local, aunque para Antonio era la primera vez que los veía.
   Los recién llegados se dirigieron a una de las zonas más tranquilas de la primera estancia. Antonio la observaba disimuladamente desde la distancia, se había quedado prendado de la expresiva miranda que minutos antes está le había brindado. Al desprenderse del lujoso abrigo, aún resaltó más su belleza la escasa falda que cubría su parte más íntima. Antonio se quedó sorprendido cuando vio que uno de los camareros abrió una botella de champán y se dirigió hacia la mesa que ocuparon la llamativa pareja, le llamó la atención que el camarero saliese para servirles en mesa, cosa que hasta ahora él no había presenciado en el local.
   Unos minutos después, la sensual y atractiva mujer se dispuso a acceder a la pista de baile. Al pasar junto a Antonio le hizo un guiño y prosiguió con su rumbo contoneándose de tal manera que la fantasía de él comenzó a navegar por su cuenta y riesgo y dirigió sus pasos hasta el balaustre y, tras comprobar que el acompañante de ella estaba sentado plácidamente, disfrutando de la noche mientras fumaba y daba pequeños sorbos a la copa de champán. Antonio se giró hacia la pista, buscando con la mirada hasta que dio con el lugar dónde la voluptuosa señora acompasaba con rítmicos movimientos pélvicos la sensual danza al tiempo que dirigía su mirada hacia el lugar que ocupaba el joven y apuesto Jefe de Sala. Él, notó que, además de aumentar  el ritmo cardíaco, bajo su pantalón comenzaba a dar señales de vida Juanito,  su miembro viril. Media hora después, ella regresó junto a su acompañante; pero, al pasar junto a quien unos segundos antes la contemplaba embelesado, se pasó la lengua por el contorno de los labios y terminó mordiéndose el inferior al tiempo que lo miraba de arriba, abajo.
   Un instante después, Antonio regresó junto al mostrador.
   —¡Jodé!, vaya peazo tía —soltó dirigiéndose al camarero.
   —Sí, sí que está buena, la Susana.
   —¿Tú la conoces?
   —¿Y quién no?... Él, es don Pepe, el dueño del club de alterne que está junto a la plaza..., ella es su querida.
   —Pos, la verdá es que ni siquiera sé donde está ese club.
   —Bueno, es normal… esos sitios están para los que no tenemos tanta suerte como tú.
   —¿Está de p…, allí?
   —No, ¡hombre!, ya te he dicho que ella es la querida y está allí de encargada.
   —¿Y él está allí tamién?
   —No, él suele ir al cerrar, a eso de las tres y media, para hacer caja.
   —¿Cierran tan tarde tó los días?
   —Algunos días incluso más tarde... Allí siempre hay clientes con ganas de gastar pasta. Ya sabes…, la jodienda no tienen enmienda.
   —Hay que vé, con el tiempo que llevo en la noche y no me entero de na.
   —Bueno, eso es lo que tú dices, pájaro... A saber a dónde vas cuando sales de aquí.
   Aquel día, la sala cerró sus puertas al amanecer. Antonio estaba conversando junto al ropero cuando, de súbito, se quedó estupefacto, al ver  ascender, a las claras del día, a la belleza que horas antes le había hecho estremecer  y, tras saludarles de manera cortés, se limitó a seguirles con la mirada hasta que estos desaparecieron por la esplendorosa e iluminada calle del Sol. La seductora mujer y su acompañante caminaban cogidos del brazo, ambos pasados de copas, pero manteniendo la compostura ante los que habían madrugado para desayunar un café con churros en la Plaza Mayor.
   Tras pasar el ajetreado fin de semana de carnavales, cómo cada lunes, apareció en casa de su padre, a primeras horas de la mañana, portando una bolsa de deportes con la ropa que este había usado durante la semana anterior. Su hermana, le tenía  limpia y planchada otra tanda para la semana entrante. Los lunes y martes, al no tener que trabajar, solía dedicarlos a estar con la familia, principalmente con su padre. Les gustaba frecuentar la plaza en los días de mercado, ese era el día propicio para reencontrarse con cualquier conocido y disfrutar de una mañana en compañía de los amigos tomando cañas y tapeando por los bares existentes bajo los soportales hasta que, a eso de las dos y media, regresaban a casa para comer en compañía de Azucena. Un par de horas después, padre e hijo acudieron a uno de los bares del barrio:
   —Hola, buenas tardes –dijeron casi a la par los recién llegados, mientras dirigían sus pasos hasta una de las mesas.
