domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo III Episodio 6

El lunes, a eso de las nueve, irrumpió en el local de manera inesperada un Antonio pletórico. Teresa sintió cómo si su corazón recibiese el doble de sangre de lo normal, el ritmo cardiaco se aceleró y sus negros y rasgados ojos adquirieron un brillo especial.
   —Ojú, hay que vé lo que es el tiempo. Unas veces pasa volando y otras…, cuando deseas algo se queda quieto —dijo a modo de saludo, Antonio.
   —¿Y qué es eso qué tanto deseabas? —curioseó Teresa, abusando de su confianza.
   —Verte a ti, mi niña.
   —¡Ah, sí! Pues la verdad es que no lo entiendo —concretó dibujando en su cara un gesto notablemente burlesco—. Ya sabías dónde encontrarme…
   —Aunque no lo creas no es tan fáci.
   —No, si no te estoy pidiendo cuentas. Solo estamos conversando.
   Antonio se quedó callado por espacio de uno minutos, cabizbajo y meditabundo. Teresa acudió a servir una copa a uno de los clientes.
   —Estás  muy pensativo, ¿te ocurre algo? —profirió al regresar junto él.
   —No, nada —mintió—. Cosas mías, sin más.
   —Pues cualquiera lo diría por la cara que se te ha quedado. En fin, tú sabrás. Pero ya que estás aquí trata de disfrutar del momento.
   —Sí, tienes razón. Ponme un güisqui doble con mucho hielo.
   Después de servirle la copa, al observar el serio semblante que mostraba, se retiró hacia la otra esquina de la barra y se acomodó sobre el taburete que solía utilizar cuando el local estaba tranquilo. Desde allí observaba furtivamente intentando interpretar cada uno de los gestos que Antonio emitía al mover los ojos y la cabeza, mientras este agitaba y hacía girar los cubitos de hielo en el ambarino licor.
   Unos minutos después, tomó un sorbo largo. Se puso en pie, introdujo la mano en el bolsillo y tras depositar un billete de mil sobre el mostrador.
   —¡Hasta luego! —dijo al aire, sin apartar la mirada de los oscuros cortinajes que daban a la salida.
   —Adiós —susurró Teresa, con el alma hecha pedazos, con los ojos inundados y serio el semblante condujo sus pasos hasta la estancia dónde se cambiaba de ropa…
   Media hora después, salió con la intención de continuar la noche cómo si nada hubiese ocurrido.
   —¡Venga chicas, qué no decaiga la noche! —enunció con una amplia sonrisa—: Tomemos una copita,  que la vida sigue y tenemos derecho a disfrutar de ella.  —Y, aunque trataba de hacer ver a los presentes su euforia, sus hermosos ojos dejaban claras evidencias de que su estado anímico no concordaba con lo que reflejaba su manera de actuar.
   El tiempo siguió cursando sin detenerse por nada ni por nadie: como siempre.
   La noche del martes, cada vez que alguien accedía al prostíbulo. El corazón de Teresa comenzaba a latir al doble de lo habitual; pero  cuando los ojos no hallaban la figura que su corazón deseaba, tras un largo suspiro:
   «¡Hay tonto; pero quien te mandará a ti, a estas alturas de tu vida!» —voceaba su mente tratando de entristecer y bajar los humos al generador de nobles sentimientos y motor de vida.
   Aunque, el miércoles, el día había despuntado resplandeciente…, este nada pudo hacer para evitar que, durante más de doce horas, Teresa se abstrajese del desánimo… Su mente se había propuesto hundirla tratando de hacerla entender que el anhelo de su alocado corazón no era más que una utopía y que, por tanto, carecía de toda lógica.
   Al atardecer, a eso de las ocho, como si de un ritual se tratase, siguiendo los mismos pasos todos los días. Tras introducir la llave y darle un par de vueltas, Teresa subió la persiana, abrió la puerta, activó las luces de cierre y apertura, y se introdujo en el local. Un rato después,  fueron  apareciendo las chicas y, mientras estas se transformaban para ejercer su trabajo, dispuso seis vasos de tubo sobre el mostrador y comenzó a preparar los combinados según las preferencias de cada una de ellas. A partir de las ocho y media, con el intercambio de luces, el aspecto del local se transmutaba tanto que quienes lo frecuentaban presentían como si el hecho de atravesar aquellos oscuros cortinajes sirviese para adentrarse en otro tiempo y lugar totalmente apartados de la realidad que se vivía puertas afuera.  Con la música aguda y alegre comenzaba el trasiego de clientes entre copas, fumando, bebiendo, bailando, riendo… Estos tenían a su disposición siete horas para disfrutar de todos los placeres que sus bolsillos les permitiesen.
   Una hora después de abrir el establecimiento e intentando ahogar sus penas, Teresa dejó envolverse por los placeres de Baco, mientras en su interior se estaba librando una dura batalla: su mente no cejaba en su empeño de herir al corazón, este a medida que el alcohol se iba mezclando con la sangre se fue creciendo y cada vez latía con más insistencia, hasta que al final la mente se fue nublando como consecuencia del Gin tonic.
   —¡Manoli! Hazte cargo de la barra y llámame un taxi, por favor. ¡Necesito salir de aquí ahora mismo!» —ordenó con voz de apremio al tiempo que se adentraba en el pequeño habitáculo para cambiarse de atuendo.
   Treinta y cinco minutos pasaban de las once.
   —Buenas noches —dijo con voz pastosa, mientras trataba de desprenderse del abrigo y depositarlo sobre el mostrador de recepción.
