domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo III Episodio 9


El viernes 28 de junio de 1985, sobre las diez  de la mañana, apareció el camión encargado de suministrar las bebidas. En el interior del local, Teresa y José daban los últimos retoques de limpieza a los botelleros, vasos, copas y demás utensilios. Al escuchar los bocinazos que el camionero realizó al llegar y aparcar junto al club, Antonio salió a su encuentro y, tras saludarse mutuamente, abrió las dos hojas de la puerta de par en par para facilitarle la tarea al experimentado repartidor y, una vez descargado y comprobado que la mercancía coincidía con lo encargado y abonado el día anterior en un almacén de cervezas, refrescos, vinos y licores de Plasencia, se despidieron con un: «Bueno, hasta la próxima entonces».
   Aprovechando la ocasión, los tres hicieron un alto en las tareas, se fumaron un par de cigarros y, posteriormente, se dedicaron a rellenar los botelleros, a colocar los licores sobre las estanterías y a guardar el resto del pedido en un pequeño habitáculo que haría las veces de almacén.
   A  eso de las dos y cuarto, Teresa puso en funcionamiento el equipo de sonido y embelesados contemplaron la transformación del local:  parecía como si este  hubiese recobrado vida. La placentera sensación, propició que aumentase en ellos la necesidad de reponer fuerzas y, a diferencia de los días anteriores, no tendrían que sentarse en el suelo para comer, ni  tomar la bebida caliente.
   A las cinco y cuarto, Antonio se desplazaba hasta la ciudad para recoger a las chicas, entre tanto José y Teresa optaron por descansar.
   Hora y media después regresaron y, mientras estacionaba el vehículo, las chicas se adentraron en el local.
   —¿Os apetece tomar algo chicas?  —indagó Teresa.
   —Para mí ya sabes, chocho… Me pones un güisqui solo, con tres yelos.
   —Bacardí con cola —solicitó la China.
   —¿Y tú, Isabel? —inquirió, al comprobar que estaba distraída junto a un aseo.
   —¿Cómo dices?
   —¿Qué si te apetece una copa ahora?
   —No, no. Déjalo pa luego más tarde, ya te diré cuando tenga ganas.
   Mientras que la encargada de atender la barra iba sirviendo las demandas, las tres Marías se fueron a cambiar de indumentaria. Al retornar estas, coincidiendo con el cambio de luces, padre e hijo observaron que, además de transformación de la estancia, el aligeramiento de ropa, el maquillaje y la purpúrea luz hicieron resaltar aún más la belleza de las féminas. Una hora después, con los nervios a flor de piel, esperaban que apareciese el primer cliente; pero la cosa se iba postergando y el desánimo comenzó a hacerse notable. Antonio se asomó un par de veces al exterior:
   —¡Venga chicas! La casa os invita a otra copa —gritó Teresa, tratando de animar un poco al personal, aunque la verdad, es que de poco sirvió.
   Dieron las nueve, las nueve y media y la noche seguía igual… hasta que, a eso de las diez y cuarto, cuando el astro rey sucumbió y dio paso a la oscuridad vespertina, les pareció escuchar cómo se acercaba y cesaba de repente el ruido de un motor y cómo, un par de segundos después, tras el silencio, se escuchó un sonido metálico. El corazón de los que estaban en el interior del local iba aumentando su ritmo vertiginosamente al tiempo que sus miradas estaban todas dirigidas hacia el mismo sitio: la puerta de entrada o  salida, según desde el lado que se esté situado con respecto a esta.
   —Hola buenas noches —saludó tímidamente con voz grave y tono intermedio un hombre bajito y regordete, de unos cuarenta años, que al sentirse observado: se acercaba hasta el mostrador hecho un manojo de nervios.
   —Hola —respondieron casi todos a la par.
   —Hola, buenas noches —repitió Teresa, situándose frente a él—, ¿qué va usted a tomar?
   —Una cerveza —respondió un poco más relajado...
