Con las
primeras luces del alba del 13 de junio de 1957 nacía, en casa, en el seno de
una humilde familia oriunda de Extremadura, el séptimo hijo de la pareja
formada por José Hinojal y Manuela Sánchez, peón de albañil él y «sus labores»
—Denominación Oficial asignada a quienes se encargaban de velar casa y
familia—, ella.
Tras la llegada del benjamín, la unidad
familiar quedaría constituida por José, de 41 años, Manuela, 37, Carmen, 18,
Manuel, 16, Joselito, 14, Dolores, 12, Juana, 10, Azucena, 8 y, el último en
llegar, Antonio. El matrimonio y su extensa prole habitaban en una reducida
vivienda de protección oficial ubicada a las afueras de la ciudad, en un
creciente Barrio Obrero que con el tiempo se extendería a lo largo y ancho de
La Data, una extensa finca dedicada a la explotación agrícola y ganadera.
José trabajaba principalmente en la
construcción de viviendas, pero como el salario no alcanzaba para cubrir las
necesidades demandadas por tan extensa familia, además de tener que recurrir al
arte de pescar con redes como oficio complementario, en otoño e invierno, se
dedicaba a hacer y vender picón. —El picón era el método más utilizado para
proporcionar el calor en los hogares y mitigar, por tanto, la crudeza del duro
invierno extremeño—. José era descendiente de una extensa y prolífica saga que
durante generaciones había abastecido a la ciudad con todo tipo de pescado
fluvial.
Manuela, en cambio, provenía de una reducida
estirpe de jornaleros agrícolas y esta,
además de encargarse del cuidado de los hijos, preparar la comida,
limpiar la casa…, tenía que salir a vender el género por el barrio y, en los
días de mercado, los vendía junto a la
escalinata de la plaza de abastos. También era quehacer de ella, en
colaboración de sus hijas, reparar y fabricar las redes y de José el
rematarlas, colocando los flotadores de corcho natural en la parte superior y
el plomeado en la zona inferior: todo
ello, debía de estar bien equilibrado para que estas cubriesen desde el lecho
del río hasta la superficie.
Los padres de Antonio eran personas
sencillas, con buenos principios y sentimientos, los mismos valores que
trataban de inculcar a sus descendientes siguiendo los pasos que en su día
hicieran con ellos sus ascendentes. José, además de ser un hombre extrovertido,
le placía gastar bromas y hacer reír a los demás y, a pesar de que tenía el hábito a exagerar cualquier situación que
narrase, quién le conocía lo tenía por una bella persona. Manuela, en cambio,
era más comedida, sensata y reservada. Motivo por el cual recayó en ella la
tarea de dirigir la casa, y a todos los que en ella convivían. Ambos, como la
mayoría de las personas de aquella época, carecían de estudios y apenas sabían
leer y escribir; pero en cambio, contaban con unos valores y principios que
hacían cumplir, a sus descendientes, a rajatabla.
Manuela, por aquel entonces, era una mujer
grande, afable y entregada a los demás. Sobre su cabeza sobresalía una
esplendorosa y ondulada mata de pelo castaño; sobre su expresiva y redonda cara
se hallaban unos alegres y esféricos ojos marrones; junto a su fina y recta
nariz, unos delgados y lívidos labios y,
rematando el conjunto, un corto y grueso cuello. Manuela era una encantadora
mujer robusta, de brazos y piernas gruesas y pesadas. Su caminar era tan
sosegado y relajado como ella misma; era una mujer de mente lúcida y resuelta
que le gustaba vestir con sencillez, con amplias y estampadas batas abotonadas
y para sus martirizados y sufridos pies, cuando acudía a la zapatería:
«Búsqueme un 36 pa pies delicaos» —solicitaba al dependiente, después de
saludarlo.
En casa de los Hinojal-Sánchez, la relación
filial-paterna estaba basada en el cariño y el respeto mutuo. No era necesario
el castigo para que estos acatasen las órdenes ni para cumplir con las
obligaciones que cada miembro tenía asignadas, en el caso de los hermanos
mayores, tendrían que jugar y estar al cuidado de los más pequeños.