   —Hola familia —respondió Ramón, el tabernero—, ¿lo de siempre?
   Antonio asintió un par de veces con la cabeza.
   —Me das tamién un tapete y una baraja de cartas —indicó al tiempo que se dirigía hasta el mostrador para recogerlo.
   Cinco minutos después, Ramón depositaba sobre la mesa un café cortado para José y uno solo con hielo, una copa de anís seco y un entre finos para Antonio.
   —¿Hay algún valiente pa echá unas partidas al tute? —interpeló, alzando un tono la voz, el hijo del pescador a la par que daba una barrida con la mirada a todo el local.
   —Sí te basta solo con que sepamos juegá —respondió con tono irónico Miguel, el padre de Leandro.
   —Pos, ¡Venga!, no se jable más, y al tajo —concretó José.
   Acordaron que serían vencedores aquellos que lograsen llegar primero a cinco partidas ganadas, el premio: les saldrían gratis las consumiciones que estos tomasen mientras que durase el enfrentamiento, y, sin más preámbulos, comenzaron a jugar.
   La partida estuvo bastante reñida, motivo por el cual, estuvieron casi tres horas entre el humo de los fumadores, las voces de los que no les cuadraban las cuentas previstas, las risas de los ganadores y las caras largas de los perdedores… Padre e hijo se hicieron con el triunfo sin trampas ni cartón. Antonio se dirigió hasta el mostrador.
   —¿Qué se debe en la mesa? —consultó.
   —¿Todo? —inquirió Ramón—. Pero ¿no habéis ganao?
   —Sí, claro. Cóbrate todo... Ya sabes que a mí lo que me gusta es jugá y compartí la tarde con los vecinos de toa la vida.
   El tabernero extrajo, de un vaso de tubo, un lapicero y un papel dónde estaban anotadas las demandas de la mesa cuatro y comenzó a sumar.
   —Son, mil cuatrocientas sesenta y cinco pesetas —informó Ramón.
   Antonio echó mano a su billetera y sacó un billete de mil y, del bolsillo del pantalón, una moneda de quinientas y los depositó sobre el mostrador.
   —Las vueltas déjalas pa la casa».
   —Ramón introdujo las monedas en una jarra grande de cristal y, a continuación, hizo rugir a un enorme cencerro que se hallaba colgando justo encima de esta, gritando a todo pulmón: «Bote, señores» —En señal de agradecimiento a la generosidad de los clientes, cómo venía siendo costumbre desde que su padre abriese el bar treinta años atrás.
   —Bueno, papa, ¿nos vamos a cená? —consultó, al tiempo que le echaba el brazo por encima de los hombros.
   —Cuándo tú quieras hijo.
   Tras despedirse de los presentes, dirigieron sus pasos hasta el hogar familiar, allí les esperaba con todo dispuesto sobre la mesa, Azucena. Un rato después, decidió que había llegado la hora de despedirse.
   —Espera un poco Antonio —vociferó Azucena, al comprobar que este se encontraba abriendo la puerta—.¡Anda, mi niño! baja la basura.
   —Sí, claro. ¡Faltaría más!
   Bajó las escaleras tranquilamente y, al llegar a la calle, condujo sus pasos hasta el contenedor para depositar la bolsa en su interior, prosiguió caminando una veintena de pasos hasta que llegó al vehículo, abrió la puerta, se introdujo en él y, antes de ponerle en marcha, pulsó el encendedor electrónico, sacó un cigarrillo, lo prendió y, tras dar un par de caladas, desapareció por las calles con dirección al centro de la ciudad.