   Entre sorbo y sorbo, este escudriñó de arriba abajo cada rincón del local.
   —Hay que vé lo que ha cambiao este sitio —afirmó al cabo de unos minutos de observación—, afortunadamente pa mejól.
   Al observar Teresa, el ademán que hizo este al echarse la mano hacía atrás, intuyendo que se disponía a pagar, abrió el botellero, sacó otra cerveza y la puso en frente del cliente.
   —No, no —advirtió—. Solo voy a tomal una.
   —No se preocupe amigo, esta va por cuenta de la casa, por ser usted el primer cliente.
   —Gracias —dijo exhibiendo una tímida sonrisa.
   En esos momentos, otro vehículo se detuvo frente a la puerta y, tras detener el motor, se escucharon varios sonidos metálicos. Unos segundos después, cuatro eran las personas que se adentraron en el local. Poco a poco y a lo largo de la noche fueron apareciendo por allí, varios con deseos de satisfacer sus necesidades; unos, a tomar unas copas y ver que había por allí; otros, a tomar una copa sin más; y el resto: a intimar y disfrutar de la compañía de las meretrices.
   La semana pasó rápidamente y la clientela fue en aumento a medida que transcurrían los días, el fin de semana se presentó muy concurrido y las ganancias superaron cualquier previsión. Viendo que los resultados eran satisfactorios e incluso mejor de los esperado, Antonio comunicó a Huberto que buscase un sustituto, ya que tenía pensado cesar del cargo en un par de semanas o tres como mucho y que el motivo real era que tenía que atender su propio negocio. Huberto, no solo lo entendió, sino que además le felicitó por ser un hombre de palabra.
   Con el paso de los meses y los viajes realizados, una noche, el R-6 se negó a seguir en activo y les obligó a tener que dormir en el local, ya que a esas horas no había posibilidad de acceder a ningún teléfono público y, a pesar de que los móviles estaban comenzando a popularizarse, la pareja aún no contaban con aparato alguno. Regresaron a Plasencia a media mañana, después de que Antonio, a primeras horas del día, se desplazara andando hasta Jaraíz y pudo localizar al taxista del pueblo. Una vez llegaron a «La Perla del valle» (Plasencia), viendo que sin vehículo propio la cosa se complicaba, sin pensárselo, Teresa y Antonio decidieron acudir a uno de los concesionarios de compra-venta de segunda mano de la ciudad y, después de observar la exposición, decidieron de mutuo acuerdo elegir un Mercedes-Bentz S 280 clase SE color verde metalizado.
   Agosto de 1987, con motivo de la celebración de las fiestas de la patrona —La Virgen Blanca—, como todos los años, por esas fechas, el pueblo se desbordaba como consecuencia de la afluencia de infinidad de lugareños procedentes de los pueblos colindantes y el retorno masivo, desde distintas ciudades españolas, de todos los nacidos en el lugar, acompañados por sus respectivas parejas e hijos.  Ese año, la cosecha de cerezas había sido descomunal y la de tabaco auguraba buenos presagios, motivo por el cual,  la mayoría de los vecinos participaban de dicha festividad embriagados y ataviados con sus mejores galas. Naturales y foráneos  eran gustosos de conmemorar con alegría y esplendidez dicha fecha, no solo por el hecho de ser un día tan señalado eclesiásticamente, sino para brindar por la generosidad de la tierra y la bonanza del tiempo que habían hecho posible las abundantes cosechas. Era tal su entusiasmo que no les importaba invitar y compartir con los demás, la satisfacción por haber logrado salir victoriosos una vez más con el sudor y el esfuerzo de todo un laborioso año.
   Desde primeras horas de la mañana, Antonio, José y Teresa, participaban de los eventos y pasacalles que se vivían en el pueblo. Unas horas después, a eso de las tres, decidieron ir a comer a uno de los numerosos bares del lugar. A la puerta, antes de entrar, sobre una  gran pizarra podía leerse:

 «Ración de paella 500 pts. sardinas asadas 300 pts. (la media docena y 500 la entera), chuletillas de cordero 100 pts. cada una, el pan y la bebida corren por cuenta de la casa».