Por aquel entonces, muchas fueron las
jóvenes parejas que se instalaron en el barrio y, como consecuencia de la
prolífica generación, este se fue transformando en un paraje lleno de color,
griterío y llantos que evidenciaban que el entorno rebosaba de vida. Las
jóvenes mamás, cuando el tiempo y el clima lo permitían, se reunían para
conversar mientras los chiquillos correteaban y jugaban a escasos metros de sus
faldas. Aquella costumbre, dio lugar a que entablasen conversación y surgiesen
así los primeros lazos de unión entre ellas. Por aquella época, la necesidad
era algo que afectaba a la mayoría de las familias españolas, pero gracias a la
solidaridad y el desinterés entre unos y otros: aquellos vecinos, con el paso
del tiempo, lograron convertirse en una gran familia, donde se compartían
alimentos, cariño y comprensión para poder salir adelante en aquellos años, tan
difíciles en cuestiones económicas; pero, sin embargo, tan llenos de humanidad
y sentimientos. Cada uno cooperaba de acuerdo a sus posibilidades y si era
necesario se implicaban hasta el punto de que la familia más necesitada pudiese
lograr remontarse.
En la década de los 60's aún eran evidentes
en España los vestigios de su origen rural, y, aunque había comenzado el cambio
hacia la industrialización. En algunas zonas del norte de Extremadura, el
cambio llegó sosegadamente y, el mundo agrario al que había pertenecido durante siglos, subsistió
hasta bien entrada la década de los años 90'. Sin ir más lejos, el barrio de La
Data en los 70's no solo estaba sin pavimentar, sino que además carecía de alumbrado
público.
A
seis metros escasos de donde terminaba el conjunto de viviendas,
discurría paralelo y en perpendicular un pequeño arroyo, que en invierno, con
reiteración se desbordaba e inundaba la parte baja de la barriada por completo.
En la plazuela se formaba una balsa de agua que podía demorar meses en
desecarse. Este lugar era muy frecuentado por los zagales del vecindario, y,
tras las inundaciones, estos se divertían con infinidad de juegos como las
carreras de barquitos a la deriva, cruzar el charco con las bicicletas, e
incluso los más atrevidos, ponerse a nadar en mitad de el charco.
El barrio había sido creado en paralelo a
una de las múltiples vías pecuarias, que desde la Edad Media se han
venido utilizando casi hasta la actualidad para el trasiego de ganado de unas
provincias a otras, es decir, la trashumancia. Por esta vía en concreto, entre
las primeras y últimas décadas del siglo
XX, acostumbraban pasar, en los últimos días de mayo, los ganaderos que
trashumaban, rumbo a las Sierras de Gredos principalmente, con grandes rebaños
de cabras, ovejas y ganado morucho, este
último pasaba por la noche para evitar cualquier percance desagradable en la
ciudad. Los trashumantes aprovechaban los descansaderos que existían en las
inmediaciones del barrio para abrevar en las fuentes circundantes y reponer
fuerzas tanto los animales como las
personas que intervenían en el traslado de los rebaños. Era habitual
también que, tras su paso, acampasen en la cañada un gran número de familias de
etnia gitana. Estos acudían en caravanas
que, al más puro estilo del oeste, eran arrastradas por las caballerías. Los
gitanos solían llegar al barrio una vez concluido el paso del ganado hacia las
sierras, o sea se, a primeros de junio: coincidiendo con las ferias y fiestas
de la ciudad, con el fin de dedicarse a la compra-venta de caballos, mulas,
asnos… Año tras año, los gitanos aprovechaban el lugar para pasar allí el
verano ya que, además de que los
animales podían deambular libremente por la cañada, los cuadrúpedos obtenían el
sustento necesario para sobrevivir. La infinidad de fuentes que existían en la
periferia no solo servían de abrevadero para el ganado, sino que estas eran
utilizadas incluso para el uso personal.
