domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo III Episodio 8

Teresa introdujo todas sus joyas en su bolso y, sin pensárselo, salió con dirección a la joyería donde estas habían sido compradas:
   —Hola, buenos días —saludó al entrar en el establecimiento—. ¿Está el dueño?
   —Buenos días, señora. No, en estos momentos no está…, pero no creo que tarde mucho       —respondió el dependiente—, ha salido a tomar un café. Sí usted no tiene ningún inconveniente, tal vez yo…
   —Esperaré un ratito, no tengo prisa ¡Gracias!
   —Está bien señora, como guste.
   Teresa hizo que se interesaba por alguna de las piezas que estaban en una de las vitrinas…, cinco minutos después, el propietario del establecimiento se hizo presente.
   —Hola, buenos días —dijo acompañado de una visible sonrisa dibujada en su rostro—, ¿La están atendiendo?
   —No, la verdad es que le estaba esperando a usted para comentarle algo.
   Al intuir el tono con el que ella habló, este le indicó con un gesto que le siguiese y, una vez dentro de la pequeña y ordenada oficina, la invitó a tomar  asiento.
   —Bien, usted dirá —animó, el orfebre.
   —Pues mire, en primer lugar, decirle que desconozco si es o no habitual lo que le vengo a proponer.
   —Adelante, adelante, puede hablar con plena confianza.
   —Me ha surgido una necesidad económica y he pensado que tal vez usted podría ayudarme.
   —De veras que lo siento pero no tengo costumbre de dejar dinero a nadie; ya sabe, que el que presta dinero a sus clientes, corre el riesgo de quedarse sin las dos cosas.
   —No, no, ¡por favor! No se trata de eso, sino de si me podría recomprar unas joyas que adquirí aquí hará cómo…, unos seis meses más o menos.
   —¿De qué piezas estamos hablando en concreto?
   Introdujo la mano en el bolso de mano, extrajo y depositó el conjunto de joyas sobre la mesa, sin ningún resentimiento por su parte.
   —Sí, recuerdo que todas se han adquirido en este establecimiento, pero la verdad es que no acostumbro a recomprar nada. Las joyas de segunda mano en Plasencia no tienen salida y no merece la pena correr riesgos y...
   —¿Entonces?
   —Pero, por tratarse de que usted es una buena clienta, y siendo por una necesidad, y sin que sirva de precedente, podría ofrecerle  como mucho…, como  mucho: la mitad de lo que ustedes abonaron en su día.
   «Que hijo de la gran p..., menudo pájaro que está hecho» —pensó—: La verdad, es que es menos de lo que me esperaba, pero está bien, acepto el trato —dijo luciendo una sonrisa tan falsa o más que la actitud mostrada por parte del acucioso joyero.
   —Perdón, ¿podría indicarme el número de cuenta para realizar la transferencia?
   —Me viene mejor en efectivo, ¿es posible?
   —Por mi parte no hay mayor inconveniente, pero comprenderá que una cantidad así no se puede tener en cualquier sitio: tendrá que esperar hasta que regrese de la entidad bancaria; pero no se preocupe, es aquí mismo, en la calle del Sol.
   —Vale, está bien... Mientras tanto, iré a tomar un café ahí en frente.
   —¡Ok!, de acuerdo.
   Veinte minutos después, Teresa apuró de un sorbo el cálido y negro líquido, dejó sobre el mostrador el importe exacto y se despidió del camarero y, tratando de evitar el contoneo de sus caderas al caminar, atravesó la calle y se introdujo directamente en la joyería. El satisfecho usurero le entregó un sobre y, tras contar ella el dinero, dando las gracias por las atenciones recibidas.
   —Hasta otro día «señores»  —dijo sin más, antes de abandonar el lugar.
   —Adiós, señora, adiós.
   Teresa regresó al domicilio, a eso de las doce, y, por el estrepitoso ruido que hacía el calentador, dedujo que Antonio se estaría duchando.
   —Ya estoy aquí, cariño —vociferó desde el salón.
   —Ya, ya te he oío, mi niña. ¿A ónde has ido tan temprano?
   —Ahora te cuento, mi amor.
   Un par de minutos después, salía, tal cual había venido al mundo, secándose el pelo con la toalla. Se dieron un par de largos y apasionados besos y, una vez informado con todo lujo de detalle todo cuanto había acontecido durante la salida, después de elegir y ponerse ambos un atuendo cómodo, salieron a la calle y caminaron con dirección hasta donde estaba estacionado el R-6 y, tras accionar la puesta en marcha, pusieron rumbo, como cada lunes, hacia La Data y, al llegar a la plazuela, se detuvieron bajo la sombra de una de las acacias.
   —Hola buenos días —dijeron los recién llegados.
   —Hola, hola —respondieron José y el «tío» Manolo.
   —Papa, ¿tiene que hacer esta tarde algo?
   —No, hija, no…, ¿por qué?
