Allá
por el mes de enero. Siendo conscientes las asiduas al local de que Antonio
estaba compuesto y sin novia, ante las oportunidades que estas le brindaban.
Poniendo por escusa a su padre que en el barrio no se podía dormir de día,
alquiló una casa en la calle del Sol; aunque continuó acudiendo al domicilio
paterno, casi a diario, para comer y para mantener el contacto con los demás
familiares. Su hermana, Azucena, se encargaba de hacerle la colada y plancharle
la ropa.
La pequeña, trasnochada y céntrica vivienda
se convirtió en un transitado «picadero», donde raro era el día en que Antonio
no tenía que cabalgar sobre alguna joven y desbocada «yegua».
En febrero, tras muchos años de haber estado
prohibido el carnaval en todo el territorio español, con la llegada de
democracia fue una de las primeras
tradiciones que se recuperaron. Motivo por el cual, la sala ofertó una fiesta
por todo lo alto el viernes de carnaval, además de los premios que obtendrían
los que acudiesen disfrazados, el acceso al local y la primera consumición eran
por cortesía de Huberto.
La sala de fiestas estaba ubicada en los
bajos de uno de los cines de la ciudad. Esta, era a su vez la discoteca que
concentraba el mayor número de adolescentes y menores de edad en la primera
sesión; pero a partir de la medianoche, en la segunda, acudían todo tipo de
personas, edades y escalas sociales.
Junto a la puerta de entrada, a un par de
metros de distancia, a mano derecha, se encontraba la taquilla y el ropero.
—Dónde previo pago, la mayoría de los clientes dejaban las prendas de abrigo—.
Tras descender por unas amplias, descansadas y enmoquetadas escaleras se podía
acceder al subsuelo del edificio. A mano derecha, serpenteaba una gran barra donde eran
atendidas por un par de camareros las consumiciones demandadas por los clientes
que preferían estar acomodados y repartidos por los sofás y taburetes bajos,
que rodeaban en grupo de a cuatro a cada mesita de oscuro cristal, en una
acogedora estancia bajo la tenue luz sin ser
molestados directamente por los destellos que emergían de la planta inferior.
Un balaustre de acero permitía el acceso a través de una doble y majestuosa
escalera, bajo la cual se encontraba la barra que servía las consumiciones a
los que se hallaban junto a la pista de baile.
Antonio estaba tomando una copa cuando, a
eso de las tres y media, apareció envuelta en un abrigo de visón una linda y
llamativa mujer, junto a un señor que por su aspecto bien podría ser su padre.
Tras el intercambio de miradas, ambos se estremecieron. Tanto el acompañante
como ella eran conocidos en el local, aunque para Antonio era la primera vez
que los veía.
Los recién llegados se dirigieron a una de
las zonas más tranquilas de la primera estancia. Antonio la observaba
disimuladamente desde la distancia, se había quedado prendado de la expresiva
miranda que minutos antes está le había brindado. Al desprenderse del lujoso
abrigo, aún resaltó más su belleza la escasa falda que cubría su parte más
íntima. Antonio se quedó sorprendido cuando vio que uno de los camareros abrió
una botella de champán y se dirigió hacia la mesa que ocuparon la llamativa
pareja, le llamó la atención que el camarero saliese para servirles en mesa,
cosa que hasta ahora él no había presenciado en el local.
Unos minutos después, la sensual y atractiva
mujer se dispuso a acceder a la pista de baile. Al pasar junto a Antonio le
hizo un guiño y prosiguió con su rumbo contoneándose de tal manera que la
fantasía de él comenzó a navegar por su cuenta y riesgo y dirigió sus pasos
hasta el balaustre y, tras comprobar que el acompañante de ella estaba sentado
plácidamente, disfrutando de la noche mientras fumaba y daba pequeños sorbos a
la copa de champán. Antonio se giró hacia la pista, buscando con la mirada
hasta que dio con el lugar dónde la voluptuosa señora acompasaba con rítmicos
movimientos pélvicos la sensual danza al tiempo que dirigía su mirada hacia el
lugar que ocupaba el joven y apuesto Jefe de Sala. Él, notó que, además de
aumentar el ritmo cardíaco, bajo su
pantalón comenzaba a dar señales de vida Juanito, su miembro viril. Media hora después, ella
regresó junto a su acompañante; pero, al pasar junto a quien unos segundos
antes la contemplaba embelesado, se pasó la lengua por el contorno de los
labios y terminó mordiéndose el inferior al tiempo que lo miraba de arriba,
abajo.
Un instante después, Antonio regresó junto
al mostrador.
—¡Jodé!, vaya peazo tía —soltó dirigiéndose
al camarero.
—Sí, sí que está buena, la Susana.
—¿Tú la conoces?
—¿Y quién no?... Él, es don Pepe, el dueño
del club de alterne que está junto a la plaza..., ella es su querida.
—Pos, la verdá es que ni siquiera sé donde
está ese club.
—Bueno, es normal… esos sitios están para
los que no tenemos tanta suerte como tú.