Entre los gitanos y los residentes del
barrio siempre hubo respeto… A sí mismo, era normal que los chiquillos se
entremezclasen para compartir juegos y, cuando los adultos festejaban una boda
siguiendo el rito gitano, les gustaba que asistiesen a ellas los payos adultos
y que participasen de la fiesta. «Aquella época fue la propulsora de ir
haciendo cambiar las formas de
relacionarse unos con otros y de hacer posible el mundo en que vivimos
actualmente. Fueron muy duros y difíciles los comienzos para todos e incluso, a
día de hoy, por ambas partes, hay quienes aún no lo han logrado superar».
El tiempo fue transcurriendo como siempre:
sin prisas pero sin pausas... Los hermanos mayores de Antonio se fueron
casando, con un intervalo más o menos de un año. Por aquel entonces, las
parejas recién casadas, rápidamente traían hijos al mundo y, en poco tiempo, la
familia se llenó de criaturas. Carmen, la hermana mayor, en cuestión de tres
años parió dos niños y una niña; la mujer de Manuel, dos niñas en un intervalo
de veintidós meses; la mujer de José, dos niños y una niña en cuatro años… Y
cuando estos visitaban la casa de los abuelos, recaía sobre Antonio la tarea de
estar al cuidado de los más pequeños. A la edad de doce años, este se había
convertido en un chaval de cuerpo atlético, bastante alto, delgado y de tez
blanca, pero tostada por el sol. Su cabeza estaba revestida por una tupida
cabellera de negro pelambre, bajo la
cual se perfilaba un rostro donde brillaban unos preciosos y rasgados ojos
color avellana; que a su vez, eran
circundados por unas largas y rizadas pestañas. Todo el conjunto quedaba
rematado por unas orejas bien proporcionadas. Antonio era un chico
extrovertido, sociable, tierno, perspicaz, divertido y que, además de ser
observador y creativo, disponía de una imaginación fantástica y un don de
gentes que le permitía cautivar con facilidad a los demás chiquillos del
barrio, entre otras cosas, por sus muchas y alocadas ocurrencias. Antonio se
convirtió en el dirigente de la chavalería, sin tan siquiera proponérselo, ya
que estos le veían como un ejemplo a seguir. El sentirse querido y arropado por
todos aquellos que se acercaban hasta su entorno, le proporcionaba seguridad en
sí mismo; aunque era consciente de que su imperio y grandezas estaban allí,
junto a las faldas de su madre y al cuidado de los sobrinos. Cuando era llamado
por su progenitora para que recogiese las meriendas y se las diese a los
pequeños, este acudía raudo y veloz como un rayo y al llegar junto a ella
siempre la abrazaba y le daba un par de besos:
—Pero qué hijo más obediente y cariñoso
tengo, además con lo guapo que es…, cuando sea mayó, se las va a llevá a toas
de calle, ¡El mu granuja! —balbució alzando la voz Manuela, mientras dirigía la
mirada hacía el resto de mujeres que la acompañaban…, y estas, al escuchar lo
que Manuela le decía a su hijo, asentían con la cabeza y él, al ser consciente
de la escena, sonreía y regresaba junto a los demás chavales caminando, erguido
y con el pecho hinchado; como si fuese un palomo buchón tratando de cortejar a
una hermosa paloma.
Por aquel entonces, las vecinas tenían por
costumbre estar reunidas y sentadas a la puerta de casa, bien tomando el sol, o
bien haciendo punto, o simplemente conversando entre ellas mientras vigilaban
de cerca los juegos de sus hijos o nietos más pequeños.
Al amanecer, con los primeros rayos de sol,
desde lo más alto del cerro se vislumbraba y, podía escucharse, con dirección
al poniente, el tañer de las campanas de un encalado, grande y vetusto convento
que anunciaba con que era la hora de comenzar a laborar. Un poco más abajo,
sobre su ladera, entre canchales, retamas, carrascas y alguna que otra encina,
discurrían paralelas y a distinta
altura, tres filas de encalados edificios, los cuales, a su vez, estaban unidos
entre ellos en grupos de a dos. Estos, desde la distancia, se asemejaban a las
melíferas colmenas.