   —Hola buenas —saludó la encargada de recoger la ropa y atender la taquilla en la sala de fiesta.
   —Permítame acompañarla —manifestó al tiempo que la ofrecía el brazo, al comprobar el estado en que se encontraba la recién llegada.
   —No, gracias. No es necesario. Aún soy capaz de caminar sin caerme.
   —Bien, siendo así, como usted quiera... Sí necesita algo, no dude en hacérmelo saber.
   —¡Vale! Lo tendré en cuenta.
   Al acceder a la planta baja, se dirigió hasta la barra. El camarero, extrañado al verla sola se acercó.
   —Hola, buenas noches Susana. ¿Le preparo lo de siempre?
   —No, gracias. Prefiero un Gin tonic, aquí en la barra.
   Antonio se encontraba conversando con uno de los camareros que atendían la barra que estaba junto a la pista de baile, cuándo, sin saber por qué, sintió una necesidad impetuosa de ascender hasta la primera planta y fue alcanzar el último peldaño y, sin poderlo evitar, su corazón aumentó considerablemente el ritmo, el brillo de sus ojos se intensificó y condujo sus pasos rápidamente hasta situarse junto a ella.
   —¡Oh! Teresa, ¿cómo asín que has venío? —exclamó.
   El camarero se quedó perplejo al oírle y; dirigiendo la mirada hacía Antonio, negó un par de veces con la cabeza tratando de hacerle entender que había errado el nombre.
   —Podría decirte «Pos mira, que no tengo sueño y al pasá por aquí, sin sabé por qué, he entrao, sin más» —refirió con tono irónico—. Pero, como no me gustan las mentiras, te diré que: He venido porque me apetece estar contigo, ¿qué te parece la respuesta, Antonio?
   —¿Tiene que sé ahora mismo? —demandó sin saber qué decir.
   —No, no, tranquilo. Para ello tienes toda la noche.
   —Pos, ya te diré cuando se me ocurra algo.
   —Me gustaría que me hicieses compañía en aquél rinconcito, ¿sería posible? —sugirió ella.
   —Sí, claro. Será un placé.
   —Anselmo, cuando puedas nos sirves un par de copas en la mesa uno —indicó antes de que ambos dirigiesen sus pasos hacia el coqueto y apartado lugar.
   Después de aclarar que el verdadero motivo por el que se vio obligado a abandonar de aquella manera tan brusca y perentoria, y que por eso mismo se vio incapaz de atreverse a visitarla el martes, no era otro que por una indisposición intestinal, y que, curiosamente, había remitido de la misma manera que se presentó apenas un par de horas antes de acudir a trabajar. Al terminar de narrar la historia, sin poder contener la emoción Teresa reía y lloraba al mismo tiempo.
   —No, si lo que no me pase a mí…, no le pasa a nadie —afirmó Antonio.
   Ella suspiró profundamente y después resopló varias veces tratando de contener el cúmulo de sentimientos encontrados.
   —Me encantaría que siguieses contándome más cosas de ti.
   —¿Y qué quieres que te cuente, mi niña?
   —¡Todo! Me interesa saber todo de ti.
   La candidez con la que Teresa pronunció aquellas palabras propiciaron que Antonio eliminase cualquier atisbo de timidez y continuó desde el mismo punto en que lo había dejado días atrás.
   Abstraídos por completo de la realidad entre risas, copas y anécdotas llegó la hora de cerrar. Al cesar la música y realizar el cambio de luces fueron conscientes de dónde se encontraban. Ascendieron buscando la salida, la ayudó a ponerse el abrigo y salieron juntos del local con dirección a la calle del Sol. Al comprobar las dificultades para caminar que presentaba Teresa.
    —¿Quieres que te acompañe, mi niña? —preguntó con voz melosa.
   —Sí. ¡Ya sabes dónde!
   —Pos, la verdá es que no lo sé.
   —Te he dicho que me apetece estar contigo —articuló con voz pactosa—. ¿Qué es lo que no entiendes? ¡Quiero acostarme contigo! ¿O es qué no te enteras?
   Eso mismo era lo que él anhelaba desde que la vio por primera vez. Llegaron a casa y, tras desprenderse del abrigo y darse un par de intensos y apasionados besos en el salón, accedieron a la habitación. Antonio abrió la cama y se fue al servicio. Cuando regresó, observó que se había quedado profundamente dormida sobre las sábanas. La cubrió con las mantas y el edredón y se marchó a dormir al sofá.
   A media mañana, Antonio se adentró en la pequeña cocina y se dispuso a preparar café. El agradable aroma invadió hasta el último rincón del apartamento. Teresa se despertó y al comprobar que había dormido sola, guiada por su fino olfato llegó hasta la cocina:
   —Hola, buenos días mi niña. ¿qué tal has dormio?
   Teresa se abrazó enérgicamente apoyando la cara sobre el pecho de él y estuvo en silencio durante varios minutos.
   —¿Qué te pasa, mi niña?... ¿Por qué lloras?
   —Gracias, gracias —musitó al tiempo que se afianzaba más a su cuerpo.
   —No tienes na que agradecé, mi niña.
   La estrechó entre sus brazos y le dio un sutil beso en la frente.
   —Gracias Antonio, por ser como eres y por respetarme como mujer —respondió entre sollozos.
   —¿Te gusta mu dulce el café?
   —Me da igual, mi vida.