—¿Está de p…, allí?
—No, ¡hombre!, ya te he dicho que ella es la
querida y está allí de encargada.
—¿Y él está allí tamién?
—No, él suele ir al cerrar, a eso de las
tres y media, para hacer caja.
—¿Cierran tan tarde tó los días?
—Algunos días incluso más tarde... Allí
siempre hay clientes con ganas de gastar pasta. Ya sabes…, la jodienda no
tienen enmienda.
—Hay que vé, con el tiempo que llevo en la
noche y no me entero de na.
—Bueno, eso es lo que tú dices, pájaro... A
saber a dónde vas cuando sales de aquí.
Aquel día, la sala cerró sus puertas al
amanecer. Antonio estaba conversando junto al ropero cuando, de súbito, se
quedó estupefacto, al ver ascender, a
las claras del día, a la belleza que horas antes le había hecho estremecer y, tras saludarles de manera cortés, se
limitó a seguirles con la mirada hasta que estos desaparecieron por la
esplendorosa e iluminada calle del Sol. La seductora mujer y su acompañante
caminaban cogidos del brazo, ambos pasados de copas, pero manteniendo la
compostura ante los que habían madrugado para desayunar un café con churros en
la Plaza Mayor.
Tras pasar el ajetreado fin de semana de
carnavales, cómo cada lunes, apareció en casa de su padre, a primeras horas de
la mañana, portando una bolsa de deportes con la ropa que este había usado
durante la semana anterior. Su hermana, le tenía limpia y planchada otra tanda para la semana
entrante. Los lunes y martes, al no tener que trabajar, solía dedicarlos a
estar con la familia, principalmente con su padre. Les gustaba frecuentar la
plaza en los días de mercado, ese era el día propicio para reencontrarse con
cualquier conocido y disfrutar de una mañana en compañía de los amigos tomando
cañas y tapeando por los bares existentes bajo los soportales hasta que, a eso
de las dos y media, regresaban a casa para comer en compañía de Azucena. Un par
de horas después, padre e hijo acudieron a uno de los bares del barrio:
—Hola, buenas tardes –dijeron casi a la par
los recién llegados, mientras dirigían sus pasos hasta una de las mesas.
—Hola familia —respondió Ramón, el
tabernero—, ¿lo de siempre?
Antonio asintió un par de veces con la
cabeza.
—Me das tamién un tapete y una baraja de
cartas —indicó al tiempo que se dirigía hasta el mostrador para recogerlo.
Cinco minutos después, Ramón depositaba
sobre la mesa un café cortado para José y uno solo con hielo, una copa de anís
seco y un entre finos para Antonio.
—¿Hay algún valiente pa echá unas partidas
al tute? —interpeló, alzando un tono la voz, el hijo del pescador a la par que daba
una barrida con la mirada a todo el local.
—Sí te basta solo con que sepamos juegá
—respondió con tono irónico Miguel, el padre de Leandro.
—Pos, ¡Venga!, no se jable más, y al tajo
—concretó José.
Acordaron que serían vencedores aquellos que
lograsen llegar primero a cinco partidas ganadas, el premio: les saldrían
gratis las consumiciones que estos tomasen mientras que durase el
enfrentamiento, y, sin más preámbulos, comenzaron a jugar.
La partida estuvo bastante reñida, motivo
por el cual, estuvieron casi tres horas entre el humo de los fumadores, las
voces de los que no les cuadraban las cuentas previstas, las risas de los
ganadores y las caras largas de los perdedores… Padre e hijo se hicieron con el
triunfo sin trampas ni cartón. Antonio se dirigió hasta el mostrador.
—¿Qué se debe en la mesa? —consultó.
—¿Todo? —inquirió Ramón—. Pero ¿no habéis
ganao?
—Sí, claro. Cóbrate todo... Ya sabes que a
mí lo que me gusta es jugá y compartí la tarde con los vecinos de toa la vida.
El tabernero extrajo, de un vaso de tubo, un
lapicero y un papel dónde estaban anotadas las demandas de la mesa cuatro y
comenzó a sumar.
—Son, mil cuatrocientas sesenta y cinco
pesetas —informó Ramón.
Antonio echó mano a su billetera y sacó un
billete de mil y, del bolsillo del pantalón, una moneda de quinientas y los
depositó sobre el mostrador.
—Las vueltas déjalas pa la casa».
—Ramón introdujo las monedas en una jarra
grande de cristal y, a continuación, hizo rugir a un enorme cencerro que se
hallaba colgando justo encima de esta, gritando a todo pulmón: «Bote, señores»
—En señal de agradecimiento a la generosidad de los clientes, cómo venía siendo
costumbre desde que su padre abriese el bar treinta años atrás.
—Bueno, papa, ¿nos vamos a cená? —consultó,
al tiempo que le echaba el brazo por encima de los hombros.
—Cuándo tú quieras hijo.
