domingo, 2 de noviembre de 2014

Prefacio


Con las primeras luces del alba del 13 de junio de 1957 nacía, en casa, en el seno de una humilde familia oriunda de Extremadura, el séptimo hijo de la pareja formada por José Hinojal y Manuela Sánchez, peón de albañil él y «sus labores» —Denominación Oficial asignada a quienes se encargaban de velar casa y familia—, ella.
   Tras la llegada del benjamín, la unidad familiar quedaría constituida por José, de 41 años, Manuela, 37, Carmen, 18, Manuel, 16, Joselito, 14, Dolores, 12, Juana, 10, Azucena, 8 y, el último en llegar, Antonio. El matrimonio y su extensa prole habitaban en una reducida vivienda de protección oficial ubicada a las afueras de la ciudad, en un creciente Barrio Obrero que con el tiempo se extendería a lo largo y ancho de La Data, una extensa finca dedicada a la explotación agrícola y ganadera.
   José trabajaba principalmente en la construcción de viviendas, pero como el salario no alcanzaba para cubrir las necesidades demandadas por tan extensa familia, además de tener que recurrir al arte de pescar con redes como oficio complementario, en otoño e invierno, se dedicaba a hacer y vender picón. —El picón era el método más utilizado para proporcionar el calor en los hogares y mitigar, por tanto, la crudeza del duro invierno extremeño—. José era descendiente de una extensa y prolífica saga que durante generaciones había abastecido a la ciudad con todo tipo de pescado fluvial.
   Manuela, en cambio, provenía de una reducida estirpe de jornaleros agrícolas y esta,  además de encargarse del cuidado de los hijos, preparar la comida, limpiar la casa…, tenía que salir a vender el género por el barrio y, en los días de mercado, los vendía  junto a la escalinata de la plaza de abastos. También era quehacer de ella, en colaboración de sus hijas, reparar y fabricar las redes y de José el rematarlas, colocando los flotadores de corcho natural en la parte superior y el plomeado en la zona inferior:  todo ello, debía de estar bien equilibrado para que estas cubriesen desde el lecho del río hasta la superficie.
   Los padres de Antonio eran personas sencillas, con buenos principios y sentimientos, los mismos valores que trataban de inculcar a sus descendientes siguiendo los pasos que en su día hicieran con ellos sus ascendentes. José, además de ser un hombre extrovertido, le placía gastar bromas y hacer reír a los demás y, a pesar de que tenía  el hábito a exagerar cualquier situación que narrase, quién le conocía lo tenía por una bella persona. Manuela, en cambio, era más comedida, sensata y reservada. Motivo por el cual recayó en ella la tarea de dirigir la casa, y a todos los que en ella convivían. Ambos, como la mayoría de las personas de aquella época, carecían de estudios y apenas sabían leer y escribir; pero en cambio, contaban con unos valores y principios que hacían cumplir, a sus descendientes, a rajatabla.
   Manuela, por aquel entonces, era una mujer grande, afable y entregada a los demás. Sobre su cabeza sobresalía una esplendorosa y ondulada mata de pelo castaño; sobre su expresiva y redonda cara se hallaban unos alegres y esféricos ojos marrones; junto a su fina y recta nariz, unos  delgados y lívidos labios y, rematando el conjunto, un corto y grueso cuello. Manuela era una encantadora mujer robusta, de brazos y piernas gruesas y pesadas. Su caminar era tan sosegado y relajado como ella misma; era una mujer de mente lúcida y resuelta que le gustaba vestir con sencillez, con amplias y estampadas batas abotonadas y para sus martirizados y sufridos pies, cuando acudía a la zapatería: «Búsqueme un 36 pa pies delicaos» —solicitaba al dependiente, después de saludarlo.