   Sellaron esas palabras con un beso y se tomaron el café. Después, prosiguieron con besos y arrumacos y terminaron en la cama entregándose con pasión y, tres orgasmos después, se levantaron ambos con la convicción de que nadie les había hecho sentir aquella placentera sensación.
   —¿A qué no te vienes conmigo, cariño? —propuso Teresa.
   —¡¿Aónde?!
   —De vacaciones
   —¿Y, Pepe?
   —De él no te preocupes, ya me encargo yo.
   —¿Y mí trabajo, qué?
   —No sé, invéntate cualquier cosa. Pero quiero que esta tarde, a las  siete, me recojas en la plaza, junto a la farmacia Mateos.
   —Pero mi niña. Sí ya son las cuatro.
   —Recuerda, a las siete, ni un minuto más ni uno menos. —Fueron sus últimas palabras en el interior de la vivienda.
   Tras realizar un par de llamadas desde un bar, Antonio se puso en contacto con Humberto y, tras comunicarle que le había surgido un imprevisto, argumentando que durante los siguientes días no habría ninguna actividad en el local, solicitaba disfrutar desde ese mismo instante el comienzo de uno de los periodos vacaciones que le correspondían al año, según lo pactado tiempo atrás por ambos de manera verbal.
   —No hay problema Antonio.
   Unos minutos después, se puso en contacto con su hermana, para decirla que iba a estar fuera unos días y que ya la informaría de su regreso.
   Teresa llegó a casa, a eso de las cuatro y media, sigilosamente se introdujo en el dormitorio y extrajo un fajo de billetes de uno de los visones que colgaban en un amplio y perfumado armario. Se hallaba sobre la cama intentando echar el cierre a una abultada maleta.
   —¡Qué pasa contigo! —exclamó alzando la voz Pepe, desde la puerta—. ¿Qué horas son estas de aparecer? ¡Se puede saber de qué vas, tía!
   —En estos momentos no me apetece discutir ni dar explicaciones —respondió fríamente con voz suave y pausada.
   —¡¿Acaso crees que no tengo derecho a saber a dónde vas o de dónde vienes?!
   —Por favor, te ruego que no insistas. No es el momento: ya hablaremos cuando regrese.
   —¡¿Ah, no?! ¿Entonces cuándo? —exclamó fuera de sí, gesticulando exageradamente con las manos.
   —¿Sabes qué te digo? —indicó señalándole con el dedo índice—. Me voy a tomar unos días de relax ¡Tengo derecho a disfrutar de la vida!
   —¡Esto no puede seguir así! —bramó con ira, Pepe—. ¡Tenemos que hablarlo!
   —Sí, por supuesto que lo haremos —respondió con voz suave y relajada—. Pero ya sabes cuando...
   Retornaban, una y otra vez a la cabeza de Pepe, las últimas palabras emitidas justo antes de que esta recogiese la maleta y abandonase el domicilio para dirigirse hasta la cafetería Goya, dónde, tras depositar el equipaje sobre una de las butacas de la terraza y acomodarse ella en la contigua, solicitó y tomó un par de cafés tratando de hacer tiempo hasta que, Antonio, diese señales de vida en el lugar acordado.
   Faltaban cinco minutos para las siete cuando, hizo un gesto al camarero para indicarle que sobre la mesa dejaba el importe de las consumiciones. Asió la maleta con su mano izquierda y le hizo un gesto de despedida, con la mano derecha, al tiempo que dirigía sus pasos hacia la farmacia.
   Puntual y preciso, como el Abuelo Mayorga, apareció a bordo de su Renault 6 GTL, en el lugar indicado. Teresa abrió la puerta trasera y depositó la maleta junto a una negra y abultada bolsa de deportes, cerró el portón, se acomodó en el asiento del copiloto y salieron de la ciudad, por  La Puerta de Berrozanas, con dirección a la plaza de toros. Al llegar al surtidor, mientras el empleado llenaba el depósito siguiendo las indicaciones del conductor, Antonio se desplazó hasta la cafetería e introdujo varias monedas en la máquina expendedora de tabacos y extrajo dos cajetillas, una de tabaco negro para él y una de rubio para ella.
   Al regresar, abonó el importe del combustible, se introdujo en el vehículo y, tras comprobar de un vistazo que los espejos retrovisores estaban orientados correctamente, accionó la puesta en marcha.
   —Bueno, mi niña. Tú dirás pa ónde tiramos ahora —inquirió al tiempo que la daba una suave palmada sobre la cara interna del muslo izquierdo y la guiñaba un ojo.
   «Señores pasajeros, abrochense los cinturones. El coche con destino a Salamanca va a efectuar su salida en breve. ¡Gracias por su atención y disfruten del viaje!» —informó sutilmente Teresa.
   Durante el viaje, entre risas, guiños y miradas, que hablaban por sí mismas; embelesados, intentaban vocalizar al compás siguiendo el ritmo de las canciones que emitía la frecuencia modulada. Una vez remontaron el angosto y retorcido Puerto de Béjar, hicieron el resto  del viaje sin apenas ser conscientes, la oscuridad vespertina se había hecho dueña y señora de todo el paisaje, excepto de la distancia que abarcaban las luces del vehículo. A lo lejos se divisaba la luminiscencia que emanaba de lo que parecía una gran ciudad. Un par de kilómetros antes de llegar a esta se distinguía una especie de lucero rojo que parecía surgir en medio de la nada:
   —Cariño, cuando llegues a la altura de aquella luz roja paras un momento. 
   —¿Te ocurre algo, mi niña?