El toque de las escandalosas campanas
servía, entre otras cosas, para despertar a todo el vecindario y con el
estridente y metálico sonido comenzaba el trasiego de las personas. En primer
lugar, unos en bicicletas y otros en ciclomotores, se dirigirán al trabajo los
hombres; y en segundo, un par de horas después, la mayoría de las mujeres
acompañaban a sus hijos pequeños hasta el colegio. Luego, al regresar, solían
hacer la compra en cualquiera de los dos ultramarinos que existían en el barrio
y, una vez en casa, continuaban con las labores del hogar, hasta que, a eso del
mediodía regresaban, por un lado los hijos y por otro los maridos, para dar
buena cuenta de los suculentos, apetitosos y frecuentes cocidos de garbanzos…
Todo ese ajetreo, visto desde lo alto del cerro, hacía recordar a las
laboriosas y dulces abejas queriendo entrar a sus colmenas. También y paralela
a las viviendas transcurría una antiquísima y transitada vía pecuaria. A la
izquierda de esta, el terreno se perdía entre lomas, vaguadas, olivares y
huertas, hasta llegar a las orillas del río Jerte.
Por aquellas fechas, 70's, los que vivían a
las afueras de la ciudad tenían por costumbre disponer de su propia barraca.
Lugar donde la mayoría de las familias solían tener y criar pollos, gallinas y
conejos; con el fin de autoabastecerse, y tratar de dilatar al máximo los
escasos recursos económicos con los que contaban. Una de esas familias
numerosas —diez hijos—, siendo consciente que en Plasencia no lograrían salir adelante, tomó
la decisión de trasladarse a vivir con toda su prole a otra provincia;
renunciando así, a la vivienda de protección oficial que años atrás les había
sido adjudicada mediante sorteo. Damián, el padre de tan extensa descendencia,
además de la vivienda, poseía en las inmediaciones de esta una de las más
grandes y mejor construidas barracas de la zona, él mismo la había construido
al abrigo de un titánico canchal de
granito, al cual, por la parte de arriba, se podía acceder hasta su cumbre a
través de una pequeña e inclinada rampa, de unos dos metros de longitud; en
cambio, por el frente distaban desde la cima hasta el suelo unos siete metros
de caída libre, en vertical… La barraca había sido construida en su totalidad
con sus propias manos y con restos de materiales y maderas procedentes de las
obras de la periferia.
Damián era un hombre más bien pequeño y
escuálido, que aparentaba ser bastante más mayor de los 52 años que en realidad
tenía, debido al tono y aspecto de su
piel llena de pliegues y ennegrecida por los efectos del sol. Sobre su cabeza,
cubriendo su espeso y ceniciento pelaje, una raída y descolorida boina de negra
lana y encasquetada hasta las enormes y pobladas cejas; sus pequeños, tristes y oscuros ojos, tan negros
como las endrinas, llamaban la atención sobre unas exorbitantes y sempiternas
ojeras. Su nariz era grande y quebrada,
con los orificios bien amplios; sus labios rectos y delgados; sobre el
superior, un estrecho, cuidado y ceniciento bigote; su disminuida boca,
carcomida y ennegrecida. Todo en él hacía que pareciese un ser huraño y
malicioso. Sin embargo, cuando conversabas con él se podía apreciar que era un
ser generoso, afable y, con sentimientos profundos, además de unos claros y
firmes principios. Su vestimenta tampoco decía nada a su favor: solía vestir
con pantalón y camisa azul marino, aunque descoloridos por el uso; pero siempre
en perfecto estado de revista. «La
pobreza y la suciedad no tienen por qué ser inherentes».