   En casa de los Hinojal-Sánchez, la relación filial-paterna estaba basada en el cariño y el respeto mutuo. No era necesario el castigo para que estos acatasen las órdenes ni para cumplir con las obligaciones que cada miembro tenía asignadas, en el caso de los hermanos mayores, tendrían que jugar y estar al cuidado de los más pequeños.
   Por aquel entonces, muchas fueron las jóvenes parejas que se instalaron en el barrio y, como consecuencia de la prolífica generación, este se fue transformando en un paraje lleno de color, griterío y llantos que evidenciaban que el entorno rebosaba de vida. Las jóvenes mamás, cuando el tiempo y el clima lo permitían, se reunían para conversar mientras los chiquillos correteaban y jugaban a escasos metros de sus faldas. Aquella costumbre, dio lugar a que entablasen conversación y surgiesen así los primeros lazos de unión entre ellas. Por aquella época, la necesidad era algo que afectaba a la mayoría de las familias españolas, pero gracias a la solidaridad y el desinterés entre unos y otros: aquellos vecinos, con el paso del tiempo, lograron convertirse en una gran familia, donde se compartían alimentos, cariño y comprensión para poder salir adelante en aquellos años, tan difíciles en cuestiones económicas; pero, sin embargo, tan llenos de humanidad y sentimientos. Cada uno cooperaba de acuerdo a sus posibilidades y si era necesario se implicaban hasta el punto de que la familia más necesitada pudiese lograr remontarse.
    En la década de los 60's aún eran evidentes en España los vestigios de su origen rural, y, aunque había comenzado el cambio hacia la industrialización. En algunas zonas del norte de Extremadura, el cambio llegó sosegadamente y, el mundo agrario al que  había pertenecido durante siglos, subsistió hasta bien entrada la década de los años 90'. Sin ir más lejos, el barrio de La Data en los 70's no solo estaba sin pavimentar, sino que además carecía de alumbrado público.
   A  seis metros escasos de donde terminaba el conjunto de viviendas, discurría paralelo y en perpendicular un pequeño arroyo, que en invierno, con reiteración se desbordaba e inundaba la parte baja de la barriada por completo. En la plazuela se formaba una balsa de agua que podía demorar meses en desecarse. Este lugar era muy frecuentado por los zagales del vecindario, y, tras las inundaciones, estos se divertían con infinidad de juegos como las carreras de barquitos a la deriva, cruzar el charco con las bicicletas, e incluso los más atrevidos, ponerse a nadar en mitad de el charco.
   El barrio había sido creado en paralelo a una de las múltiples vías pecuarias, que desde la Edad Media se han venido utilizando casi hasta la actualidad para el trasiego de ganado de unas provincias a otras, es decir, la trashumancia. Por esta vía en concreto, entre las primeras y últimas décadas del siglo  XX, acostumbraban pasar, en los últimos días de mayo, los ganaderos que trashumaban, rumbo a las Sierras de Gredos principalmente, con grandes rebaños de cabras, ovejas y ganado  morucho, este último pasaba por la noche para evitar cualquier percance desagradable en la ciudad. Los trashumantes aprovechaban los descansaderos que existían en las inmediaciones del barrio para abrevar en las fuentes circundantes y reponer fuerzas tanto los animales como las  personas que intervenían en el traslado de los rebaños. Era habitual también que, tras su paso, acampasen en la cañada un gran número de familias de etnia gitana. Estos  acudían en caravanas que, al más puro estilo del oeste, eran arrastradas por las caballerías. Los gitanos solían llegar al barrio una vez concluido el paso del ganado hacia las sierras, o sea se, a primeros de junio: coincidiendo con las ferias y fiestas de la ciudad, con el fin de dedicarse a la compra-venta de caballos, mulas, asnos… Año tras año, los gitanos aprovechaban el lugar para pasar allí el verano ya que,  además de que los animales podían deambular libremente por la cañada, los cuadrúpedos obtenían el sustento necesario para sobrevivir. La infinidad de fuentes que existían en la periferia no solo servían de abrevadero para el ganado, sino que estas eran utilizadas incluso para el uso personal.