   —No, no cariño. Pararemos allí para tomar algo.
   Unos minutos después, se fueron haciendo visibles los camiones y coches que abrazaban por los cuatro costados a un ostentoso y prehistórico edificio, en cuyo renovado interior se podía gozar de los placeres de la música y el alcohol, en compañía de lindas señoritas.
   —¡No me lo puedo creer! —exclamó, Luisa—. ¿Pero qué ven mis ojos?  —Salió desde detrás de la barra tan pronto como le permitieron sus ágiles piernas para fundirse en un fuerte abrazo. Él contemplaba la escena, desconcertado, a un par de metros, sin comprender tan efusivo encuentro por ambas mujeres. Teresa se giró hacia él:
   —Mamá, te presento al hombre de mi vida —dijo a modo de presentación—. Antonio ella es, Luisa, mi madre.
   —Encantado, señora —articuló tímidamente.
   —Puedes llamarme Luisa.
   —Está bien, como usted diga, Luisa.
   —Podías haberme avisado hija y no habría abierto hoy.
   —Ya sabes que me muevo por impulsos, mamá.
   —Pues ya va siendo hora de que vayas cambiando algunas costumbres —apuntó esgrimiendo una expresiva sonrisa—. ¿Os apetece tomar algo?
   —Sí, para mí una cerveza. ¿Y para ti, cariño?
   —Otra.
   —Mamá ¿dónde está Arturo?
   —En Madrid, arreglando unos asuntos familiares, y, por lo que me ha dicho por teléfono, el asunto va para largo.
   Media hora después, al salir del local.
   —¿Con las prisas no te habrás dejado las llaves en Plasencia, verdad? —gritó Luisa desde detrás de la entreabierta puerta
   —No, mamá. Ellas siempre viajan conmigo.
   —Si os apetece cenar —sugirió con el mismo tono Luisa—. En el frigorífico hay comida hecha.
   —Está bien, mamá. Hasta luego.
   —Adiós, adiós.
   —Adiós, señora —dijo Antonio, al tiempo que hacía un gesto con la mano en alto.
   —Con Luisa será suficiente —recalcó atrevidamente—. ¡No me hagas sentir vieja, que aún soy joven!
   Al llegar a domicilio materno.
   —¡Bienvenido al hogar cariño!... Me apetece darme una ducha, ¿me acompañas, mi amor?   —susurró Teresa, al oído con voz melosa después de un largo y apasionado beso.
   —Qué cosas tienes mi niña ¡Cómo no voy a queré! Ya sabes que contigo me voy hasta el fin del mundo.
   —Cariño, allí al fondo, a la derecha, está el baño.
   Teresa se dirigió hasta la cocina y, tras comprobar que el calentador estaba encendido, regresó junto a Antonio. Se despojaron de toda la indumentaria y, mientras llegaba el agua caliente hasta el dispositivo con forma de teléfono, se abrazaron y besaron con ardor, después de introducirse ambos bajo el cálido líquido y enjabonarse, llevados por el deseo hicieron el amor con frenesí. Percibiendo en cada segundo como sus cuerpos se fundían en uno solo al penetrar la pasión a través de sus dilatados poros, concibiendo como sus corazones latían exaltadamente, entre jadeo y jadeo, al compás hasta que juntos alcanzaron el clímax. Después, durante unos minutos, se quedaron abrazados, inmóviles, exhaustos; recostados sobre la pared, mirándose con ternura y satisfacción, hasta que: bajo el chorro de agua recobraron el aliento y el ritmo cardíaco.  Tras salir de la bañera caminaron desnudos y abrazados hasta una de las habitaciones, se vistieron con ropa cómoda y regresaron a la cocina con la intención de reponer el desgaste energético empleado en aquel  apasionante encuentro. Después de cenar, tras fumarse un par de cigarrillos, decidieron sentarse en un cómodo sofá frente al televisor y, por espacio de un par de horas, siguieron atentamente la programación televisiva entre besos, arrumacos y carantoñas, hasta que vencidos por el cansancio decidieron irse a dormir.
   «No te preocupes por nosotros. Pasaremos el día fuera. Quiero enseñarle la ciudad a Antonio. ¡Besos, mamá!» —indicaba la nota depositada sobre el anaquel del espejo, en el cuarto de baño.
   Al amanecer, los primeros rayos de luz trataron de asomarse tímidamente a través del escaso espacio que mediaba entre los oscuros nubarrones; pero bastaron un par de horas, para que la caprichosa y cambiante primavera permitiese alzarse con la victoria al astro rey. A eso de las diez y media, sentados en el interior de una cafetería cercana al domicilio de Luisa, se hallaban inmersos, después de haberse tomado como entrante un zumo de naranja y degustando un café con tostadas. Veinte minutos después, tras fumarse un cigarrillo y abonar la consumición, salieron cogidos de la mano de aquel acogedor establecimiento.
   —Creo que será mejor que nos desplacemos en autobús hasta el casco viejo, ¿qué te parece, cariño?
   —De acuerdo mi niña. ¡Cómo tú digas!
   Antonio se quedó estupefacto al divisar la grandiosa y señorial Plaza Mayor. Teresa, al observar con el interés que este se iba fijando en cada uno de los edificios, comenzó a ejercer de guía turístico:
   —Mira, cariño, ves las diferencias que hay en ese edificio.
   —Sí.
   —Es porque en realidad son dos edificios que están unidos. La Catedral Vieja, es de estilo románico, y la Nueva, de estilo gótico.