Tras despedirse de los presentes, dirigieron
sus pasos hasta el hogar familiar, allí les esperaba con todo dispuesto sobre
la mesa, Azucena. Un rato después, decidió que había llegado la hora de
despedirse.
—Espera un poco Antonio —vociferó Azucena,
al comprobar que este se encontraba abriendo la puerta—.¡Anda, mi niño! baja la
basura.
—Sí, claro. ¡Faltaría más!
Bajó las escaleras tranquilamente y, al llegar
a la calle, condujo sus pasos hasta el contenedor para depositar la bolsa en su
interior, prosiguió caminando una veintena de pasos hasta que llegó al
vehículo, abrió la puerta, se introdujo en él y, antes de ponerle en marcha,
pulsó el encendedor electrónico, sacó un cigarrillo, lo prendió y, tras dar un
par de caladas, desapareció por las calles con dirección al centro de la
ciudad.
Al llegar a la plaza, aparcó el vehículo en
la margen derecha, se bajó y con paso firme se introdujo bajo los soportales y
observó que en una de las pilastras se anunciaba el estreno de Matador, del cineasta español Pedro
Almodóvar, en la cartelera del Teatro Alcázar. Caminó calle abajo y se metió en
una cafetería con la intención de tomarse un par de copas antes de irse a
dormir.
—Hola, buenas noches —dijo tras acomodarse
en uno de los taburetes de madera, junto al mostrador.
—Buenas, ¿qué le sirvo? —preguntó con voz
grave Faustino, el camarero.
—Un JB, con tres hielos.
Antonio observó con detenimiento hasta el
último rincón del acogedor lugar. Había poca gente y se respiraba tranquilidad.
De fondo, apenas perceptible, una suave melodía invadía cada centímetro de la
estancia. De repente, por su mente apareció una silueta femenina danzando de
manera sensual que le recordó que Susana podría estar un par de calles más
abajo, según le había indicado días atrás, Anselmo… y apurando la copa de
güisqui de un trago.
—¡Chist! ¡Chist! ¡Por favó! ¿Me dice qué le
debo? —solicitó, mientras se ponía en pie.
—Trescientas pesetas.
Antonio depositó sobre el pulcro mostrador
un billete de quinientas pesetas, y, tras recoger los cambios, se despidió.
—Hasta luego —dijo sin más.
Faustino dejó de barrer y se volvió hacia el cliente.
—Adiós, adiós.
Un par de minutos fue lo tardó en llegar
frente a la puerta del club y, tras atusarse el pelo y reajustarse la
indumentaria, abrió la puerta, apartó los pesados y oscuros cortinajes, que
hacían las veces de vestíbulo, se adentró en un alegre lugar dónde destacaban
las luces rojas, el volumen de la música, las mujeres ligeras de vestidura y
excesivamente maquilladas... El ambiente era cordial entre las meretrices y los
clientes, unos bailaban, otros se besaban…, Antonio se dirigió hasta el final
de la barra, allí, de espaldas al público y frente a la caja registradora, se
encontraba la encargada del local.
—Hola, buenas noches Susana —dijo alzando un
par de tonos la voz, el recién llegado.
Al darse la vuelta, ante su sorpresa y
tratando de aparentar serenidad.
—¡Hombre! ¿Cómo tú por aquí?
Antonio se quedó atónito, durante diez
segundos, al comprobar que aquella incorpórea luz ensalzaba aún más la
voluptuosidad del espectacular cuerpo que tenía frente a él.
—Pos mira, que no tengo sueño y al pasá por
aquí…, sin sabé por qué, he entrado, sin más
—mintió tratando de justificar su visita.
—¡Ah!, pues me parece muy bien. Espero que
disfrutes de tu estancia en el local..., ¿qué, te apetece tomar?
Después de dudar unos segundos, sin decirle
lo que le apetecía en realidad, se decantó por apartar la mirada de aquellos
ojos tan expresivos.
—Un JB, con tres hielos ¡Por favó!
—¡Ok! Si, es eso todo lo que deseas…, ahora
mismo te lo pongo —respondió, manifestando en su rostro una explícita y pícara
mirada.
Antonio estuvo en el local por espacio de
una hora, durante ese tiempo ambos se dedicaron furtivas miradas.
—¡Por favó! ¿Me dices que te debo? —solicitó
él, al cabo de un tiempo.
—Volver, cuando tú quieras —respondió ella
guiñándole un ojo.
—Perdón, ¿cómo dices?
—Nada…, qué a esta copa te invito yo.
—Pero es que…, se me hace tarde y tengo que
irme.
—No te preocupes por eso. Ya sabes donde
estamos… Y, si te apetece, puedes venir cuando gustes.
—Muchas gracias Susana.
Haciéndole un gesto con el dedo índice para
que este se acercase.
—Aquí me conocen por Susana, pero, para mis
allegados soy Teresa —le susurró al oído.
—Encantado, Teresa, el mío es Antonio.
Tras darse un par de besos, en las mejillas.
—Adiós, hasta mañana —dijo él.
—Hasta cuando tú quieras… —respondió ella.
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