   Entre los gitanos y los residentes del barrio siempre hubo respeto… A sí mismo, era normal que los chiquillos se entremezclasen para compartir juegos y, cuando los adultos festejaban una boda siguiendo el rito gitano, les gustaba que asistiesen a ellas los payos adultos y que participasen de la fiesta. «Aquella época fue la propulsora de ir haciendo  cambiar las formas de relacionarse unos con otros y de hacer posible el mundo en que vivimos actualmente. Fueron muy duros y difíciles los comienzos para todos e incluso, a día de hoy, por ambas partes, hay quienes aún no lo han logrado superar».
   El tiempo fue transcurriendo como siempre: sin prisas pero sin pausas... Los hermanos mayores de Antonio se fueron casando, con un intervalo más o menos de un año. Por aquel entonces, las parejas recién casadas, rápidamente traían hijos al mundo y, en poco tiempo, la familia se llenó de criaturas. Carmen, la hermana mayor, en cuestión de tres años parió dos niños y una niña; la mujer de Manuel, dos niñas en un intervalo de veintidós meses; la mujer de José, dos niños y una niña en cuatro años… Y cuando estos visitaban la casa de los abuelos, recaía sobre Antonio la tarea de estar al cuidado de los más pequeños. A la edad de doce años, este se había convertido en un chaval de cuerpo atlético, bastante alto, delgado y de tez blanca, pero tostada por el sol. Su cabeza estaba revestida por una tupida cabellera de  negro pelambre, bajo la cual se perfilaba un rostro donde brillaban unos preciosos y rasgados ojos color avellana; que  a su vez, eran circundados por unas largas y rizadas pestañas. Todo el conjunto quedaba rematado por unas orejas bien proporcionadas. Antonio era un chico extrovertido, sociable, tierno, perspicaz, divertido y que, además de ser observador y creativo, disponía de una imaginación fantástica y un don de gentes que le permitía cautivar con facilidad a los demás chiquillos del barrio, entre otras cosas, por sus muchas y alocadas ocurrencias. Antonio se convirtió en el dirigente de la chavalería, sin tan siquiera proponérselo, ya que estos le veían como un ejemplo a seguir. El sentirse querido y arropado por todos aquellos que se acercaban hasta su entorno, le proporcionaba seguridad en sí mismo; aunque era consciente de que su imperio y grandezas estaban allí, junto a las faldas de su madre y al cuidado de los sobrinos. Cuando era llamado por su progenitora para que recogiese las meriendas y se las diese a los pequeños, este acudía raudo y veloz como un rayo y al llegar junto a ella siempre la abrazaba y le daba un par de besos:
   —Pero qué hijo más obediente y cariñoso tengo, además con lo guapo que es…, cuando sea mayó, se las va a llevá a toas de calle, ¡El mu granuja! —balbució alzando la voz Manuela, mientras dirigía la mirada hacía el resto de mujeres que la acompañaban…, y estas, al escuchar lo que Manuela le decía a su hijo, asentían con la cabeza y él, al ser consciente de la escena, sonreía y regresaba junto a los demás chavales caminando, erguido y con el pecho hinchado; como si fuese un palomo buchón tratando de cortejar a una hermosa paloma.
   Por aquel entonces, las vecinas tenían por costumbre estar reunidas y sentadas a la puerta de casa, bien tomando el sol, o bien haciendo punto, o simplemente conversando entre ellas mientras vigilaban de cerca los juegos de sus hijos o nietos más pequeños.
   Al amanecer, con los primeros rayos de sol, desde lo más alto del cerro se vislumbraba y, podía escucharse, con dirección al poniente, el tañer de las campanas de un encalado, grande y vetusto convento que anunciaba con que era la hora de comenzar a laborar. Un poco más abajo, sobre su ladera, entre canchales, retamas, carrascas y alguna que otra encina, discurrían  paralelas y a distinta altura, tres filas de encalados edificios, los cuales, a su vez, estaban unidos entre ellos en grupos de a dos. Estos, desde la distancia, se asemejaban a las melíferas colmenas.
