El 15
de octubre de 1947, fruto de una relación esporádica que Luisa, una chica de 17
años, había mantenido con un desconocido, nació en Salamanca, Teresa. La
adolescente y precipitada mamá, al verse sola y desamparada, ante la falta de
recursos para sacar adelante a su bebé, acudió a pedir trabajo a un club de
alterne que estaba situado a la salida de la ciudad, en la N-630 , con dirección a
Cáceres y, un par de años después, formalizó su relación sentimental con
Arturo, el dueño de local.
Hasta la edad de seis años, Teresa fue
cuidada por María, su abuela materna y a partir de ahí, hasta alcanzar los
dieciséis, la pequeña fue enviada a un internado que era regentado por monjas.
Durante las vacaciones estivales, Teresa
regresaba todos los años a la casa que su adorable abuela poseía en, Canta
Gallo, un pueblecito serrano que está situado casi en el límite de provincias.
Al cumplir la mayoría de edad, ante la terquedad de la joven con respecto a
seguir estudiando, Luisa decidió que acudiese al club a servir copas, con el
único y claro propósito de concienciar a su caprichosa hija de que el dinero
era algo que no venía así sin más. Por aquel entonces se había convertido en
una adolescente frívola que le gustaba vestir bien y sentía pasión por las
joyas.
Al poco tiempo, apareció por el local Pepe,
un asiduo trasnochador de treinta y cinco años, el cual, a pesar de ser poco
agraciado, contaba con el beneplácito de todas las meretrices por lo simpático
y generoso que este era con todas las que allí trabajaban. Pepe aparecía de vez
en cuando por el local y se jactaba de gritarle a los cuatro vientos que a él
no le importaba recorrer los kilómetros que hiciesen falta ni gastar los
dineros que fuesen necesarios, siempre y cuando estos le proporcionasen
felicidad.
La primera vez que vio a Teresa, se quedó
prendado con los encantos que esta había recibido de la Madre Naturaleza
y, a partir de aquel día, comenzó a frecuentar el local con mayor asiduidad y,
cada vez que acudía, la traía algún presente.
Un año después, sin tener en cuenta los
consejos de su madre, Teresa decidió irse a vivir con él y se trasladaron a la
ciudad de Cáceres. Los padres de Pepe disponían de una acomodada posición social
y contaban con un amplio patrimonio, todo ello fruto de una adecuada gestión,
un exquisito trato a los clientes, una organizada productividad y, sobre todo,
por la calidad que estos ofrecían a sus clientes a través de unos grandes
almacenes dedicados a peletería y ropas de alto standing. Durante cuatro años,
la pareja se dedicó a viajar y a gastar dinero sin tener en cuenta que este era obtenido por la perseverancia y el
sacrificio por parte de los tres hermanos de Pepe. Los mismos que, tras morir
sus progenitores en un accidente automovilístico, tomaron la decisión de
ofertarle una suma importante con el fin de evitar que su hermano menor
dilapidase aquello que tantos años y esfuerzos les había costado a sus padres.
Al aceptar la propuesta, se trasladaron a
vivir a Plasencia, allí adquirieron una casa solariega en las inmediaciones de
la Plaza Mayor y en los bajos de esta acondicionaron el lugar y lo convirtieron
en un club de alterne. Sin importarles que por aquella época la ciudad contaba
con varios locales de este tipo. Al cabo de un tiempo, el negocio iba viento en
popa. Aquello propició que Teresa
contase con un amplio y nutrido armario repleto de pieles y ropas de buena
calidad y, en la caja fuerte, un buen surtido de delicadas y finas joyas.
Con el paso de los años, se había convertido
en una mujer honesta, directa, decidida y perseverante. Tenía facilidad para
hacer amistades. Sabía escuchar a los demás y estaba siempre pendiente de sus
afectos. Su exuberante cuerpo así como el contoneo de caderas al caminar. Su
estatura algo más de lo normal, sus negros y rasgados ojos; su largo y
ondulante pelo negro, moviéndose al compás del viento la impedían pasar
inadvertida ante los ojos de los hombres. La gustaba viajar, fumar, el Gin
tonic y lucirse bailando en las discotecas. Detestaba tener que cocinar y
realizar las labores del hogar, pero si no le quedaba otra, procuraba hacerlo
con esmero.
Desde muy joven soñaba con conocer a un
hombre con espíritu aventurero, con buen corazón, que le diese estabilidad
afectiva y que le hiciese sentir como una reina; aunque también, era una mujer
capaz de sacrificarse por la persona que amaba. Tenía la costumbre de ahuecarse
el pelo cuando estaba incómoda. Temía a las arañas, los ratones, a envejecer
sola... Solía visitar a su madre al menos una vez al año, cuando acudía a verla
lo hacía sola, ya que Luisa nunca perdonó a Pepe que la hubiese arrebatado de
aquella manera a su única hija, y cómo mínimo la acompañaba durante un par de
semanas.
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