   Al entrar en el local se dieron cuenta de que no había mesas disponibles y decidieron irse a otro que estuviese menos concurrido. Un par de metros antes de llegar a la salida fueron abordados:
   —Hola, buenas tardes señores, ¿se marchan ya? —consultó con voz ronca y grave un camarero, de unos sesenta años.
   —Sí, asín es —respondió Antonio—, aunque la verdá es que m'han hablado mu bien de este sitio y nos hubiese gustáo comé aquí.
   —Bueno, hombre… tó se pué arreglá —indicó el grueso camarero con una amplia sonrisa dibujada en sus grandes y carnosos labios.
   —Perdón, ¿cómo dice usted? —intercedió Teresa.
   —Que endentro tenemos un patio y también servimos allí... si no los importa claro
   —Está bien —respondió Antonio—, pasaremos a vé lo que hay, y, si nos gusta: sin ningún problema jefe.
   Se trataba de un atractivo y acogedor patio, en cuyo interior había cuatro mesas montadas y dispuestas para atender las necesidades alimenticias de cualquier cliente que no le importase estar comiendo bajo la tupida sombra de un amplio, natural y cargado emparrado, del cual colgaban hermosos y dulces racimos de uva moscatel.
   —Jefe, nos quedamos —indicó con un guiño y una amplia sonrisa dibujada en su rostro, Antonio.
   Una vez acomodados, mientras que eran atendidos,  observaron el ajetreado día que llevaban las mujeres que se encargaban de preparar los menús. A mano derecha, sobre un rincón, se hallaba una grandiosa y humeante parrilla, de unos tres metros de largo por uno de ancho, donde eran depositadas, en su parte izquierda, infinidad de frescas y apetecibles sardinas y, en el extremo opuesto, lentamente se iban asando las tiernas y jugosas chuletillas de cordero. Las incansables mujeres retiraban del fuego y colocaban sobre platos, con sumo cuidado, según la demanda de los camareros. A mano izquierda, a unos cuatro metros de la susodicha parrilla, tres enormes paellas y otras tantas mujeres  se encargaban de preparar y servir las solicitadas raciones. El sonido y el olor que emanaban de ambos sitios no sólo inundaban el ambiente, sino que despertaban aún más el deseo de poder deleitar las exquisitas y sabrosas pitanzas.
   Al cabo de un tiempo, apareció el camarero con un cestillo de pan y un búcaro lleno de delicioso, turbio y fresco jugo de Pitarra.
   —¿Han decidio ya los señores? —consultó, dirigiendo la vista hacia los comensales.
   —Sí. Traiga paella pa los tres, una docena de sardinas y otra de chuletillas  —indicó con tono suave el impaciente y hambriento, Antonio.
   —¡Por favor! ¿Podrían prepararnos una ensalada mixta? —consultó, Teresa.
   —Preguntaré a las cocineras a vé que dicen —dijo sin más, el gentil y atento camarero.
—Traiga también una gaseosa, ¡por favor! —indicó de nuevo Teresa.
   El camarero se dirigió hacia las guisanderas y, tras hablar con la de más edad, durante unos segundos, volviendo la mirada hacia la mesa le hizo un gesto asintiendo con su desplumada cabeza, Antonio levantó su mano derecha e hizo el ademán de ok.
   Mientras les traía el pedido, observaban con asombro, como los ajetreados trabajadores iban y venían continuamente del interior del bar al patio y viceversa, llevando y trayendo los platos, al tiempo que escuchaban al unísono varios encargos: «mesa tres, cuatro de paella y dos de sardinas; mesa seis, dos paellas, una de sardina y media de chuletas; mesa diez, cinco de sardinas y tres de chuletas» —contestando seguidamente las afanadas y atentas mujeres «¡Oído cocina!».