    El toque de las escandalosas campanas servía, entre otras cosas, para despertar a todo el vecindario y con el estridente y metálico sonido comenzaba el trasiego de las personas. En primer lugar, unos en bicicletas y otros en ciclomotores, se dirigirán al trabajo los hombres; y en segundo, un par de horas después, la mayoría de las mujeres acompañaban a sus hijos pequeños hasta el colegio. Luego, al regresar, solían hacer la compra en cualquiera de los dos ultramarinos que existían en el barrio y, una vez en casa, continuaban con las labores del hogar, hasta que, a eso del mediodía regresaban, por un lado los hijos y por otro los maridos, para dar buena cuenta de los suculentos, apetitosos y frecuentes cocidos de garbanzos… Todo ese ajetreo, visto desde lo alto del cerro, hacía recordar a las laboriosas y dulces abejas queriendo entrar a sus colmenas. También y paralela a las viviendas transcurría una antiquísima y transitada vía pecuaria. A la izquierda de esta, el terreno se perdía entre lomas, vaguadas, olivares y huertas, hasta llegar a las orillas del río Jerte.
   Por aquellas fechas, 70's, los que vivían a las afueras de la ciudad tenían por costumbre disponer de su propia barraca. Lugar donde la mayoría de las familias solían tener y criar pollos, gallinas y conejos; con el fin de autoabastecerse, y tratar de dilatar al máximo los escasos recursos económicos con los que contaban. Una de esas familias numerosas —diez hijos—, siendo consciente que en  Plasencia no lograrían salir adelante, tomó la decisión de trasladarse a vivir con toda su prole a otra provincia; renunciando así, a la vivienda de protección oficial que años atrás les había sido adjudicada mediante sorteo. Damián, el padre de tan extensa descendencia, además de la vivienda, poseía en las inmediaciones de esta una de las más grandes y mejor construidas barracas de la zona, él mismo la había construido al abrigo de un titánico  canchal de granito, al cual, por la parte de arriba, se podía acceder hasta su cumbre a través de una pequeña e inclinada rampa, de unos dos metros de longitud; en cambio, por el frente distaban desde la cima hasta el suelo unos siete metros de caída libre, en vertical… La barraca había sido construida en su totalidad con sus propias manos y con restos de materiales y maderas procedentes de las obras de la periferia.

   Damián era un hombre más bien pequeño y escuálido, que aparentaba ser bastante más mayor de los 52 años que en realidad tenía, debido  al tono y aspecto de su piel llena de pliegues y ennegrecida por los efectos del sol. Sobre su cabeza, cubriendo su espeso y ceniciento pelaje, una raída y descolorida boina de negra lana y encasquetada hasta las enormes y pobladas cejas; sus  pequeños, tristes y oscuros ojos, tan negros como las endrinas, llamaban la atención sobre unas exorbitantes y sempiternas ojeras. Su  nariz era grande y quebrada, con los orificios bien amplios; sus labios rectos y delgados; sobre el superior, un estrecho, cuidado y ceniciento bigote; su disminuida boca, carcomida y ennegrecida. Todo en él hacía que pareciese un ser huraño y malicioso. Sin embargo, cuando conversabas con él se podía apreciar que era un ser generoso, afable y, con sentimientos profundos, además de unos claros y firmes principios. Su vestimenta tampoco decía nada a su favor: solía vestir con pantalón y camisa azul marino, aunque descoloridos por el uso; pero siempre en perfecto estado de revista.  «La pobreza y la suciedad no tienen por qué ser inherentes».