   —Porque vamos a ir a un sitio y me gustaría que usted nos acompañase.
   —Venga familia, me retiro: que ya va siendo hora de ir a comé —indicó el «tío» Manolo, al tiempo que se despedía haciendo un gesto con la mano.
   —Sí, sí, nosotros también mos vamos a dir subiendo p'arriba.
   Una vez en casa, le pusieron al día de sus planes.
   —Me paece bien, hijo, que quías tené tu negocio, pero ¿qué vas a jacé con el trabajo?
   —Papa, de momento seguiré en él, no vaya a sé que se dé mal la cosa y…
   —Eso está bien, hijo.
   —Bueno, ¿qué?, ¿echamos sopas o comemos? —exclamó Azucena.
   —Comemos, hija mía, comemos: que ya va siendo hora.
   Después de nutrirse, para no perder la arraigada y noble costumbre extremeña, se echaron la siesta hasta que, a eso de las cinco, tras levantarse y asearse, bajaron los tres a la calle e introduciéndose  en el vehículo, emprendieron la marcha poniendo rumbo al destino previsto y, media hora más tarde, estaban junto al caserón.
   —Ya hemos llegado, ¿qué le parece el sitio, papa? —instó sin ocultar la emoción que le embargaba en aquellos instantes, Antonio.
   —¡Buf! Menúo fregao necesita esto pa ponelo en marcha, ¡mama mía! —respondió al tiempo que llevó la mano a la cabeza y se echó la visera hacia atrás.
   —Sí, papa. Tiene usted razón: pero con eso ya contábamos.
   Mientras padre e hijo intercambiaban opiniones, Teresa abrió la puerta que daba acceso al interior y, tras encender las luces, invitó amablemente a entrar a José.
   —Espero que no se asuste usted con lo que hay dentro.
   —Pos, la verdá, hija, es que mirándolo bien no está tan mal como aparenta a simple vista.
   —Creo que después de una limpieza a fondo y unos retoques de pintura aquí y allí —explicó ella—, será más que suficiente para empezar.
   —La paré de afuera es mejó pintala con cal: es más barata y blanquea mucho más que la pintura.
   —Sí, papa. Tiene ustéd razón, y si lo hacemos nosotros mismos más barato aún.
   —Lo que no me entra en la cabeza, hija, es a qué son viene el nombre de Las Palmeras, cuando aquí no se ven más que ancinas.
   —Según nos dijo el dueño, papa: «Hace muchos años, en la parte de atrás de la casa había un jardín muy grande y en él, dos enormes palmeras que sobrepasaban la altura del tejado de la casa y, que con el tiempo, estas se secaron y las tuvimos que cortar para evitar que  se cayesen encima de la casa».
   —¡Ah!, ahora lo entiendo tó.
   —Bueno, papa, pos, con esto y un bizcocho, hasta mañana a las ocho —recitó Antonio, dado por concluida la conversación y la visita.
   —Sí, que ya está bien de tantas sorpresas, mañana más y mejó…
  Pasada la noche, después de levantarse y haber desayunado, fueron en busca de José.
   —Buenos días, papa, ¿qué lleva usted en esa bolsa?
   —Na, poca cosa, hija: una tortilla de patatas cá jecho la Azucena, dos ristras de chorizo y la metá de un queso de cabra... No se púe dir a trabajá sin llevá algo pa echá un bocao.
   —¡Qué cosas tiene usted, papa!
   —Ya sabes, hija, que ¡hombre precavío vale por dos!
   —Venga, móntese ya… Que cómo sigamos así, me parece que lo tendremos que comé en casa.
   —No seas tan agonías, hijo, que entavía temos que pará pa cogé el pan y algo pa bebé.
   Una vez que  recogieron lo que necesitaban en el ultramarino, el almacén de cal y el de pinturas: prosiguieron el viaje poniendo rumbo al destino y, al llegar a este, padre e hijo, sin pararse a pensarlo, comenzaron a sacar todo aquello que les parecía innecesario y lo fueron amontonando en la parte de a atrás del edificio, para más tarde prenderle fuego. Mientras tanto, ella se encargó de la limpieza de los aseos y de amontonar los putrefactos colchones y las mugrientas sábanas, que fue hallando sobre los camastros existentes en cada una de las estancias que tiempo atrás habían sido utilizadas para mantener los encuentros sexuales entre los clientes y las chicas de alterne.
   A mediodía, haciendo un alto para reponer fuerzas y dar cuenta del vino y  las viandas que habían llevado, tras saciar el apetito, se tomaron un par de horas de asueto y, al término de estas, prosiguieron con la quema y las tareas previstas hasta que, a eso de las once, después de asegurarse que el fuego quedaba totalmente exento de peligros, abandonaron el lugar, felices y satisfechos a la par que extenuados por el ajetreado día. Durante los siguientes días, padre e hijo, se encargarían del acondicionamiento de los alrededores y de encalar todo el exterior del edificio y ella, de los cuartos interiores, comenzando a pintar primero, con tonos cálidos, los reservados y, a continuación, por los techos de los aseos, con esmalte en blanco mate y, por último, los cabezales de las camas y somieres con purpurina plateada.