   Al llegar a la plaza, aparcó el vehículo en la margen derecha, se bajó y con paso firme se introdujo bajo los soportales y observó que en una de las pilastras se anunciaba el estreno de Matador, del cineasta español Pedro Almodóvar, en la cartelera del Teatro Alcázar. Caminó calle abajo y se metió en una cafetería con la intención de tomarse un par de copas antes de irse a dormir.
   —Hola, buenas noches —dijo tras acomodarse en uno de los taburetes de madera, junto al mostrador.
   —Buenas, ¿qué le sirvo? —preguntó con voz grave Faustino, el camarero.
   —Un JB, con tres hielos.
   Antonio observó con detenimiento hasta el último rincón del acogedor lugar. Había poca gente y se respiraba tranquilidad. De fondo, apenas perceptible, una suave melodía invadía cada centímetro de la estancia. De repente, por su mente apareció una silueta femenina danzando de manera sensual que le recordó que Susana podría estar un par de calles más abajo, según le había indicado días atrás, Anselmo… y apurando la copa de güisqui de un trago.
   —¡Chist! ¡Chist! ¡Por favó! ¿Me dice qué le debo? —solicitó, mientras se ponía en pie.
   —Trescientas pesetas.
   Antonio depositó sobre el pulcro mostrador un billete de quinientas pesetas, y, tras recoger los cambios, se despidió.
   —Hasta luego —dijo sin más.
   Faustino dejó de barrer  y se volvió hacia el cliente.
   —Adiós, adiós.
   Un par de minutos fue lo tardó en llegar frente a la puerta del club y, tras atusarse el pelo y reajustarse la indumentaria, abrió la puerta, apartó los pesados y oscuros cortinajes, que hacían las veces de vestíbulo, se adentró en un alegre lugar dónde destacaban las luces rojas, el volumen de la música, las mujeres ligeras de vestidura y excesivamente maquilladas... El ambiente era cordial entre las meretrices y los clientes, unos bailaban, otros se besaban…, Antonio se dirigió hasta el final de la barra, allí, de espaldas al público y frente a la caja registradora, se encontraba la encargada del local.
   —Hola, buenas noches Susana —dijo alzando un par de tonos la voz, el recién llegado.
   Al darse la vuelta, ante su sorpresa y tratando de aparentar serenidad.
   —¡Hombre! ¿Cómo tú por aquí?
   Antonio se quedó atónito, durante diez segundos, al comprobar que aquella incorpórea luz ensalzaba aún más la voluptuosidad del espectacular cuerpo que tenía frente a él. 
   —Pos mira, que no tengo sueño y al pasá por aquí…, sin sabé por qué, he entrado, sin más    —mintió tratando de justificar su visita.
   —¡Ah!, pues me parece muy bien. Espero que disfrutes de tu estancia en el local..., ¿qué, te apetece tomar?
   Después de dudar unos segundos, sin decirle lo que le apetecía en realidad, se decantó por apartar la mirada de aquellos ojos tan expresivos.
   —Un JB, con tres hielos ¡Por favó! 
   —¡Ok! Si, es eso todo lo que deseas…, ahora mismo te lo pongo —respondió, manifestando en su rostro una explícita y pícara mirada.
   Antonio estuvo en el local por espacio de una hora, durante ese tiempo ambos se dedicaron furtivas miradas.
   —¡Por favó! ¿Me dices que te debo? —solicitó él, al cabo de un tiempo.
   —Volver, cuando tú quieras —respondió ella guiñándole un ojo.
   —Perdón, ¿cómo dices?
   —Nada…, qué a esta copa te invito yo.
   —Pero es que…, se me hace tarde y tengo que irme.
   —No te preocupes por eso. Ya sabes donde estamos… Y, si te apetece, puedes venir cuando gustes.
   —Muchas gracias Susana.
   Haciéndole un gesto con el dedo índice para que este se acercase.
   —Aquí me conocen por Susana, pero, para mis allegados soy Teresa —le susurró al oído.
   —Encantado, Teresa, el mío es Antonio.
   Tras darse un par de besos, en las mejillas.
    —Adiós, hasta mañana —dijo él.
    —Hasta cuando tú quieras… —respondió ella.


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