   —Hay que vé, cuidao la cantidá de gente que andan por aquí hoy, ¡Ni que fuera la Virgen del Rocío! —exclamó José.
   En aquél instante llegaba, portando en su mano y antebrazo derecho las tres raciones de paella y las sardinas y las chuletas en la izquierda.
   —Sí que es verdad, papa —respondió Teresa.
   Una vez depositado con sumo cuidado sobre la mesa.
   —¡Buen provecho señores! —exclamó el amable y noble sirviente
   —¡Gracias! —respondieron al unísono.
   —¡Hmm…! La paella está deliciosa —indicó Teresa
   —Las sardinas tién güena pinta —anunció, José.
   —Pos, la ensalada y las chuletas no os podéis ni imaginá —manifestó, Antonio.
   —¡Venga!, tós al prato y dejá ya de jablá  ¡Qué oveja que bala bocao que pierde! —exclamó, dando por finiquitada la conversación.
   Una vez que terminaron de yantar, tras tomarse un café y reposar un poco, a eso de las cinco menos cuarto, se dispusieron a salir con la intención de acondicionar su propio local para abrirlo y, mientras que José y Teresa se encargaban de prepararlo todo, Antonio se desplazó hasta Plasencia para recoger a las chicas y, tras su retorno,  a eso de las ocho y media, las chicas estaban tomándose una copa por cortesía de la casa mientras de fondo sonaba el Hey, no vayas presumiendo por ahí, de Julio Iglesias y al retirarse el astro rey para dar paso a la luna, el local se fue ocupando. Los lugareños estaban contentos y con ganas de gastar dinero, algunos eran ya clientes habituales y raro era el día que no se dejaban caer por allí: aunque solo fuese para tomarse un par de consumiciones.
   Entre copas risas y alegrías la noche iba pasando y, a eso de la medianoche:
   —Cariño, creo que deberías ir a buscar más chicas. La noche se está dando muy bien y estos quieren disponer de más carne donde elegir —sugirió haciendo un gesto pícaro, Teresa.
   —Tienes razón, mi niña me iré hasta la plaza a vé si están por allí la Mari, la Toñi, la Susíla Gitana.
   —Sí traes alguna más no te importe, la noche está prospera.
—Bueno, me marcho. Estaré aquí en un plis plas.
   En torno a las doce y cuarto, entró en el local, dando tumbos alguien de unos 45 años, cuyo aspecto físico dejaba mucho que desear, el susodicho era conocido en la zona por el sobrenombre de el Tuerto. Sobre su rostro, una cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda por completo. Este se adentró hasta el fondo del local y ocupó  uno de los taburetes junto a la barra. Un par de minutos después, Teresa se acercó hasta él.
   —Hola, buenas noches. ¿Qué le pongo?
   —¡Hola, preciosa! Me pones un coñac con Cola-Cola —exclamó con voz pastosa, al tiempo que le guiñaba el ojo bueno.
   —No tenemos esa marca, ¿le da igual que sea Pepsi?
   —Bien, si no hay otra cosa… Pónmelo —dijo alzando la voz con tono despectivo.
   Tras servirle la copa y echar este un sorbo, apoyándose con los codos sobre el mostrador, retorciendo el pescuezo como si fuese un mochuelo,  echó un vistazo de arriba abajo a todas y cada una de las chicas al tiempo que ponía cara de asco. Cinco minutos después, se acercó hasta él una de ellas:
   —Hola, buenas noches, guapo. Me llamo Isabel, pero todos me dicen la Legionaria.
   —¿Qué hoctias quieres, tú? —respondió sin mirarla.
   —Na..., hablá si te apetece —sugirió con voz dulce y suave al tiempo que le acariciaba, con la mano izquierda, la espalda.
   —¡Y de qué cojones quieres hablá!
   —De lo que tú quieras mi amó…, ya sabes que aquí estoy pa trabajá, mi niño.
   —¡Qué coño quieres decí con eso!