   —Aquella fachada es mu bonita también —indicó señalando con el dedo índice.
   —Es la Casa de Las Conchas... Según cuenta la leyenda es una muestra de amor y, también, que debajo de una de las conchas hay una moneda de oro.
   La mañana cursó entre interesantes historias y emblemáticos edificios y, a eso de las dos y media, llevados por un voraz apetito se adentraron en El Bardo:
   —Hola, buenas tardes, ¿mesa para dos? —solicitó Teresa
   El camarero asintió con un gesto.
   —Buenas tardes señores —dijo con voz clara y afable el joven y espigado maestresala—. Acompáñenme, por favor y, a continuación, después de acomodarles y ofrecerles la carta de degustación, se retiró.
   Un par de minutos después, fue requerido, mediante un gesto, por Antonio:
   —A mí me traiga un chuletón de ternera y una ensalá.
   Teresa continuaba leyendo sin tener muy claro si era  carne o pescado lo que realmente la apetecía.
   —¿La señora ha decidido qué va a tomar?
   —Sí, sí. Tráigame merluza, sepia a la plancha…, y una porción de tiramisú.
   —¿Tomará postre, el señor?
   —Sí, flan casero y cuajada con miel.
   —¿Algún vino en especial?
   Ella consultó con un gesto mirando hacía su acompañante.
   —No, no, mi niña. Yo prefiero cerveza.
   —Entonces, tráiganos un par de cervezas a cada uno, si no le importa.
   —Lo que gusten los señores —sostuvo con voz suave—. El cliente es siempre quien decide lo que le apetece tomar.
   Satisfecha la necesidad fisiológica con el suculento y delicioso manjar, después de tomar café, fumarse un par de cigarrillos y abonar la cuenta: prosiguieron deleitándose con la monumental ciudad caminando por la zona de las universidades y calles aledañas.
   —Mi niña, ¿qué te parece si nos sentamos un ratino? —sugirió.
   —Espérate un poco, cariño. Lo haremos en breve. Quiero llevarte hasta mi rincón preferido.
   —¿Falta mucho?
   —No, cariño.  Estamos llegando.
   Unos minutos después, al llegar junto al arco de la pétrea pared, grabado sobre uno de los sillares podía leerse «Huerto de Calixto y Melibea».
   —Este es el lugar, entremos a disfrutar de él y de las preciosas vistas que nos ofrece el río a su paso bajo el puente romano.
   —Sí que es bonito este sitio.
   —Aquí, según Fernando de Rojas, se encontraban de manera clandestina Calixto y Melibea…
   —Mi niña, ¿y quién son esos?
   —Él un escritor, qué publicó en 1502 una novela de amor, y ellos, los enamorados.
   —Mi niña, ¿esta estatua es la Melibea, esa?
   —No, mi amor. Ella es Celestina.
   —¿Y cómo t'has aprendido toas esas cosas, mi niña?
   —Pues…,  unas en el colegio, otras escuchando a la gente mayor y el resto leyendo.
   —¡Jodé! Mi niña, la de cosas que m'he perdío por no gustarme los libros. A tu lado parezco medio bobo.
   —No cariño. Cada persona es como es y tú cuentas con muchas  cualidades que no se adquieren por mucho que se lea. Eres una persona noble, respetuosa, educada y muy cariñosa…
   —Gracias mi niña. Tú me haces sentí un hombre afortunáo.
   Sellaron la conversación con un prolongado y efervescente beso y,  tras acercarse y arrojar, Teresa, una moneda al pozo de los deseos: abandonaron el novelesco jardín, abrazados, él por la cintura y ella, con el brazo de este por encima de su hombro.   Anduvieron dedicándose efusivas miradas y muestras de amor hasta llegar al hogar familiar.
   La feliz pareja paseó su amor deambulando, durante cinco días, por los alegóricos y populares rincones de la inmemorial y patrimonial ciudad. El miércoles, se decantaron por disfrutar de la acogedora vivienda y hacer compañía a Luisa.
   —Chicos, ¿qué os parece si mañana vamos a comer por ahí fuera?
   —Me parece genial, mamá.
   —Tengo pensado cerrar el local un par de días por razones morales y, ¡qué coño!, porque me merezco un descanso.
   El jueves, a media mañana, salieron de casa con dirección a la Plaza Mayor. Estuvieron tomando cañas hasta que, a eso de las tres, decidieron entrar a comer en El Bardo y, sobre las cuatro y media, después de haber saboreado y reposado los manjares, salieron del local y se quedaron merodeando por las inmediaciones de la Catedral Nueva, con la intención de ver los pasos procesionales.
   —Voy a sacá tabaco —indicó, al tiempo que se dirigía hacia la máquina expendedora—, mi niña, ¿necesitáis alguna cajetilla?
   —No, cariño —respondió ella, tras consultar con la mirada a su madre.
   Él continuó cruzando la calle.
   —¿Qué te parece, mamá?
   —Además de guapo, ¿supongo? —articuló con tono irónico, enarcando una ceja, Luisa.
   —Sí, claro. Además de su imagen, mamá.
   —A decir verdad, por lo poco que he visto, me parece un chico noble, cariñoso y, también, que parece estar muy enamorado; aunque, según mi punto de vista, le percibo bastante inmaduro y…
   —¿Y eso es malo, mamá?
   —En principio no debería, pero nunca se sabe por dónde te puede salir un hombre con esas características. ¿Y Pepe qué opina, hija?