   La actividad llevada a cabo por los tres forasteros no pasaba  inadvertida para los lugareños. En las tabernas, por las noches, entre los corrillos de casados y solteros no se hablaba de otra cosa que no tuviese algo que ver con los últimos acontecimientos que estos habian observado con el trasiego de idas y venidas a las fincas colindantes.
   —¡A vé si lo abren pronto y me ahorro el paseo hasta Plasencia!  —soltó con énfasis y eufórico Genaro, el tabernero.
   —Ponnos la espuela que nos vamos para casa —indicó Macario, el Bizconde de Torremenga.
   —Lo que mos jace falta es que traigan tías güenas p'al desfogue —dijo un sexagenario, mal trazado, barrigudo y desdentado.
   Diez días después, llamaban la atención, a ambos lados de la puerta principal, no solo por el tamaño, sino por el logrado aspecto realista, un par de palmeras y junto a los pies de estas un llamativo cartel metálico que en rojo sobre blanco anunciaba: «Abrimos el viernes», perfectamente legible desde la carretera, sin necesidad de tener que aminorar la marcha
   El jueves, sobre las cinco de la tarde, la pareja se dejó caer por la plaza, con la intención de reencontrarse, cómo habían acordado vía telefónica un par de días antes, con la Chaparrita, en una de las terrazas.  
   —Hola, buenas tardes —dijo al tiempo que se acomodaba en una de las butacas de aluminio, Manoli.
   —Hola Chaparrita, ¿de eso que hablamos qué? —inquirió Teresa.
   —Tranquila chocho. No t'apures…, que de momento pués contá con más gente.
   —Manoli, ¿te apetece tomá algo, mi niña?
   —Sí, pídeme una servesita, bien fría…, que me vendrá mu bien… Osú, hay que vé la caló que hase hoy, por Dioh.
   —¿Y quiénes son? —curioseó Teresa.
   —Fíate de mí y estate tranquila, chocho. Ya sabes que no me codeo con cualquiera —alardeó la Chaparrita.
   —Sí, eso ya lo sé. ¿Pero cuántas son?
   —¡Eh! Camarero —gritó Antonio—, cuando pueda nos trae tres cervezas.
   —¡Bien frías, por favor! —afinó Teresa.
   —Ya t'he dicho que  cormigo, tres.
   Media hora después, se unieron al grupo, Mª Luz, la China y Mª Isabel, la Legionaria           —ambas naturales de Plasencia—, dos jóvenes preciosas cuya edad rondaba los veinticinco años. Ellas habían optado por dejar de ejercer en el club de Pepe por lo mismo que la Chaparrita—: «la Marini es la hija de p… más grande que te puedas encontrar por la vida»      —pensamiento que compartían al cien por ciento las tres meretrices.
   —¿Qué os parece si hablamos de las condiciones económicas? —propuso Teresa.
   Las tres asintieron y, haciendo la Chaparrita un gesto con la mano, la invitó a que se pronunciase. Antonio prefirió mantenerse al margen por entender que aquellos asuntos le correspondían a su amada. Él asumiría las tareas del transporte, la protección, reponer los botelleros y colaborar en la limpieza con la participación esporádica de su padre.
   —Ya sabéis, chicas, que esto es nuevo para nosotros y en cuanto a clientela es que no sabemos cómo nos pueda ir… —informó Teresa
   —La verdá es que yo prefiero asegurá dos mil pejetas diarias de sueldo y el resto de lo que me haga, copas y reserváos al cincuenta por ciento, por lo menos hasta que vea un poco el funcionamiento   —propuso la Chaparrita.
   —Yo también pienso igual —indicó la China—, más vale asegurarse el pan con las dos mil pesetas, que irse pa la casa a verlas venir.
   —¿Y tú Isabel?
   —No, no. A mí me gusta correr riesgos, ya me conocéis: prefiero el setenta por ciento para mí, tanto en copas como por servicio realizado.
   —El traslado y tres copitas por noche corren por cuenta nuestra, el resto será al cincuenta por ciento para vosotras dos —dijo señalando a  la Chaparrita y a la China— y para la Legionaria al 70% ... El punto de partida será todos los días entre las seis y las seis y cuarto  aquí mismo, en la plaza, esperaremos como mucho quince minutos más y  la que no esté a esa hora tendrá que buscarse la vida si quiere ir a trabajar. ¿Queda todo bien aclarado?
   Las tres asintieron con un leve movimiento de cabeza.
   —Pues siendo así chicas…, por mi parte: no tengo ninguna cosa más que decir.
   Apuraron las consumiciones y, después de abonar la cuenta Antonio, se pusieron en pie y, tras despedirse, se alejaron de la plaza poniendo el rumbo por distintas calles de la transitada ciudad.
 



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