Nada más abrir la puerta de acceso a la
barraca esta se dividía en dos compartimentos que a su vez estaban separados por una puerta intermedia. La
primera instancia, estaba destinada a la reproducción de conejos y para ello, a
mano derecha, se hallaban alineadas tres jaulas que habían sido realizadas
artesanalmente por Damián. Estas estaban constituidas de madera y recubiertas
con una malla metálica y, también, contaban con dos departamentos, uno que
permitía salir a comer y hacer sus necesidades a las conejas y el otro,
íntegramente realizado en madera, destinado a los partos, donde en su interior
y a oscuras, permanecían los pequeños gazapos hasta que estos abrían los ojos y
se cubrían de pelos.
Una de aquellas jaulas era exclusivamente para el macho; las
otras dos, eran ocupadas cada una por su correspondiente hembra. También, entre
estas, había un anexo en forma de corral, delimitado por una valla de un metro
de altura, el cual era destinado al crecimiento y engorde de los gazapos una
vez que estos eran destetados y
apartados de sus progenitores. A mano izquierda, sobre unas rudimentarias
estanterías de madera, descansaban recipientes con pienso, bolsas de pan duro y
un sinfín de herramientas que eran utilizadas para mantener en perfecto estado
la edificación así como la limpieza del lugar.
En uno de los rincones, del techo pendía un
excelso haz de hierba fresca que cada mañana era sustituido por otro recién
segado por Damián. A unos tres metros de la entrada, hacia el fondo, se hallaba
otra puerta que permitía el acceso al departamento destinado a la producción de
huevos y pollos, este contaba con un espacio de unos doce metros cuadrados; que
a su vez, estaba fragmentado en otras tres estancias. En el fondo, se hallaba
un ponedero que había sido construido en su totalidad con madera, cuya
capacidad permitía albergar a seis gallinas a la vez y dónde estas depositaban
los huevos sobre un lecho de mullida y confortable paja; a mano derecha,
reclinada sobre la pared, descansaba una especie de escalera con tres peldaños
de un metro y medio de longitud y separados entre ellos verticalmente por unos
cincuenta centímetros, dónde cada atardecer se subían y preparaban para pasar
la noche, junto a una docena de lustrosas gallinas, tres lindos y escándalos
gallos; en el lado izquierdo, desde la pared hasta el fondo, delimitado por una
estructura de madera y una malla de alambre, a modo de corraliza, se hallaba la
zona dedicada a la cría y engorde de pollos: ya que con frecuencia, salía
clueca alguna de las gallinas. Entre el espacio destinado a la puesta de huevos
y el dormidero, existía un pequeño agujero que era abierto y cerrado desde el
exterior cada alborada y anochecida por Damián.
Al amanecer, las gallinas salían prestas
para campar a sus anchas disfrutando entre las retamas, los carrascales y los
floridos y perfumados cantuesos en la zona más agreste, o bien junto al regato,
donde rebuscaban, escarbando y rastrillando con sus patas, en busca de las
jugosas lombrices; o bien entre los juncales y el aromático poleo, dónde estas
se hartaban de saltamontes y toda clase de insectos que eran atraídos por la
frescura del arroyo. Del mismo modo, se desplazaban hasta el lugar infinidad de
alegres y ruidosos gorriones, que
mezclaban su alboroto con el incesante cacarear de las gallinas, junto al
sonido que el fluir del agua producía al zigzaguear entre los obstáculos y los
distintos desniveles del accidentado lugar. Todo ello, unido a la fragancia que
producía la mezcolanza floral, la luz y el calor del sol: hacía que las gallinas
creyesen vivir en el Paraíso.
Los alborotadores gallos, no hacían otra
cosa que cantar desde lo más alto del gallinero y corretear detrás de las
gallinas, con el único propósito de cumplir sus requiebros y demostrar así, su
gallardía frente a los demás gallos de
la zona. También, a lo lejos, se oía el ladrido de varios perros que exaltados
aullaban con desesperación; provocados por el incesante e irritante repique de
campanas que provenía del cercano y prehistórico convento, el cual, era regentado
por unas religiosas consagradas a la
Orden de San José Obrero.
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