   —No, nada, mamá. Pepe aún no lo sabe; pero tendrá que entenderlo. Él, mejor que nadie, sabe que nuestra relación nunca ha estado basada en el amor.
   —¡Ah!, ¿no? Pues cualquiera lo diría, hija. Se os veía tan feliz, a los dos…
   —No, no. Para nada mamá. Puro escaparate. En realidad, él satisfacía mis caprichos a cambio de lucirme ante los demás. Pepe es una persona fría y calculadora. No me extrañaría, que en sus planes estuviese la idea de encontrar una mujer llamativa para atraer a los futuros clientes hasta el club. Él está acostumbrado a estar rodeado de muchas mujeres y a despilfarrar el dinero. ¡No sabe vivir de otra manera!
   —¡Vaya!, hija. No dejas de sorprenderme.
   —¿El qué dices, mamá?
   —¡Por fin!, ya iba siendo hora que te dieses cuenta de que hay cosas en la vida más importantes que el lujo y el dinero.
   —Sí, mamá. Ahora sé lo que siempre quise sin ser consciente de ello: a mi lado necesito a un hombre que, además de decirme que me quiere y que soy lo más importante para él, me haga sentir que es cierto.
   —¡Vaya! veo que tú también estás enamorada de verdad.
   —Mamá, a través de sus preciosos ojos puedes acceder hasta los más profundo de su ser.
   —Me alegro por ti, hija. Espero que su inmadurez no te haga pasar por malos momentos…
   —Calla un poco, mamá —susurró—, que viene.
   Prosiguieron los tres conversando y caminando plácidamente, largo y tendido con dirección al hogar familiar.
   Los días festivos pasaron como una exhalación en Salamanca y la pareja regresó a Plasencia sin comunicación verbal durante el trayecto, aunque de vez en cuando se dedicaban expresivas miradas. Teresa iba pensativa; Antonio, con la mirada puesta en la carretera, en silencio y meditabundo.
   —Ahora viene cuando la matan —dijo, un par de kilómetros antes de llegar a la ciudad.
   —¿Cómo dices, mi niña? —interrogó, haciendo un gesto con la cabeza en señal de incomprensión.
   —Cariño, llévame directamente a la plaza —dijo enérgicamente.
   Al llegar a la altura del cuartel de La Constancia giró hacia la derecha tomando la Avda. del Ejército y, al término de esta, girando a la izquierda a través de la calle del Rey, accedieron a la Plaza Mayor.
   —No, no pares cariño. Aparca en donde puedas —indicó, y, tras un apasionado beso—:¿Has entendido lo que te he dicho, cariño?
   —Sí,  mi niña. Lo que tú digas —respondió al tiempo que la guiñó un ojo.
   Teresa condujo sus pasos con decisión, a través de los soportales, hasta llegar al club. Abrió la puerta y, tras apartar enérgicamente el cortinaje hacia la izquierda, se introdujo en el local.
   —¡Hombre! Dichosos los ojos que te ven —exclamó con ironía Pepe—, ¿qué tal las vacaciones, señora? —enfatizó con retintín.
   —¡Muy bien! A decir verdad, mucho mejor de lo que me había imaginado —respondió, sin ocultar su pletórica satisfacción.
   —¡Vaya, eso me complace aún más! —mintió.
   —Bien, dejémonos de tantas tonterías y vamos al grano.
   —¿Al grano? —preguntó, enarcando la ceja derecha.
   —Tenemos una conversación pendiente, ¿no recuerdas? —indicó, con voz suave.
   Entraron al pequeño vestuario, ella con las ideas muy claras; él, lleno de interrogantes.
   —¡Tú dirás!...
   —Estoy harta de fingir un amor que no siento y…
   —¡Ah!, se trata de eso —irrumpió de nuevo, sin dejarla terminar.
   —De eso…, y de que para ti, no soy más que un trofeo.
   —¡¿Un trofeo?!, ¡Vaya!,  eso sí que es nuevo para mí.
   —No te hagas el desentendido. Tú no eres tonto y sabes perfectamente de lo que te estoy hablando.
   —Pues la verdad es que no lo sé,  ¿por dónde vas?
   —Estoy más que harta de que me exhibas delante de tus amigotes.
   —¡Ah! ¿De veras piensas eso?
   —Entre nosotros nunca ha existido el amor... Lo sabes perfectamente.
   —Entonces, según tú,  ¿qué es lo que hay?
   —Puro materialismo.
   —Sigo sin comprender…
   —Pues es muy fácil. Tú satisfacías mis caprichos, y, a cambio, me lucías delante de tus amigos: cómo si fuera tu mejor tesoro.
   —En realidad, ¿qué quieres decirme?
   —Pues, que esto se ha terminado.
   —¡Así!, ¿sin más?
   —Creo que está más claro que el agua, ¿no?
   —Sabes que a mí no me han de faltar mujeres, así es que, ¡cómo tú quieras!, pero eso sí: te irás con lo puesto.
   —Por mí no hay ningún inconveniente.
   —¡No sé qué te habrá podido dar ese muerto de hambre!... ¿O es que crees que no sé dónde y con quién estabas?... Plasencia no es más un «pueblo» y aquí todo se sabe.
   —No estoy obligada a darte razones..., pero, ya que te empeñas: quiero que sepas que en estos quince días ha sido capaz de hacerme sentir amada.
   —Ya, pero con el amor no se come... y, a ti, además de comer, te gusta vestir y vivir muy bien.
   —¿Sabes qué?... Viendo cómo te estás poniendo, te diré que con él ni siquiera necesito fingir los orgasmos.