   —Pos, que me puedes invitá a una copita y si tú quieres podemos entrá en el reservao… Pero solo si tú quieres, ¿eh?
   —Déjalo. No insistas. No tengo ganas, además eres mu fea. ¡Marcha de aquí! ¡Hala!, ¡vete a la p... mierda!
Al ver que el cliente no dejaba de menospreciarla esta se retiró y dirigió hacia otra de las chicas que estaba junto a la pared, esperando a que alguien solicitase sus servicios.
   —¿Qué pasa, chocho?..., ¿por qué t'has venió asín tan de repente?
   —Es un estúpido…, pos no me dice que soy mu fea ¡El hijo de p…!
   —Voy a probá suerte, a vé  qué me dise a mí.
   —Pos, vete preparando, tía… que seguro te sorprende con algún disparate.
   Caminando con aires de marquesa, con un cigarrillo en su mano derecha, llegó junto al mal hablado cliente la Chaparrita.
   —Hola, guapetón…, ¿llevas fuego, cariño? —dijo con voz melosa.
   —Toma y déjame en paz o te pego fuego a ti —dijo a la vez que dejo caer el encendedor sobre el mostrador,  el malhumorado individuo.
   —¿Qué te pasa, guapo? —curioseó—. Parese que hoy no estás por la labó, ¿verdá?
   —Y a ti que hoctia te importa…, ¿acaso te crees más guapa que la otra?
   —¡Qué borde eres tío!... ¿Tú de que vas, julay?
   —Voy de lo que me se pone de los cojones… ¿Te queda claro o te lo explico otra vez?
   Al regresar de Plasencia, Antonio se vio obligado a estacionar junto a un par de vehículos que llevaban bastante tiempo abandonados junto a la explanada. Un par de minutos después, entraban, por la puerta de atrás, su padre, tres chicas y él.
   Nada más entrar, al percatarse de las voces que estaba dando el bullicioso y pendenciero individuo, se dirigió hacia donde este.
   —Hola, buenas noches. ¿Le pasa algo, amigo?
   —¿Acaso te crees que tengo que darte alguna explicación a ti?
   —Tómese la copa «amigo» y, si hace falta, le invito a otra... pero deje usté a las mujeres hacer su trabajo —sugirió al tiempo que le daba unas palmaditas sobre el hombro, en plan amistoso—. Y si a usté no le gusta ninguna, se tome la consumición tranquilamente y,  le pido por favó que, cuando se la termine, abandone el local.
   —¿Pero aquí se puede follá o no?
   —¡Por favor!, le ruego, que  modere su vocabulario—intervino Teresa—. Sí se refiere usted a qué si se puede entrar al reservado con las chicas: la respuesta es sí.
   —Pos, entonces, quiero entrá contigo preciosa.
   —Lo siento amigo, ella está de encargá y no alterna con nadie —advirtió con tono serio, Antonio.
   —Me da igual, yo, solo quiero con ella. Las otras son  unos cardos burriqueros.
   —Pos, va a sé que no «amigo», ella solo está pa mí —respondió frunciendo el ceño, apretando los puños y las mandíbulas.
   —Tengo dinero y follo con quien me sale de la polla ¡Hijo de p…!
   Sin poder reprimir su ira, la emprendió a puñetazos contra el insolente e injurioso cliente hasta sacarle del club y, unos minutos después, retornó junto a su amada, sin interesarse lo más mínimo por el estado en que se pudiese encontrar el cargante y belicoso individuo al que había dejado tendido en mitad de la explanada, con el rostro y el atuendo completamente ensangrentados, al propinarle una patada en la boca cuando el Tuerto trataba de reincorporarse: después de haber recibido sobre su rostro media docena de mortíferos puñetazos.
   En el interior local, la noche prosiguió entre risas, copas y reservados sin darle mayor importancia a lo acontecido.
   —Papa, hoy se está dando la noche de p… madre, es el día que más dinero estamos sacando desde que abrimos.
   —Ya lo veo hijo, estos de los pueblos tién muchas perras y cuando salen de fiesta, salen a gastá.