   Nada más abrir la puerta de acceso a la barraca esta se dividía en dos compartimentos que a su vez estaban  separados por una puerta intermedia. La primera instancia, estaba destinada a la reproducción de conejos y para ello, a mano derecha, se hallaban alineadas tres jaulas que habían sido realizadas artesanalmente por Damián. Estas estaban constituidas de madera y recubiertas con una malla metálica y, también, contaban con dos departamentos, uno que permitía salir a comer y hacer sus necesidades a las conejas y el otro, íntegramente realizado en madera, destinado a los partos, donde en su interior y a oscuras, permanecían los pequeños gazapos hasta que estos abrían los ojos y se cubrían de pelos.
   Una de aquellas  jaulas era exclusivamente para el macho; las otras dos, eran ocupadas cada una por su correspondiente hembra. También, entre estas, había un anexo en forma de corral, delimitado por una valla de un metro de altura, el cual era destinado al crecimiento y engorde de los gazapos una vez  que estos eran destetados y apartados de sus progenitores. A mano izquierda, sobre unas rudimentarias estanterías de madera, descansaban recipientes con pienso, bolsas de pan duro y un sinfín de herramientas que eran utilizadas para mantener en perfecto estado la edificación así como la limpieza del lugar.
   En uno de los rincones, del techo pendía un excelso haz de hierba fresca que cada mañana era sustituido por otro recién segado por Damián. A unos tres metros de la entrada, hacia el fondo, se hallaba otra puerta que permitía el acceso al departamento destinado a la producción de huevos y pollos, este contaba con un espacio de unos doce metros cuadrados; que a su vez, estaba fragmentado en otras tres estancias. En el fondo, se hallaba un ponedero que había sido construido en su totalidad con madera, cuya capacidad permitía albergar a seis gallinas a la vez y dónde estas depositaban los huevos sobre un lecho de mullida y confortable paja; a mano derecha, reclinada sobre la pared, descansaba una especie de escalera con tres peldaños de un metro y medio de longitud y separados entre ellos verticalmente por unos cincuenta centímetros, dónde cada atardecer se subían y preparaban para pasar la noche, junto a una docena de lustrosas gallinas, tres lindos y escándalos gallos; en el lado izquierdo, desde la pared hasta el fondo, delimitado por una estructura de madera y una malla de alambre, a modo de corraliza, se hallaba la zona dedicada a la cría y engorde de pollos: ya que con frecuencia, salía clueca alguna de las gallinas. Entre el espacio destinado a la puesta de huevos y el dormidero, existía un pequeño agujero que era abierto y cerrado desde el exterior cada alborada y anochecida por Damián.
   Al amanecer, las gallinas salían prestas para campar a sus anchas disfrutando entre las retamas, los carrascales y los floridos y perfumados cantuesos en la zona más agreste, o bien junto al regato, donde rebuscaban, escarbando y rastrillando con sus patas, en busca de las jugosas lombrices; o bien entre los juncales y el aromático poleo, dónde estas se hartaban de saltamontes y toda clase de insectos que eran atraídos por la frescura del arroyo. Del mismo modo, se desplazaban hasta el lugar infinidad de alegres y ruidosos  gorriones, que mezclaban su alboroto con el incesante cacarear de las gallinas, junto al sonido que el fluir del agua producía al zigzaguear entre los obstáculos y los distintos desniveles del accidentado lugar. Todo ello, unido a la fragancia que producía la mezcolanza floral, la luz y el calor del sol: hacía que las gallinas creyesen vivir en el Paraíso.
   Los alborotadores gallos, no hacían otra cosa que cantar desde lo más alto del gallinero y corretear detrás de las gallinas, con el único propósito de cumplir sus requiebros y demostrar así, su gallardía  frente a los demás gallos de la zona. También, a lo lejos, se oía el ladrido de varios perros que exaltados aullaban con desesperación; provocados por el incesante e irritante repique de campanas que provenía del cercano y prehistórico convento, el cual, era regentado por unas religiosas consagradas a la Orden de San José Obrero.




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