   —Siendo así no hay nada más de que hablar —indicó alzando la voz—, ¡Ya estás tardando en irte!
   —¡Por favor! —dijo llamando la atención a la camarera ¿Me puedes dar la rosa que está en el vaso, junto a la caja registradora? 
   —Sí, cómo no.
   —Gracias —dijo sin más y, un par de segundos después, salió del local sin despedirse ni siquiera de las chicas. Caminó erguida y con paso firme hasta la salida, con la satisfacción dibujada en su rostro por haberle dicho de una vez por todas en lo que realmente estaba basada la relación entre ella y «don Pepe». Al ver que regresaba, se levantó del pétreo banco y salió al encuentro de su amada.
   —Bueno, ya está todo arreglado —indicó, al tiempo que se abalanzaba sobre su verdadero amor.
   —¿Qué tal, mi niña?
   —La verdad es que ha sido más sencillo de lo que me había imaginado. En el fondo, él sabía que tarde o temprano esto sucedería.
   —Espero que con el tiempo no me ocurra a mí lo mismo que a él.
   —Qué tonto eres, cariño —reprendió con voz melosa—.  Lo que hay entre tú y yo: se llama amor.
   —¿Te apetece tomá algo, mi niña?
   —Sí, vayámonos a tu casa... Me apeteces tú, mi amor.
   —Tendremos que ir a buscá algo pa cená —propuso Antonio y, antes de dirigirse al domicilio, pasaron por uno de los bares y se hicieron con un par de hamburguesas y unas cervezas y, al llegar a casa, tras ducharse y hacer el amor bajo la ducha, se acomodaron en el sofá y comenzaron a dar cuenta de los alimentos adquiridos: la práctica de sexo, además de satisfacer sus instintos, les provocaba un hambre ineludible.
   A la mañana siguiente, a eso de las once y media, salieron de casa y, tras tomarse un café con churros en un bar de la calle del Sol, dirigieron sus pasos hacia donde estaba aparcado el vehículo:
    —¿Adónde vamos ahora, cariño?  —consultó con voz melosa Teresa.
   —A  La Data... Quiero que conozcas a mí padre y a mi hermana Azucena.
   —Me parece bien, cariño; aunque a decir verdad, me da un poco de corte.
   —No te preocupes, mi niña, que todavía no se han comío a nadie.
   Al llegar a la plazuela vio que su padre caminaba hacia la piconera y al pasar junto a este detuvo el vehículo:
   —¡Hombre, hijo! ¿Cómo tú pa'quí, a estas horas?
   —Pos, pa verle a usted, papa…, y, pa presentarle a Teresa.
   Consumados los respectivos saludos y estacionado el automóvil, caminaron los tres con dirección al hogar familiar. Media hora después apareció en casa, cargada con tres bolsas de alimentos, Azucena
   —¡Hombre!, dichosos los ojos que te ven, hermano.
   Completado el protocolo familiar.
   —Hermana, te presento a Teresa, la mujer de mi vida.
   —Os quedaréis a comer, ¿verdad?
   —¿Tú que crees?
   Padre e hijo se quedaron conversando en el salón, Azucena se introdujo en la pequeña cocina y Teresa permaneció junto a la entrada de esta y mientras  preparaba la comida se iban dando a conocer. Después de comer, fueron todos a tomar café al bar de Ramón y, desde allí, telefoneó a sus hermanos para consultarles que si les venía bien reunirse el sábado en el ventorro de Regino, con el fin de invitarlos a comer y presentarlos a su verdadero amor.
   El sábado amaneció esplendoroso. Desde primeras horas, estaba preocupada y llena de interrogantes por el hecho de saberse el centro de atención en el evento previsto. A eso de las doce llegaron a La Data, allí les estaba esperando, sentado en las escalerillas del acerado, con los nervios a flor de piel, José. Este se puso en pie con tanta agilidad como un gato montés al verlos llegar:
   —¡Amos jodé!, que llevo aquí dos horas de espera —dijo a modo de saludo.
   —Pos, ya sabe usté que hasta las tres no hemos quedáo con los demás.
   —Ya, pero a mí me gusta llegá a los sitios con bien de tiempo, hijo.
   —No se precupe usté, papa, que nadie nos va a quitá el sitio. Ya estuve hablando el martes con el Regino pa hacé la reserva.
   —Hola hija mía, ya me pués perdoná: con los nervios ni siquía t'he saluao.
   —No se preocupe usted por eso. No es el único que está nervioso.
   —Ya estamos, ¿no? Pos, ¡hala! vámonos —indicó Antonio.
   Quince minutos después, se encontraban a las puertas del merendero, un vetusto edificio, que al igual que el resto de ventorros existentes en la zona, data desde la Edad Media y surgieron a raíz de la trashumancia.  En los alrededores de estos existían unos prados y cercados que eran utilizados por los ganaderos como descansadero de los animales tras varios días de camino, hacer noche allí y a su vez para reponer fuerzas con los suculentos platos pastoriles que se servían en estas ventas.
   Al bajarse del automóvil a ella le llamó la atención que los cerezos colindantes al edificio estaban cuajados de blancas flores. Al percatarse de la emoción de esta, con el dedo índice la invitó a mirar hacia los pueblos y  se quedó maravillada al contemplar que el Valle del Jerte estaba completamente revestido de blanco. Padre, hijo y «nuera» entraron al local y, tras tomarse unas cervezas, salieron al exterior y caminaron durante una hora por los alrededores: disfrutando de una entretenida conversación, del envolvente paisaje y acompañados en todo momento por el agradable y diversificado trino de los pájaros que locos de alegría se encontraban en pleno cortejo primaveral.