   Sobre las cuatro y media, la bebida comenzó a dar signos de escasez y los clientes poco a poco fueron retirándose. Fue entonces, cuando uno de estos, al dirigirse hacia su vehículo observó que había alguien tirado en el suelo y acercándose, creyendo que podía estar dormido hizo como que se tropezaba con él. Al darse cuenta de que  no solo no contestó, sino que además estaba rígido. Sin pensárselo, se introdujo en su automóvil y se presentó en la casa cuartel que estaba situado a un par de kilómetros, en un pueblo cercano.
   Tras aporrear fuertemente con la aldaba sobre la puerta.
   —¿Quién va? —gritó desde el interior, el número que estaba de guardia.
   —Abran, abran rápido —respondió hecho una madeja de nervios el recién llegado.
   —¿Qué voces son esas? —reprendió el guardia a través de un ventanuco que estaba incrustado en la puerta principal.
   —Vengo de Las Palmeras, y, al salir, he visto que hay un hombre tumbado sobre un charco de sangre. ¡Creo que está muerto!
   El guardia abrió el portón y le invitó a que entrase en el cuarto adyacente.
   —Siéntese ahí —indicó al tiempo que hizo sonar un timbre—, de me usted su DNI y cuénteme sin omitir detalle que es lo que usted ha visto allí.
   —Ya se lo he dicho antes: al salir del local he visto…
Irrumpieron precipitadamente en el despacho el cabo y otro número
   —Hola, buenas noches —dijeron casi a la par—:¿Qué ocurre Sánchez? —inquirió el de mayor graduación.
   —Según este hombre, ha aparecido alguien que cree muerto en las inmediaciones del club de alterne.
   A continuación, avisaron a la ambulancia que cubría la zona por estar en fiestas un par de pueblos cercanos. Quince minutos más tarde, al llegar esta y la guardia civil al lugar de los hechos, uno de los agentes se dirigió directamente al local e irrumpió vociferando, todo lo alto que su acampanada voz le permitía.
   —¡Quieto todo el mundo!, ¡encender la luz! ¡Vamos, rápido!
   Su compañero permanecía de pie junto al equipo sanitario. Y, tras realizarse los primeros auxilios in situ.
   —Aún está con vida, pero no sé si llegaremos… —respondió el facultativo al tiempo que ordenaba introducirlo  en la ambulancia.
   —Estos sitios no traen más que problemas —gruñó el cabo mientras se dirigía al local.
   En el interior, todos estaban alborotados y confusos sin saber la causa de la presencia de las autoridades.
   —¿Quién está al cargo del local? —dijo nada más entrar el cabo.
—Servidor—respondió, dando un paso al frente, Antonio—, ¿ocurre algo señó?
   —Eso, me temo que me lo tendréis que aclarar alguno de los que estáis aquí —propuso con energía y enojado.
   —¡¿Pero de qué se trata, oficial?! —intervino, sin salir de su asombro, Teresa.
   —Hay un hombre que se debate entre la vida y la muerte camino del hospital..., estaba ahí fuera tirado entre dos coches y cubierto de sangre.
   —Entonces, no se hable más —sugirió Antonio—, quizás se trate de alguien a quien hace unas horas he tenido que expulsar del local.
   Una vez anotados el DNI de todos los que allí se encontraban, a efectos de ser posibles testigos, tras precintar la entrada y prohibir que se  moviesen los vehículos entre los que apareció la víctima, Antonio fue conducido al cuartelillo y, tras la declaración, a eso de las once horas, fue trasladado y puesto a disposición del Juzgado de Primera Instancia de Plasencia, y desde allí mismo, a última hora de la tarde, hasta el Centro Penitenciario Cáceres I, ya que el juez ordenó su ingreso en prisión preventiva, como consecuencia del fallecimiento de la víctima antes de que esta pudiese ser atendida en el Hospital Virgen del Puerto, de Plasencia.



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