   Los primeros en hacer acto de presencia, a eso de las dos y media, fueron Manuel, su mujer y los hijos de ambos. Diez minutos después, aparecieron los demás integrantes de la extensa familia y, según fueron llegando, Antonio les iba presentando a Teresa como la mujer de su vida «Bueno, pues enhorabuena, mi niña, y bienvenida a la familia»  —Fueron estas las palabras más repetidas entre los familiares.
   A las tres en punto, siguiendo las indicaciones de Regino, entraron al comedor, entre adultos y niños, una treintena de comensales que entre el bullicio de los menores esperaban impacientes para degustar una exquisita caldereta de cabrito para los adultos y filetes de ternera o tortilla de patatas para los más pequeños. De postre, las cuajadas y el flan casero fueron los más demandados por los adultos. Los más pequeños se decantaron por las natillas caseras, el arroz con leche y las floretas con miel. Después de reposar la comida y, de que algunos tomasen café, copa y puro, decidieron acercarse hasta el pueblo más cercano, Navaconcejo, con la intención de pasar el resto de la tarde juntos. Hasta que, a eso de las nueve, regresaron a Plasencia y, tras despedirse hasta otro día, cada uno se fue para su respectiva vivienda.
   El miércoles, a primeras horas de la mañana, Teresa y Antonio salieron a dar una vuelta por la zona centro para comprar un poco de fruta y de paso echar un vistazo por los comercios de los alrededores:
   —Cariño, necesito comprarme ropa más acorde a nuestra situación.
   —Sí, claro, mi niña. Cómprate lo que tú quieras.
   —Creo que de momento con un par de pantalones, dos blusas y tres o cuatro camisetas será suficiente. Bueno y también un par de zapatillas de cuña, que de andar todo el día con zapatos tengo los pies destrozados.
   —Mi niña, no es necesario que me des explicaciones, compra lo que necesites.
   Efectuadas las adquisiciones, se encontraron con José bajo los soportale y estuvieron tomando unas cañas hasta que, a eso de las dos menos cuarto, este se despidió de la pareja.
   —Bueno mi niña, ¿qué hacemos ahora?
   —Cariño, ¿qué te parece si nos quedamos a comer por cualquier bar de la zona? La cocina es algo que nunca me ha llamado la atención… ¡Vamos!, hablando en plata: que quitando el freír cualquier cosa no se más.
   —No te preocupes, mi niña: yo, ni siquiera sé freí un huevo... Ya aprenderemos, y si no, pos, comeremos lo que sea.
   Cinco minutos después de que el Abuelo Mayorga golpease cuatro veces sobre la campana, llegaron a casa y, dejándose llevar por el deseo, hicieron el amor un par de veces. Al terminar, permanecieron abrazados y jadeantes durante diez minutos, prendieron un cigarrillo, lo fumaron a medias y, tras apagarlo en un reducido cenicero de cristal, de los de todo a cien, se quedaron dormidos sobre el encarnado sofá.
   Pasadas dos horas, se despertó sobresaltado.
   —¡Jodé! Ya ni me acordaba —dijo alzando la voz, mientras descargaba la vejiga en el pequeño cuarto de baño.
   —¿El qué, cariño?
   —Que me tengo que ir a trabajá.
   —¿Ya ha pasado un mes?... ¡No me lo puedo creer!
   —Pos, sí, mi niña. Ya sabes que, cuando se está bien, el tiempo pasa sin que nos demos cuenta... pero no te preocupes, que pa las once o asín estaré aquí.
   —Tendré que acostumbrarme —suspiró—, por lo que se ve: no me queda otra alternativa.
   —Serán solo un par de días a la semana mi niña. El fin de semana te podrás vení a la sala conmigo.
   —Pues sí. Tienes razón, no había caído en ello.
   Antonio se desvistió, caminó hasta el baño y se introdujo bajo la ducha. Veinte minutos después caminaba, erguido y con el pecho hinchado cual si fuera un palomo buchón hacia la Puerta del Sol embutido en un elegante traje azul oscuro, camisa blanca y unos cómodos, negros y brillantes zapatos.
   Al llegar al centro de trabajo, este fue recibido efusivamente por todo el personal.
   —Se te ve muy contento  —dijo la taquillera con segundas intenciones—. ¿No estarás enamorado, verdad?
   —¡Vaya! No sabía que tenías poderes adivinatorios —exclamó con tono jocoso—, aunque la verdá es que cara de bruja sí que tienes, joía.
   —No, cariño para eso aún me faltan años —respondió entre risas—. Todos aquí, ya sabemos que estás viviendo con Susana…
   —¡Ah! ¿Sí?
   —Ya, sabes querido... Plasencia es un «pueblo»… y, además de que el otro día os vi salir de tu casa, soy bastante cotilla.
   —Sí, sí, ya veo que estáis bien informáos.
   —¿Y para cuándo es la boda?
   —¡¿Boda?! No sé…, dejémos correr el tiempo, ¿te parece bien? —dijo intentando poner punto y final a la indiscreta conversación.
   —Sí, claro. El tiempo y solo él es quién sirmpre tiene la última palabra.
   La música comenzó a hacerse notar y, a las ocho en punto, se abrieron las puertas al público y, tres horas y media después, él regresó junto a su amada.



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